Las Analfabetas (Moisés Sepúlveda, 2013)
Así como la fotografía a la pintura, el cine le debe la vida al teatro. El arte, a la expresión, a la comunicación. Pero eso no significa que el cine no tenga sus propios códigos y su propia vida. ¿Por qué hacer una película y no una obra de teatro, o una canción, o un graffiti? ¿Cuál es el valor de cada arte en la difícil misión de comunicar? Creo que son preguntas que cada artista debe hacerse antes de agarrar su cámara, su guitarra o su lata de pintura en spray. Las mismas preguntas deben hacerse dos veces al momento de adaptar una obra de un arte a otro.
¿Por qué debemos ver Las analfabetas, originalmente una obra de teatro exitosa, adaptada al cine? Convengamos en algunas cosas: por temática, la obra de Pablo Paredes (dramaturgo de la obra en teatro y co-guionista de la película en cuestión) es relevante en tanto pone nuestra atención sobre el analfabetismo, un problema que en Chile alcanza al 50% de la población en términos prácticos (es decir, a pesar de saber leer, no comprendemos qué estamos leyendo), lo que agrava la incapacidad que tenemos para poder comunicarnos con otros, entender lo que nos pasa como individuos y como sociedad, y prever hacia dónde vamos (o nos están llevando) aquellos que llevan la batuta; una película se vuelve mucho más fácil de distribuir y, por ende, mucho más masiva que una obra de teatro, por motivos técnicos evidentes – esto, creyéndonos el cuento de que la gente efectivamente va a ver películas chilenas al cine -; y, finalmente, el cine otorga herramientas narrativas que el teatro no posee y que permiten, cuando son bien utilizadas, una mejor lectura del punto de vista del autor.
En definitiva, la adaptación de una obra de teatro al cine debería hacerse para potenciar el mensaje esencial y relevante que contiene la obra matriz. Entonces, vuelvo a la pregunta de por qué debemos ver Las analfabetas en su versión cinematográfica. Vuelvo a esa pregunta antes de entrar a la sala, mientras veo la película y después y cuando vuelvo al pasillo del cine.
Es imposible separar esta película de la obra de teatro original, por que el lenguaje propuesto por su director, Moisés Sepúlveda, lo hace imposible. La locación parece útil sólo para ubicar las acciones en un espacio, pero falla a la hora de narrar contexto. Los diálogos parecen no haber sido adaptados propiamente a un lenguaje cinematográfico donde el actor puede ahorrarse muchas palabras e igualmente darnos acceso al mundo interior del personaje a través de su expresión. Pareciera que, en el ejercicio de filmar esta historia, no se tuvo conciencia de la cámara, su potencial expresivo y la distancia entre ésta y el objeto filmado. Las actuaciones entran y salen constantemente del código propio del cine y se ven exageradas demasiadas veces. Tantas veces, que se logra lo improbable: cansarse de ver a Paulina García.
El único momento de verdadera genialidad del film es atribuible a una capacidad propia del cine de capturar algo genuino, naturalista. García, la actriz, está en un paradero de micros. Actúa que lee con dificultad el letrero del paradero y comparte lo que lee con una persona que, por casualidad, está parada cerca de ella y no sabe que está siendo filmada. La actriz lee con dificultad, como un niño de 4 años, y está orgullosa de su logro. El desconocido, incómodo, evita el contacto visual y se aleja, mientras García sonríe. La cámara está lejos y esto lo equilibra todo: la potencia de la imagen, del contexto, de la acción del personaje, del realismo de la calle. Pero cuando volvemos a entrar en la casa (la principal locación del film) y la cámara cruza de nuevo los límites debidos, todos los volúmenes se revientan y los diálogos vuelven a ser redundantes; los personajes, exagerados; los espacios, plásticos.
Las analfabetas podría ser sólo una película festivalera suficiente, pero se acusa a sí misma de ser una deficiente adaptación de una obra de teatro al no poder despegarse de un lenguaje que no le pertenece ni le conviene.
Pato R. Gajardo