El primero de la familia (1): Ficción con aroma a alcantarilla
El primero de la familia es el primer largometraje del Carlos Leiva. Se trata de una película que busca escenificar conflictos sociales latentes en la sociedad chilena: precariedad laboral, embarazo adolescente, hacinamiento, el mal estado de la salud pública, el incesto. De algún modo, en una primera lectura, la única luz de salida que ven los protagonistas es la educación. A partir de ahí, El primero de la familia narra los últimos días de Tomás, el hijo mayor de la familia, antes de viajar a Londres para realizar estudios. La pobreza que rodea al núcleo familiar pesa en cada unos de los personajes. Tal peso merma las posibilidades de toda utopía familiar, ya que esta, la utopía, es aparente, con movimientos de sobrevivencia y escape, donde solo hay una opción de que al menos uno de ellos se salve de esa precariedad y eluda la realidad que viven como colectivo.
La construcción de un relato social no implica el levantamiento de una mera concatenación de peripecias sociales negativas. Una ficción como esa requiere, en sí, entramar un relato complejo que no se sustente en la simple crudeza de la escena ni en la acumulación morbosa. Escribía, y pedía, Juan José Saer en El concepto de ficción que “nadie se confunda”, que “no se escriben ficciones para eludir (…) los rigores que exige el tratamiento de la ‘verdad’, sino justamente para poner en evidencia el carácter complejo de la situación”. Desde ahí, Carlos Leiva asume y acierta al urdir esa complejidad, con un espesor del entramado que da un salto -continuando con Saer- “hacia lo inverificable”, multiplicando así, desde la ficción misma, “al infinito las posibilidades de tratamiento”. Tratamiento, en este caso, realista.
“Algo huele mal bajo el agua”, dice la bajada del título de la película. Una metáfora explícita, claro está, pero necesaria. Precisa y directa, aunque apela, a ratos, a cierto determinismo social un tanto repetido, “hay gente mejor que uno y gente peor, y así no más es”. Sin embargo, son otros los aciertos, como el hacinamiento, en tanto espacialidad que agobia a los personajes. Me recuerda, en clave de relato social, a los conventillos y espacios de la precariedad urbana marginal de Manuel Rojas, Nicomedes Guzmán y algunos cuentos de Luis Cornejo.
Este encierro huele mal y no siempre emerge en el cine. Erige un espacio donde lo escatológico va de la mano de un tránsito hacia la abyección social. La puesta en escena, sin duda, es un acierto, al presentar fugaces planos abiertos en la ciudad, los cuales dan paso a un encierro asfixiante, que satura en su compresión y no en su énfasis. De hecho, resulta necesario ver a los personajes amontonados en las habitaciones, en el comedor, en el baño. Resulta necesario el mal olor, la humedad latente, la oscuridad de las habitaciones, para así complejizar la escena. Resulta necesario ese entorno adornado por una fiel religiosidad popular, vista en los altares que ocupan espacios importantes de la casa.
Cuando el cine chileno se enfrenta a “crudas realidades” o “realidades sociales marginales”, pueden salir buenos resultados: El chacal de Nahueltoro, Valparaíso, mi amor, Caluga o menta y El pejesapo, por nombrar algunas. Pero también, y es el riesgo, pueden aparecer trabajos como Azul y blanco o Mala leche. En una proyección latinoamericana, en El primero de la familia resuenan, a ratos, ecos del drama adolescente Perfume de violetas (2000), de Maryse Sistach. Es evidente el rango etario de los personajes, la realidad que los agobia -incluso ahí, Jorge Ruffinelli la emparenta con Principio y fin (1993) de Arturo Ripstein, pues “ilustra el inevitable proceso de descomposición familiar, y lo desarrolla en una atmósfera progresivamente asfixiante”- y el aroma a violetas, ese intento sinestésico que tanto Sistach como Leiva intentan plasmar al vincular olores y visualidad.
Pareciera que, de algún modo, la película asumiera cierto grado de tesis sociológica en su propuesta, en tanto, en su título, subraya el valor de la movilidad social, de acuerdo al grado de estudios y de profesionalización de los integrantes del grupo familiar. De ahí que la expresión, “el primero de la familia”, forma parte del imaginario, como primer paso para abandonar los escalafones bajos de la sociedad. En la película de Leiva, es Tomás el elegido. Sin embargo, el grupo familiar, erigido desde la ruina y la descomposición, derrumba la tesis inicial. La familia está articulada de manera frágil. En una escena se resisten a tomarse una fotografía en plena fiesta de celebración. Se resisten a unirse. Cada integrante enfrenta el peso de la precariedad material y afectiva. La dificultad con que su mueve la madre producto de sus dolores de espalda producidos por una negligencia médica pública. La torpeza del padre al momento de tener que solucionar los problemas cotidianos y económicos del hogar. El lugar secundario de Cata, la hija floja y embarazada, frente a Tomás que está cerca de irse de Chile. Y la respiración de Tomás, que se repite en varios momentos, se hace notar, que deja entrever algo, tal vez el deseo sexual o la exacerbación de la fetidez del hogar, tal vez esa compleja realidad con aroma a alcantarilla que deja la película como estela.
Luis Valenzuela Prado
Nota comentarista: 8/10
Título: El primero de la familia. Dirección: Carlos Leiva. Guión: Carlos Leiva. Fotografía: Felipe Bello. Montaje: Macarena Yurjevic. Sonido: Carlo Sánchez. Música: Cristóbal Briceño. Reparto: Camilo Carmona, Catalina Dinamarca, Paula Zúñiga, Claudio Riveros, Sylvia Hernández, Daniel Antivilo. País: Chile. Año: 2016. Duración: 82 min.