Leto: Todas las fiestas del ayer
Ahora que los astros musicales se convirtieron en superhéroes coloridos, vale retroceder un poco para detenernos en biopics melómanos de vocación realista que, bajo sus propios reglas y límites, también caen en la idealización de los retratados. No es que Casi famosos (Cameron Crowe, 2000) y Control (Anton Corbijn, 2007) sean películas demasiado parecidas, pero sí comparten una ingenuidad y una tendencia a la estilización en común. Esto se debe probablemente a que los directores manifiestan una empatía absoluta hacia sus retratados y, a la hora de hablar de música, emanan la misma admiración que encontraríamos en una feria de vinilos para coleccionistas.
Cuando los personajes de Leto se refieren a Lou Reed o a Marc Bolan sabemos que no habría espacio para ningún tipo de crítica ni atrevimiento. Desde la mirada del film la devoción es doble: el ruso Kirill Serebrennikov celebra a los ídolos que cautivaron a sus propios ídolos. Estos son Mike Naumenko (quien era apodado como el “Bob Dylan de Leningrado”) y Viktor Tsoi, líder de la banda Kinó que, al igual que Bolan, murió prematuramente en un accidente automovilístico. El fervor del realizador es por sus canciones, pero también por una perseverancia a contracorriente. Es que estamos en la Unión Soviética de comienzo de los 80 y en ese contexto, por supuesto, no es fácil consumir -ni menos producir- música rock.
Casi en forma de paréntesis: el desarrollo del rock en la Unión Soviética es un mundo por explorar. En los 60, The Beatles tuvo una fuerte influencia en músicos locales a pesar de que ingresaban como material de contrabando y en los 70 hubo incluso un rock psicodélico ruso que adoptó sonidos folclóricos (atentos al trabajo de Yuri Morozov). El régimen, por supuesto, estaba a la caza de contenidos “inapropiados”. En los 80, antes de la Perestroika, la situación se relajó un poco y surgieron muchas bandas new wave como Kinó (la tecnología soviética aplicada a los sintetizadores es otro maravilloso universo).
Leto se ambienta en esta época que resulta interesante por varios motivos. Por un lado, la represión y la censura no eran tan salvajes como en tiempos anteriores, lo que da como resultado un panorama ambiguo en que el rock puede pertenecer al sistema pero bajo el control de las autoridades. Por otra parte, las influencias que pesaban en la escena se desmarcan de propuestas utópicas. Si los personajes del filme hubiesen escuchado, por ejemplo, las canciones de paz, amor y revolución de, digamos, un John Lennon, su relación con el entorno habría sido distinta. Pero la juventud de Leto está más interesada en la autodestrucción que en cambiar el mundo. En una escena, Naumenko destaca el contenido sadomasoquista en las canciones de Velvet Underground; en otro, la sombría historia de amor y deterioro que esconde el álbum Berlin, de Lou Reed. Con ese desencanto a cuestas, el contexto opaco de la Unión Soviética funciona como una extensión de campo.
Serebrennikov dibuja una historia de amistad y rivalidad en este ambiente, entre shows fiscalizados por los agentes del orden y fiestas clandestinas. Tsoi es retratado como un tipo ambicioso y oportunista que quiere superar a su maestro y además desea a su mujer: Natalia (joven adorable y luminosa, interpretada por la carismática Irina Starshenbaum). Pero la pasividad y generosidad de Naumenko impregna la historia con la sabiduría de un viaje del héroe que trasciende juicios. Es el trayecto que Tsoi debe recorrer para transformarse en el mito que es. Para Serebrennikov, las vicisitudes pasionales y los celos creativos son estaciones obligadas de la senda artística. Además, forman parte de las dinámicas que fluyen al interior de una comunidad y lo que Leto celebra es justamente eso: la existencia de una comunidad de jóvenes melómanos al interior de un país de operadores políticos y habitantes grises.
Ya dijimos que la estilización (en este caso, un expresivo blanco y negro) y la glorificación de la música emparenta a Leto con cierta ingenuidad “crowiana” de vocación realista, pero Serebrennikov también parece haber aprendido de los dispositivos “brechtianos” de un Michael Winterbottom (24 Hour Party People, 2002). Así lo prueba uno de los personajes que, hablando directamente a la cámara, se encarga de aclarar qué situaciones realmente ocurrieron y cuáles son productos de la ficción. El gesto se aprecia aunque la dicotomía no requiere explicaciones: a lo largo del film se insertan momentos musicales que son intervenidos por trazos animados (en una estética algo hípster) y que contraponen la energía de las canciones a la opacidad autómata de la vida cotidiana soviética. En uno de estos instantes musicales, los pasajeros de un tranvía se animan al ritmo de “Psycho Killer”, de Talking Heads, y terminan cantándola con la dinámica de un musical. En otro, “Call Me”, de Blondie, le da sentido a una escena de despecho centrada en una llamada telefónica.
Estos segmentos no aportan realmente al relato, pero demuestran la actitud de un Serebrennikov completamente entregado al juego. Y es en esto último que Leto termina de distanciarse del clásico biopic. Las formas se anteponen a la narración (spoiler: la muerte se cuenta simplemente con una fecha sobre la imagen de los protagonistas) y lo que realmente importa son los momentos que esos personajes vivieron en las noches de Leningrado. Las borracheras, las canciones, los afectos, la energía en un mundo muerto. Como dice Fernando Savater: “la juventud es el suplemento vitamínico de la anémica rutina social”.
Nota comentarista: 8/10
Título original: Leto. Dirección: Kirill Serebrennikov. Guion: Lily Idov, Mikhail Idov, Kirill Serebrennikov. Fotografía: Vladislav Opelyants. Montaje: Yuriy Karikh. Música: Roman Bilyk. Reparto: Teo Yoo, Irina Starshenbaum, Roman Bilyk, Anton Adasinsky, Liya Akhedzhakova, Yuliya Aug, Filipp Avdeev, Aleksandr Bashirov, Nikita Efremov. País: Rusia. Año: 2018. Duración: 128 min.