Mitómana (José Luis Sepúlveda y Carolina Adriazola, 2011)

Partiendo de lo puramente subjetivo, recuerdo unas palabras del crítico inglés David Thomson acerca de películas peligrosas, diferentes, que generan un culto personal, no aquellas que posibilitan un goce adictivo tipo Rocky Horror picture Show, sino otras más ocultas, menos tangibles, que deberían ser concertadas por el boca a boca, jamás mediante cualquier tipo de publicidad. Creo que esta es la película chilena que más me ha gustado. La obra nacional que salvaría si un desastre apocalíptico arrasara el museo imaginario del cine, permitiéndome conservar mi memoria del país. También me gustaría añadir otra consideración: algún día espero que se relate una tendencia del cine relacionada con el género de la Picaresca. Tal vez ya se ha hecho, no lo sé. Pero en lo que se llama la modernidad del cine se encuentra un conjunto de trabajos que han hecho una relectura de ese tipo literario clásico, sus personajes barrocos, cómicos y patéticos y su sinnúmero de peripecias. Algo así como ver road movies o deambulares citadinos acompañado del Lazarillo, el Buscón, o el Guzmán de Alfarache. Encuentro que se avendría muy bien con cierto tipo de cine actual, muy abundante por lo demás, que presenta personajes avocados a la representación en un mundo que se funda en la sospecha de que la realidad no sea más que estratos de simulacros y al fondo no esté más que lo indecible, la materialidad pura, el peso del cuerpo, el grado cero de la significación, el sitio eriazo y, ahí, solo una lata enmohecida, como al final de una novela de José Donoso. Tal vez no se encuentre nada nuevo en Mitómana que otras películas de otras latitudes no hayan practicado, pero parece ser que no hay límite, por ahora, que imposibilite al cine seguir ahondando en la brecha ficción/realidad y la película de Sepúlveda y Adriazola me parece una propuesta bastante radical. Si ya en El Pejesapo se pasaba de lo ficcional su interacción con la realidad, acá se desarrolla su potencial de narrativa narcisista. De entrada la presencia de la cámara digital se hace evidente, en el movimiento que busca poner a los personajes en cuadro, en los continuos jump cut y en la visibilidad de gotas en el lente cuando llueve. Junto a eso están los momentos en que los actores hablan a cámara reflexionando acerca de sus personajes y cómo encarnarlos en la medida en que tienen que ser ellos mismos. La película parte poniendo el tema en cuestión por medio del payaso-mimo que adopta el nombre de otro. El nuevo Tilusa es acusado por la primera protagonista, Yeni, de ursurpar el nombre del original, el verdadero y de realizar nada más que chapucerías, lejos de honrar el compromiso de su predecesor. Después ella misma señala que quiere actuar “de verdad”, ser ella misma y no un personaje. Luego renuncia al no querer sacrificarse por un corte de pelo. Entonces aparece Paola Lattus como nueva interprete de Yeni. Se trata de un reemplazo del sujeto figurante tan significativo en el orden discursivo de la película como lo fue, a su manera propia, en trabajos de Hitchcock o Antonioni. Y eso no es todo: más adelante Paola será interpelada por la niña que mediante un clasismo inverso la acusa de cuica y, por lo tanto, mentirosa: nunca podrá acceder al estatuto de verdadero “personaje” popular que si encarna la niña. El determinismo de clase social se antepone al de representación. “Todos mienten” le replica Lattus. Al final la única condición aceptable como valedera no es sino la de asumir una mentira verdadera. De la misma manera Paola es descubierta en su impostura por el personal del policlínico donde intenta trabajar. Al no ser profesional de la salud pasa por intrusa, usurpadora, nuevamente reducida a mentirosa. Su intención de ayudar desata una ironía que ya estaba presente en Buñuel: la compasión y la caridad pretendidas por la actriz son contestadas con violencia explícita porque estas mismas son una forma de violencia pasiva al objetivar al otro como un necesitado, negando, bajo la apariencia de ayuda, la contradicción social que la sostiene, la diferencia de clases que permite al capitalismo perpetuarse. Finalmente la reflexividad alcanza un punto de condensación político, la marginalidad socava la pretensión del cine de rehabilitación social proponiendo en contra un revisionismo del cine chileno y la televisión. Toda la preparación de