Cannes 2016: cuando un festival no puede cambiar de rostro
Este año, la LXIX edición de Cannes sorprendió, sobre todo porque arrancó con por lo menos dos obras maestras: Sieranevada de Cristi Puiu y Toni Erdmann de Maren Ade, dos films absolutamente distintos entre sí, pero que marcaron la diferencia en torno a selecciones de años anteriores, disparejas y llena de películas irregulares. ¿Qué estaba pasando? Había dos suposiciones: el festival dirigido por Thierry Frémaux quería lavarse la cara y sí de verdad quería mostrar el mejor cine del mundo, aquel que estaría presente en todas las listas de fin de año; y la otra, era que el mal llegaría de todas formas, a como dé lugar. Y eso pasó.
La competición oficial: lo sobresaliente
Sieranevada de Cristi Puiu mantiene el estilo de los diálogos de Three Exercises of Interpretation (2013), donde lo que dicen los personajes es capital para consolidar un mundo de sentidos comunes, aquí condensados en miradas sobre el terrorismo, Ceacescu y lo patriarcal. Pero lo milagroso de Sieranevada está en su puesta en escena, plantada casi en sus tres horas de metraje en el hall de un pequeño departamento de Budapest, donde una familia numerosa prepara un rito mortuorio con un almuerzo que se vuelve interminable, con un guiño a El ángel exterminador, ya que apenas si se logra consumar.
Con otro tipo de puesta en escena aparece Toni Erdmann, comedia con toques de drama sobre el intento de acercamiento de un padre con espíritu de bufón -y de reminiscencias a Jerry Lewis-, con una hija que trabaja en la consultora más importante del país, una ejecutiva moderna e independiente. La alemana Maren Ade plantea su film con un estilo casi transparente, es decir, pareciera que no requiere la necesidad del artificio sino solamente seguir a sus personajes en estos encuentros y desencuentros, logrando a la vez momentos muy hilarantes y dramáticos, donde el juego de la apariencia y el disfraz se vuelve en el motor del film y en el alma de los personajes.
En la primera semana del festival se mantuvo este nivel alto, con trabajos como Rester Vertical de Alain Guiraudie o Ma Loute de Bruno Dumont, ambas comedias grotescas francesas, en dos polos opuestos de provocación: por un lado, la Guiraudie apostando a un humor de apariencia involuntaria, excesiva en su modo de plasmar un mundo de nonsenses, con reminiscencias trash y de serie B (como algunos pasajes insólitos de El desconocido del lago), mientras que en el lado contrario, Dumont hace una analogía entre clases bajas y altas a inicios del siglo XX, a partir del gag, el slapstick y el burlesque, no muy lejos de lo que ya había planteado en P’tit Quinquin, película hermana de Ma Loute.
La competición oficial: de lo irregular a lo penoso
Pero el tropezón canino llegó y fue penoso. Abrumando con obras sumamente extraordinarias para luego ponerlas al lado de películas seleccionadas al parecer por puro criterio de tipo comercial o de espectacularización de la corrección política. Esta caída llegó con la presentación de I, Daniel Blake, película plana y sin muchas ambiciones de Ken Loach, que más que plasmar la odisea de un carpintero enfermo que no puede acceder a un subsidio de desempleo, se infla como un alegato en contra del sistema de seguridad social europeo, mostrándolo como inhumano, permitiendo que la gente sufra, se prostituya o muera. Aspecto de telefilme donde el discurso o el gran tema dentro de la corrección política adquieren la dimensión de lo “cinematográfico”.
En esa vena de lo irregular llegan películas de diversa intención, como The Handmaiden de Park Chan-wook, floja propuesta del coreano, donde mantiene su lado bizarro en un relato ambientado en periodos en los que Corea era aún colonia de Japón, mostrando esta dependencia y “asimilación” a partir del amor lésbico de una doncella y su dama, una coreana y la otra japonesa, a través de un puñado de escenas eróticas que resultan lo más logrado del film por supuesto. Y el nivel descendió aún más con una obra de afectación clasicista como From the Land of the Moon de la francesa Nicole García, donde Marion Cotillard funge de una mujer que en los años cincuenta se debe casar a la fuerza y perder al amor de su vida, un joven con discapacidad que encarna Louis Garrel. Historia de drama y romance frustrado que está llena de lugares comunes y que no ofrece alguna posibilidad de redimir de alguna manera al cine.
Y vinieron luego más películas de interés pero con un tropezón que agarró desprevenidos a muchos. En la segunda semana de festival pasó prácticamente lo mismo: colocar películas notables y acabar con insertos inexplicables, como The Last Face de Sean Penn, y que a pesar de todo no pudieron restar calidad a los puntos altos del festival. Así apareció Paterson, que muestra a un Jim Jarmusch en plena forma, que si bien no vuelve a los motivos de su cine inicial, presenta un relato bien construido a partir de la repetición, para dibujar una relación de un hombre -un chofer de buses poeta- con su ciudad, que se llama igual que él. Así, este retrato de Paterson, el hombre, adquiere la dimensión de lo social, la ciudad, a partir de lo episódico, y de algunos motivos redondos, como la poesía de William Carlos Wiliams y la metáfora de las dicotomías (blanco y negro, o la aparición de gemelos).
