Nada que perder (1): Un western que anticipó la era Trump

"Tres veces en Irak, pero no hay dinero para nosotros"; este sencillo detalle, una frase escrita en un desvencijado muro, desde un primer instante nos habla en forma indirecta del contexto que irá construyendo el director escocés David Mackenzie. El viaje de dos hermanos, uno de ellos recién salido de la cárcel, que van de pueblo en pueblo por el Oeste de Texas robando bancos hasta reunir la suma necesaria para no perder la hipoteca de la casa familiar, será el punto de partida de la trama que se moverá con inteligencia haciendo guiños a los western clásicos, pero con una fuerte crítica social al Estados Unidos actual.

Uno de los hechos que más llama la atención de Nada que perder (Hell or High Water, titulo original del filme) es la presentación del ambiente social en el que los protagonistas se desenvuelven: un Oeste dejado de la mano de dios, un Estados Unidos a merced de la bancarrota, con pueblos olvidados a los que el mismo Donald Trump apeló con ignorancia y populismo en su discurso de campaña. Así, el Make America Great Again resuena a través del relato y es a partir de este eslogan que se derivan las motivaciones de los personajes: no hay espacio para el leit motiv clásico, ni hay glamour alguno en el acto de asaltar un banco. Se roba simplemente para poder sobrevivir, al punto de que se roba al mismísimo banco acreedor de la propiedad familiar, como si se tratara de algún acto de justicia contra el propio sistema estadounidense que en muchos casos ha propiciado la quiebra económica de grandes ciudades. Tanto a nivel de argumento y de subtexto la película describe un estado latente de las cosas, un sentimiento larvario gestado a lo largo de muchos años en el estadounidense racista de alguna ciudad perdida, pulsión que también queda expresada en los diálogos, los cuales denotan la tensión racial, representada en los policías que persiguen a estos ladrones, un típico Ranger de Texas -interpretado por Jeff Bridges- que se burla del origen indoamericano de su compañero, en el típico jugueteo de policías. Con inteligencia y cierto humor se deja entrever no solo la específica dinámica entre ambos, sino que se insinúa la visión generalizada, despectiva y desconfiada de muchos norteamericanos respecto a los inmigrantes.

La película es recorrida de principio a fin por una atmósfera de quieta melancolía; sus paisajes, sus carreteras, plasman de manera implícita esta nostalgia propia del lejano Oeste, logrando un relato auténtico que se funde con una música que acompaña el ánimo de los personajes. Fuera de los atracos y las persecuciones, las imágenes y la fotografía de la película tienen una carga emotiva importante. Así, no solo presenciamos el accionar de dos ladrones fugitivos, sino que por valiosos minutos logramos ver a dos hermanos que, entregados a la contemplación del atardecer, juegan como si fueran niños que observan por vez primera un horizonte que parece infinito. Imágenes no azarosas que marcan el ritmo y la pausa perfecta pretendida por Mackenzie, que logran ser cómplices de los personajes, pues así como esos paisajes están olvidados, los personajes también lo están, porque parece que no hay ayuda ni escapatoria posible, mucho menos un final feliz. La psicología de los personajes se vuelve imagen y establece así una de las fortalezas de la película, poder fusionar en lo visual, además del deambular por las carreteras, el estado anímico de un país, algo que me parece una de las virtudes de este trabajo: ser un termómetro de lo que iba a ser la elección de Donald Trump en noviembre del año pasado.

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Así como en los western clásicos los personajes luchaban con un entorno hostil, algún bandido de turno o indios salvajes, lo que hace con gran lucidez el guionista Taylor Sheridan (Sicario, Denis Villeneuve, 2015) es relativizar los esquemas éticos y las motivaciones de los personajes, porque el conflicto en esta ocasión nace de la lucha contra el propio sistema estadounidense, un entramado de reglas que descansan en la lógica capitalista. Los forajidos esta vez van en contra de un sistema que los lleva hasta el límite y prácticamente sin opciones. Conflicto que inevitablemente sitúa al espectador en el plano de la empatía moral, pues al mismo tiempo que estamos de parte de los ladrones nos resulta imposible no entrar en una cierta consonancia con el personaje de Bridges, genial una vez más como el policía a punto de jubilar que aguarda en un pórtico el próximo atraco de los asaltantes, o irrumpiendo en la madrugada provisto solo de una manta, a la espera del desenlace final que ponga el broche de oro a su carrera.

Mucho se ha hablado del western crepuscular en varias películas de los 90, un western cansado que se acerca a la muerte del mismo género. Cansancio que en lugar de sepultarlo lo ha revitalizado y cada cierto tiempo ofrece nuevas ópticas que de alguna forma terminan renovándolo. En Nada que perder, sin duda que el western es una idea que recorre la película, un esqueleto que da forma a la película, sobre el cual se proyectan otros temas que se relacionan con el tiempo actual que vivimos. El principio estructural del western se cuela por todas partes y sale a la luz de forma sutil, sugiriendo en última instancia la obsolescencia del cowboy americano, como bien lo sintetiza la escena en donde la dupla policial se encuentra en la carretera con unos hombres que, al tiempo de arriar ganado, comentan entre sí: “con razón mis hijos no se quieren dedicar a esto”. Sencillos detalles que le dan a la película una personalidad que escapa de lo común.

Otro punto importante son los personajes, por una parte tenemos a la pareja de hermanos, interpretados por Ben Foster y el que debe ser lejos el mejor papel de Chris Pine. Acá el amor fraternal está ligado a la fatalidad, anunciada por el hermano recién salido de la cárcel (Ben Foster), quien premonitoriamente se limita a decir “no conozco ninguna historia que haya terminado bien”, anticipo del sacrificio de este, como si la muestra máxima de amor fuera la propia muerte para asegurar siquiera algo de futuro a la familia. Nota aparte para un Jeff Bridges memorable, cansado y entrañable, en una performance que con justicia le ha valido una nominación al mejor actor de reparto en los próximos Oscar. Actuación sobria que representa en gran parte lo que es la película, la decadencia del Estados Unidos profundo.

Conclusiones aparte, podríamos aseverar que el cine muchas veces llega a ser un síntoma y expresión de quien sabe mirar con agudeza su entorno, para construir a través de él un relato coherente que proyecta lúcidas interpretaciones. Es el caso de Nada que perder, sin duda la mejor película entre las nominadas para el Oscar este año, pero que predeciblemente no ganará la estatuilla, encandilada la industria por la pirotécnica La La Land o por la superficial Hasta el último hombre. Lejos de estas dos propuestas, David Mackenzie construye un western moderno con un trasfondo y una intención en cada imagen que se proyecta, a diferencia de lo hecho por Mel Gibson, quien derrocha despliegue técnico y estético, pero sin ningún discurso macizo. Consignado el contraste, solo resta decretar a Nada que perder como una de esas realizaciones encaminadas a convertirse en un clásico, sentencia que el tiempo tendrá que confirmar.

Raúl Rojas Montalbán

Nota comentarista: 9/10

Título original: Hell or High Water. Dirección: David Mackenzie. Guion: Taylor Sheridan. Fotografía: Giles Nuttgens. Música. Nick Cave, Warren Ellis. Reparto: Jeff Bridges, Chris Pine, Ben Foster, Gil Birmingham, Katy Mixon, Dale Dickey, Kevin Rankin, Melanie Papalia, Lora Martinez-Cunningham, Amber Midthunder, Dylan Kenin. País: Estados Unidos. Año: 2016. Duración: 102 min.