Las inocentes: Múltiples facetas de la subyugación
Estrenada en Europa a comienzos del año 2016, finalmente ha llegado a Chile la producción francesa Las inocentes, dirigida por la también francesa Anne Fontaine, directora, entre otros, de los filmes Adore (2013) y Coco Before Chanel (2009). Basada en hechos verídicos ocurridos a fines de la Segunda Guerra Mundial, relata el drama que vive un grupo de monjas polacas quienes han comenzado a parir los hijos que les dejaron soldados del Ejército Rojo, a fuerza de las sistemáticas violaciones a que las sometieron. La Unión Soviética recién llegada y apenas instalada, se ha hecho del poder tras recuperar Polonia de manos de la Alemania nazi, con la aquiescencia de los aliados; un tiempo que ellas, como muchos, habían esperado antes que nada como una liberación y no como una nueva opresión.
El relato recurre a una perfecta extraña, Mathilde Beaulieu (Lou de Laâge), una joven doctora que, a poco de haber concluido la guerra, colabora en la repatriación de las tropas francesas que aún quedan en Polonia. Sus circunstancias la pondrán en el momento y lugar correctos, permitiéndole a un tiempo dar cuenta de ese asunto infame y catalizar complejos procesos personales en las trastocadas vidas de estas mujeres, incluyendo la propia. De esta forma, a través de Mathilde se testimonia un drama que no siendo directamente el suyo, demandará de ella un desafío que ni los miedos más crudos que había vivido hasta entonces le habrían permitido imaginar: embarazos indeseados, humillación, vergüenza, maternidad allí donde deliberadamente se la ha proscrito, sexo allí donde se ha optado por oprimir la esencia de lo femenino, donde, en fin, se ha renunciado a los mandos naturales en pro de un Dios que hoy parece olvidarlas y aun así parece dispuesto a juzgarlas.
No hay rodeos antes de entender lo que ocurre. Muy temprano veremos una joven monja abandonar el convento subrepticiamente, después de que, en medio de los cánticos que las reúnen a todas, se escucharan alaridos de dolor de una de las hermanas. Esta joven, al atreverse a buscar ayuda fuera de las paredes del convento, sabe que rompe las reglas que la severa jerarquía eclesiástica ha impuesto. Se dirige al hospital que los franceses han levantado para los mismos franceses. Allí Mathilde tiene clara su misión y entiende que no hay espacio para nadie que no sea un compatriota, por lo que cuando aquella desesperada monja polaca llega al hospital, Mathilde la despacha sin muchos miramientos. Sin embargo, la insistencia de la hermana y su plañidera oración en medio de la nieve, fuera del improvisado hospital, conmueven a Mathilde y la llevan finalmente a acceder: juntas se encaminan al convento.
Lo que sigue a partir de ese instante es un lento tránsito a través de pasillos grises y humedecidos, hábitos negros y vaporosos, rostros predominantemente pálidos, susurros, cantos religiosos y rezos expiatorios, todo eso bajo nubes blanquecinas cargadas de frío. Es el camino que ha tomado Mathilde sin saber que su ayuda a esa mujer será solo el comienzo. Y es que la historia que protagonizan estas mujeres no es sencilla de digerir, se construye en buena medida sobre la base del asombro que provoca la ignorancia (o derechamente la vista gorda), la vergüenza, la ignominia y el secretismo.
La intervención inicial de Mathilde, pensada por ella como un único caso aislado, se irá complejizando en la medida en que más alumbramientos se van sucediendo unos a otros. De esa forma, se verá inmersa, sin vuelta atrás, en una creciente y apremiante urgencia que requiere su presencia al punto que se vuelve indispensable, arriesgando sus labores en el hospital lo que le valdrá más de un llamado de atención de parte de sus superiores. Por otra parte, nunca es posible comprender completamente a este personaje: parece funcional a los hechos, pero al mismo tiempo es conmovida por ellos. Sus conflictos nunca son abiertos ni declarados y se conducen en el ámbito de lo que el lacónico guión deja a la imaginación, con una que otra frase suelta que la protagonista le entrega a Samuel, el doctor jefe del hospital y su único y enamorado amigo. La experiencia que ha elegido vivir al asumir el cuidado de estas jóvenes -y de otras no tanto- la enfrenta con un conjunto de personalidades distintas. Y esa es la otra vereda, el aspecto en el que el rol de Mathilde se siente más instrumental.