las dos actrices demuestra el fracaso de la actuación mediante El Método (Stanislavski) para dar pie a un sacrificio, pero no uno trascendente al estilo de las heroínas de Lars von Trier. El corte de pelo no será solamente el compromiso de la segunda actriz con su trabajo actoral. Será una toma de conciencia de una (im)posibilidad de ponerse en los zapatos del otro, como le dice el trompetista tuerto que se lo corta. El corte de pelo no sólo desnuda la vanidad intrínseca de los actores, también aparece como máscara que se debe asumir para la representación. El llanto de Paola Lattus no es heroico, como si viniese a interpretar a Juana de Arco, es patético en el sentido que debe haber una toma de conciencia que permita un cambio político en ella, vale decir, una consecuencia política si quiere comprometerse en el actuar político que le ofrece la película. Mitómana propone un desplazamiento, que cada vez más se hace patente, que se dirige hacia la periferia y el límite. Límite comunal, geográfico y topográfico de un recorrido que alcanza su clímax en la visita al retén de carabineros abandonado. Su violencia implícita, aquella del Estado de vigilancia, dibuja entonces un espacio precario, desposeído. Fuera del espacio del control o estado policial están los escombros, una ruina que no queremos ver y por lo tanto desplazada al confín. De esta forma contrasta con el espacio del barrio alto, hipervigilado, tecnológico y pletórico. La ciudad, Santiago, aparece como un conato (lucha) entre civilización y barbarie, ya que en la misma urbe supuestamente “progresista” se encuentran conatos (lugares) de pauperismo que han introyectado la violencia resultando en el desorden del basural. La imagen evidente es la brecha causada por la carretera en construcción que separa La Pintana y Puente Alto, línea vertical para el deplazamiento veloz hacia la capital no solo de las mercancías, también de quienes las poseen, dejando a la orilla del camino a los que tendran que conformarse con mirar pero no poseer. Considerando a Mitómana como rara avis dentro de las especies del cine chileno y su dificultad para encasillarla, obligando a la crítica a desplazarse del saber-poder a una interrogante que su objeto de estudio le devuelve, tal como un contraplano de mirada sin raccord, se puede postular que la película constituye una obra menor. No en el sentido de insignificante o que este abajo en una jerarquía que solo considera obras maestras. Sino que a la manera Deleuze-Guattari, entendida como un cine que utiliza una lengua mayor para inscribir desde dentro una peculiaridad.  Un “contrabando del bando en contra”. Esta minoría deviene en lucha política. Contestando al cine ilusionista, y pese a no tener un programa definido con claridad, esta película une lo individual con la política, ya que su urgencia no es el  arte embalsamado de las “películas de festival”, ni tampoco se afilia al panfleto fílmico, sino que articula aquello que no es dicho por el cine mayor al mismo tiempo que da vuelta sus artilugios, aunque  metaficcionales y políticamente conscientes, acaban imponiéndose como fascinantes. Por último me quedo con la imagen que muestra al muñeco de Michelle Bachelet que armaron los protestantes contra la construcción de la autopista antes señalada. La presidenta hecha espantapájaros, efigie remedada y ridícula, muñeco de las potencias del capitalismo defendido por la hiperdictadura (tomo prestado el neologísmo de Hector Hernández Montecinos) que, además de obras viales, termoeléctricas y explotación de recursos naturales que no sabemos a la larga a quienes realmente benefician, sustenta fondos concursables del estado como vía de un cine chileno pseudocrítico de tal modelo económico-democrático (véase el chiste del fondo cultural en  Piotr, una mala traducción, de Martín Seeger, 2011). La postura de Mitómana busca un afuera de tales prácticas  proponiendo un sesgo que no es superfluo, sino reivindicativo ¿Para quién? Tal vez para posicionar a sus autores y sus instancias, pero también para sugerirnos algo tan simple y significativo como que no podemos colocarnos en el lugar de otros, a la manera del paternalismo, proponiendo en cambio activar en el campo del cine chileno lo realmente político, entendido como posibilidad de intervenir en la realidad,  logrando así poner en crisis concepciones que sobre ella la ideología dominante ha naturalizado.