También hubo espacio en esta edición para el cine de horror, y vino con Olivier Assayas, que vuelve a su motivo esencial, las relaciones humanas a partir de la irrupción de lo tecnológico, pero que en Personal Shopper adquiere también visos de thriller psicológico o de drama íntimo, como tratando de romper cualquier encasillamiento de género. Luego vinieron películas que sorprendieron poco: Aquarius de Kleber Mendonca Filho, Julieta de Pedro Almodóvar, The Unknown Girl de los hermanos Dardenne o Graduation de Cristian Mungiu, sobre todo porque de alguna manera mantienen el sello de sus autores y no ofrecieron novedad: en todas hay un halo déjà vu. Sin embargo, el festival guardó para el final la esperada Elle de Paul Verhoeven, jugando así a las trampas, a lidiar con las expectativas y sentimientos de los críticos.
La casi ausencia latinoamericana
Quizás lo que habría que celebrar, o lamentar, es la contada presencia latinoamericana, dejando el miserabilismo o regodeo en la pobreza o criminalidad que se acostumbra valorar de la cinematografía de este continente, para cintas como Ma’Rosa del filipino Brillante Mendoza, o para Transfiguration, del debutante Michael O’Shea, presentada en Un Certain Regard, sección a todas luces variopinta, que agrupó este año cintas de superhéroes, de fanáticos religiosos, de una tortuga que se convierte en mujer o de ladrones de bancos. Tanto La última noche de Francisco Santis como Aquarius mostraron el nivel que mantiene determinado cine latinoamericano festivalero, que dentro de sus propuestas que buscan ser originales y agradar o impactar con sus temas a un público europeo a la caza de nuevas miradas del continente, lograron destacar al margen de los miserabilismos mencionados.
Lo notable fuera de competencia
Definitivamente, junto a Sieranevada o Toni Erdmann, los puntos más altos del festival estuvieron fuera de competencia, con la estupenda La mort de Louis XIV de Albert Serra, retrato de los últimos días del rey francés en clave de teatro de cámara; Le Cancre de Paul Vecchiali, quien protagoniza este film que funciona como una revisión de los amores en la vida de un hombre evocando al cine de Julien Duvivier; la inventiva Mimosas de Oliver Laxe; la película coreana de zombis Train to Busan de Yeon Sang-ho; o con Sweet Dreams de Marco Bellocchio, épica sobre la madre ausente, en todo su sentido icónico.
Mimosas, del gallego Oliver Laxe, es una suerte de viaje fantástico narrada con una linealidad que busca revertir la idea del tiempo circular o continuo para más bien ir del pasado al presente con suavidad, donde se muestra una ruta estable, donde unos taxistas se vuelven en vehículos de “teletransportación” en medio del desierto, llevando a voluntarios a misiones de cariz detectivesco en diferentes épocas de la historia. Y es así que terminamos junto a una caravana que se dispersará por llevar el cuerpo del Sheik a un lugar donde se le pueda brindar un entierro dentro de la tradición. Definitivamente, un punto aparte dentro de la selección de la Semana de la Crítica, donde con justicia se le dio la máxima distinción.
La tragedia del palmarés
Y Cannes cerró con un episodio trágico: la entrega de palmarés, donde el mundo al revés cobró vigencia. Se premió a la obra menos arriesgada, a la que apostó por una convencionalidad narrativa, indumentaria de telefilme, que tenía un gran mensaje para apaciguar la culpa “capitalista”. Dar el máximo galardón a I, Daniel Blake garantizó que Cannes tuviera su lado político, acorde a los tiempos en que se premia un film como Deephan (sobre la migración y la convivencia social), o se destaca la osadía actoral de la actriz filipina Jaclyn Jose, al interpretar en Ma’Rosa a una mujer cabeza de familia que vende drogas duras en un barrio pobre de una Manila de miseria for export, como si la sentimentalidad del Oscar se apoderara un poco de Cannes. Así, el palmarés afianzó lo que todos temíamos, que Cannes nunca iba a cambiar de rostro, y que a pesar de entregar películas memorables, el jurado, dando espalda a cualquier sentido de amor al cine, premió intereses, es decir, la apuesta por aquellos films que buscan motivar alguna respuesta social, de todas maneras ingenua, ante el contexto de crisis económica mundial. Se cerró así un nuevo episodio que le dio las espaldas al cine, con un tropezón del cual aún cuesta levantarnos.