En efecto, ya dentro del convento iremos conociendo a las verdaderas protagonistas de esta historia, que si bien forman un único y cohesionado conjunto, se revelan como individuos a quienes estos hechos -en particular la circunstancia de ser madres y serlo de esta forma-, les afecta de maneras distintas, por lo que encontraremos personajes con un mayor desarrollo que otros. En ese grupo están las hermanas, las mujeres en general más jóvenes que son las que están pariendo niños, pero también están las mayores: la abadesa y la madre María. Estas últimas van adquiriendo preponderancia en el relato en la misma medida en que Mathilde parece hacerse a un lado en el protagonismo.
El personaje de la abadesa (Agata Kulesza), la autoridad máxima del recinto, concentra una de las aristas más filosas de este asunto. Ella es quien decide el destino de los recién nacidos, privilegiando resguardar el honor de sus monjas, pero sobre todo del convento, consagrado como verdadero bastión de pureza y virtud, procurando mantener ordenado su rebaño de jóvenes vestales para que no se aparten del camino. En ese afán, la abadesa quebrantará reglas superiores, por una parte rechazando la asistencia médica de Mathilde, y por otra, sostenida por la admiración y el temor reverencial que le profesan sus discípulas, traicionándolas respecto a dónde van a parar a los niños. Frente a ella está la hermana María (Agata Buzek), su segunda de abordo, siempre leal hasta que descubre la macabra forma que tiene la abadesa de proteger el convento. María es la otra verdadera protagonista del filme, mirado desde el interior del convento, y a partir de las breves conversaciones con Mathilde, con quien ha hecho amistad, devela un poco del misterio que hay tras esta decisión de algunas mujeres de encomendarse a la vida religiosa. Ella tenía vestidos, le gustaban los hombres, era vanidosa, y ahora está allí, de negro riguroso y una palidez transparente, volcada totalmente al servicio, sin perder las proporciones.
Son muchos los temas que aborda Las inocentes, como muchas las miradas que pueden darse. Desde luego maternidad forzada y las grietas morales que se abren cuando se oponen, por un lado, la inexplicable y fanática devoción religiosa a la vida de pequeños inocentes, por el otro. En esta historia son inocentes no solo esos niños sino también sus madres. Esas mujeres que descubren repentinamente que sí querían vivir la maternidad y amamantar a sus hijos o, como otras, que afirman su compromiso con Dios y se desentienden, no sin sacrificio ni duda, de sus hijos, e incluso habrá más de alguna que descubrirá sus ansias de completa libertad. La película no logra, sin embargo, adentrase sustancialmente en el manejo de esas grietas.
Al margen de un cierto exceso de silencios y primeros planos, desde el punto de vista cinematográfico, Las inocentes es una película visualmente bastante convencional con una buena fotografía, pero que no deja en la retina mucho más que un blanco y gris invernales, con un ritmo que se vuelve a ratos demasiado plano.
La marca de su huella está más bien dada por esos cuestionamientos morales detrás de estos embarazos y el sinfín de interrogantes que deja también el misterio que hay detrás de la renuncia que hacen estas mujeres a lo que luego las tomará brutalmente por sorpresa. El peso de las obligaciones que tienen como siervas de la Iglesia, bajo la opresión de la abadesa que a la vez es también subyugada por las presiones de esa institución que nada perdona y las condena a un miedo permanente: el insoslayable temor a Dios. Pero la circunstancia de ser religiosas lo que hace es añadir un elemento más al drama de cualquier mujer que se ve forzada a sobrellevar un embarazo producto de una violación. La disyuntiva de llevar o dar término a ese embarazo no es, sin embargo, una opción que estas mujeres hubieran podido siquiera plantearse y soportan nueve meses en silencio, con la ingenua ilusión de que esos hijos serán criados después por otros. Mathilde en todo esto las acompaña y sin juzgarlas las compadece.
Las inocentes cuenta una historia que debía contarse y pone sobre la mesa, en un contexto inusual, temas que han estado y seguirán estando vigentes por mucho tiempo. Vale la pena verla, en el entendido que el mérito o el aporte está más en lo contado que en la forma de contarlo.
Nota comentarista: 6/10
Título original: Les Innocentes. Dirección: Anne Fontaine. Guión: Sabrina B. Karine, Alice Vial, Anne Fontaine, Pascal Bonitzer, Philippe Maynial. Fotografía: Caroline Champetier. Reparto: Lou de Laâge, Agata Kulesza, Joanna Kulig, Agata Buzek, Anna Próchniak, Vincent Macaigne, Katarzyna Dabrowska, Pascal Elso, Eliza Rycembel, Helena Sujecka. País: Francia. Año: 2016. Duración: 100 min.