Zoolander 2 (Ben Stiller, 2016)

Zoolander (2001), acaso la mejor peor película de la historia, nos entregó muchas cosas. Pero sin duda su principal aporte fue dar la primera alerta de como la cultura hipster, encarnada en el skater treinteañero y modelo vegano Hansel, podía expandirse en tan poco tiempo hasta ser considerada un insulto (no es casualidad que ese mismo año se estrenó Los excéntricos Tenenbaums, indiscutido referente “serio” del movimiento).

Pero, ¿cuál es precisamente el valor esencial de la cultura hispter? Como lo define Simon Reynolds, “desde el movimiento beatnik, en adelante, se considera hipster al bohemio que se mantiene marginado respecto de la American Way of Life, pero al día respecto de los fetiches culturales del momento”.

¿Acaso Zoolander se trataba de otra cosa? Basta recordar el desfile “derelicte”, esa parodia de un evento a lo Giuliano, donde la exclusiva pasarela de Mugatu homenajeaba al pordiosero, al vagabundo, a la basura esparcida en los callejones que conducen a los exclusivos galpones refaccionados (reconocibles tanto en el distrito Meatpacking de Nueva York como en Palermo Soho o nuestro Barrio Italia), detrás de cuyas fachadas la elite alternativa se convence de su contracultura trendy del start-up.

La gracia de Zoolander fue precisamente estereotipar algo que aún no era reconocible. Por eso, la forma de numerar esta secuela, como esos perfumes de alta gama, no habla tanto de su afinidad con el mundo fashion como con la conexión entre algo que debería oler de una forma reconocible pero mejor que se antecesor.

Lamentablemente, esta película juega casi todas sus fichas en el “reconocimiento”; de rostros, de tendencias, de hitos culturales, de usos tecnológicos, etc. Finalmente, en reconocer el presente, lo que no deja de ser paradójico.

El resultado es entonces necesariamente menor. No hay nada que vaya a salirse de la pantalla en esta entrega para mezclarse en las calles y expandirse como un virus desconocido. No hay nada viralizable. Aunque quizás la mirada de El Niño quedará inmortalizada en alguno que otro meme.

Tras un inicio que parece sacado de cualquier cut-scene de videojuego (gran parte de la película parece eso, lo que sería interesante si efectivamente fuera un diálogo entre dos lenguajes cada vez más cercanos), nos enteramos mediante didácticos noticiarios que tanto Derek como su ex adversario y colega supermodelo Hansel han ido de mal en peor desde que los vimos por última vez. Y el gran culpable de iniciar la desopilante cadena de sucesos desafortunados que los tiene en el fondo del abismo parece ser Derek, aunque obviamente Hansel aporta la cuota de inmadurez para atentar contra sus propios principios de amor libre y vida en comuna.

En resumen, Ben Stiller y Justin Theroux (quien además de co-guionista hace el papel del maléfico DJ, ahora convertido en el insulso director de un internado de menores) consideran que solo bastan cinco minutos de dispositivos informativos ingeniosos para que el espectador asimile los conflictos centrales de los protagonistas, y que desde ahí en adelante tanto ellos como nosotros seamos materia dispuesta para dejarse modelar por un guión que en el mejor de los casos parasita de las gruesas líneas conspirativas de El código Da Vinci.

Lo que no quiere decir que no haya risas. Honestamente, hay muchas más de las que hacen suponer los paupérrimos promedios de Metacritic o Rotten Tomatos. Hay comentarios notables sobre la marketera talla X plus, que supuestamente romperá con el canon de belleza femenina en las pasarelas; o sobre el fetichismo del diseño industrial ultra top, que culminaría con una bomba diseñada por Neil Poulton (el de los famosos discos Lacie, otro gustito hipster) a encargo de Al Qaeda; y otro largo etcétera que aparece por aquí y por allá.

El gran problema es que realmente algo no se cocinó correctamente en la sala de montaje, lugar donde el humor cinematográfico encuentra su principal aliado; el ritmo. Son demasiados y demasiado incómodos los chistes que no funcionan porque las miradas se alargan, hasta el punto de que casi puedes escuchar un “gracioso, ¿eh?”, o silencios que supuestamente deben existir entre dos chistes buenos para que las risas del primero no impidan escuchar el comienzo del siguiente. Desafortunadamente nunca hay dos chistes buenos seguidos, aunque la película está montada como si así fuera.

El climax de esta torpeza coincide con el clímax de la película, cuando el fugitivo Mugatu está a punto de llevar a cabo su venganza, pero antes repasa con ironía a los iconos de la moda que ha citado para presenciar el sacrificio, entre ellos Tommy Hilfiger, Alexander Wang, Marc Jacobs y Valentino Garavani. Realmente no puedo recordar nada de lo que les dice, seguramente porque no me reí en ningún momento. Tal vez no eran malos chistes, pero el montaje de la escena conspira contra su objetivo en uno de los peores usos del contraplano de los que tenga memoria; en un plano te piden “reconocer” al remitente del chiste (¿es efectivamente ese famoso?; ¿actúa bien para no ser actor?) y en el otro terminas riéndote (ni siquiera) del reconocimiento pero no del chiste.

Como sentenció alguna vez Susan Sontag, la diferencia entre estilo y estilización es la misma que hay entre voluntad y voluntarismo. Habría que añadir quizás que es la misma diferencia entre Zoolander 1 y 2.

Juan Eduardo Murillo

Nota: 10/6 (calificación según el sistema Derek)

Título original: Zoolander No2. Dirección: Ben Stiller. Guión: Ben Stiller, Justin Theroux, Nick Stoller, John Hamburg. Fotografía: Dan MIndel. Montaje: Greg Hayden. Reparto: Ben Stiller, Owen Wilson, Will Ferrell, Penélope Cruz, Kristen Wiig, Fred Armisen, Justin Theroux. País: Estados Unidos. Año: 2016. Duración: 102 minutos.