Cirqo (1): El agotamiento de las formas
Hace algunos años, en la universidad, tuve la oportunidad de escuchar el crudo relato de un profesor que vivió los tiempos de Dictadura. Ocurrió que, para ese entonces, un día agentes de la CNI lo tomaron detenido al salir de su casa. En ese momento pensó que tal vez los últimos instantes de su vida serían los que acababa de compartir con su padre, la última persona que le vio justo antes de la detención. A raíz de esto, el profesor planteaba la idea de que ciertos acontecimientos y relatos con el tiempo pierden su fuerza y se desgastan, por lo que había que buscar nuevas formas, con lo amplio que pueda sonar eso, para que la memoria y su relato no cayeran en el desdén y la indiferencia que provoca la continua repetición de lo mismo. En este sentido, es interesante pensar el estreno de Cirqo de Orlando Lübbert y su tratamiento de la Dictadura teniendo en cuenta años de problemas en su producción, y a más de 15 desde Taxi para tres (2001), lo que conjuga con el caso de otro director y compañero de generación de Lübbert, Gonzalo Justiniano, que con Cabros de mierda ha vuelto a trabajar un tema recurrente del cine chileno.
Cirqo nos sitúa en el momento en que dos detenidos por agentes de la Dictadura están a punto de ser ejecutados, pero logran escapar para terminar escondidos y protegidos al interior de un circo pobre, de esos que vagan por gran parte del país. A partir de ahí los protagonistas estarán entre la espada y la pared; ambivalentes ante la idea de volver a buscar a sus familias, con el riesgo que esto significa, o si mejor es continuar escondidos debido a la inminente búsqueda que hacen sus frustrados ejecutores. Con tal antecedente, la película se puede abordar y dividir en dos partes, e incluso verlas como dos estados anímicos de lo que fue la Dictadura.
En una primera parte, los prófugos, un profesor y un escritor, tratan de insertarse en la comunidad del circo haciendo de payasos, algo así como si entendieran lo que están viviendo como un suceso pasajero y que, en cuestión de tiempo, todo volverá a la normalidad. Lamentablemente, esto no sucederá, por lo que la estancia se volverá cada vez más angustiosa con el paso del tiempo. La segunda parte, en cambio, puede ser la más frontal e interesante de la película, ya que le cuesta la vida a uno de los personajes, y es donde se conecta con una realidad más palpable dado su contexto de opresión y angustia. A lo que se suma el hecho de que, por la persecución y el acoso del personal de la CNI, la esposa de un prófugo termina siendo pareja de uno de los jefes de la agencia.
En esta segunda parte de la película se profundiza en la relación entre otros dos personajes, los que logran darle una continuidad e ilación a la historia y, más aun, credibilidad frente al dolor, gracias a la gran actuación de sus intérpretes: Roberto Farías (Sandokan en El club), uno de los prófugos, y Alejandro Trejo (uno de los ladrones en Taxi para tres), como el dueño del circo. Desde aquí la trama toma otro cariz, desviándose del mundo de circo y dejándolo como telón de fondo, planteando un interesante giro cuando, al pasar los años, junto con las penurias del circo, uno de los miembros del show, ese que lanza cuchillos, comienza a matar a cada uno de los que fueron parte del pelotón de fusilamiento. Con ello surge al interior de la película la idea de justicia hacia quienes fueron asesinados y perseguidos -esa que hasta el día de hoy resuena como algo incompleto-, ya que la misma narración parece querer hacerse cargo de aquella palabra. Al invertir los papeles de la realidad, el perseguido, finalmente, cobra venganza frente al persecutor, personaje que cobra vida en la verosímil caracterización de Pablo Krögh como jefe del escuadrón.
No obstante esas fortalezas, uno de los puntos débiles de la película es la extensa temporalidad que enmarca el relato. Su intento por abarcar varios años de persecución y encubrimiento clandestino hace que gran parte de la primera parte pase a ser algo anecdótico, debido a un continuo juego con el mundo del circo que, si bien contextualiza a los personajes, termina siendo redundante. A pesar de utilizar el humor cuando los personajes se convierten en payasos, la realidad se quiebra primero cuando ejecutan a uno de los miembros del circo, y luego, cuando inferimos que uno de los protagonistas también fue asesinado, representando la figura de un detenido desaparecido. Es por esto que la primera parte perfectamente puede interpretarse como el carácter con que muchas personas afrontaron la Dictadura: refugiarse en el humor ante el dolor de la persecución, esconderse de la tortura y muerte, e intentar sobrevivir disfrazado de algo, como si la ficción tuviera necesariamente que ser adornada y no pudiera zafarse de metáforas.
Muchas películas que toman aspectos relacionados con la Dictadura terminan rodeando el tema, optando por personajes externos que se ven inmersos en ese contexto. Cuesta encontrar una película, sobre todo en ficción, donde se pueda encontrar un personaje que vaya de frente a los hechos, por lo que vale la pena preguntarse el porqué. En Cirqo el personaje principal sale en búsqueda de justicia, punto primordial la película, y termina en el terreno de un sueño, en algo que nunca tuvo la más mínima oportunidad de concretarse. En este sentido echa por tierra gran parte de su construcción argumental, llegando a un final decepcionante. Pareciendo no tomar en cuenta el rumbo que intentó trazar desde un principio, a lo que finalmente asistimos es a aquel pensamiento que propone la primera parte del filme, ese que transforma al humor en una vía de escape antes de la muerte.
La construcción narrativa y la puesta en escena no plantean un estado anímico a raíz de la persecución, en cambio, se enlazan al mundo circense, más allá de los personajes que lo conforman. El circo sirve como manifestación de una constante melancolía y de la pobreza de esos años, ya que funciona como escenario para esconderse detrás de la risa y de la aparente normalidad en una época marcada a fuego. Una idea de circo abordada por Fellini y Bergman, pero que Lübbert utiliza para describir algo así como un estado mental del país en esa época, ese país que Pinochet no consiguió tocar, esa parte de Chile que logró quedar intacta y que pudo sobrevivir a 17 años de Dictadura.
Pero hoy ya no bastaría con reflejar una época con “verosimilitud ”. Cirqo parece estar atrapada en una forma de ver el cine que no se condice con los días presentes, particularmente cuando cada vez más surgen discursos que plantean dejar atrás el pasado. Se pierde el sentido del fin político del cine si los cineastas caen en la continua repetición del relato, al correr el riesgo de que todo lo que se ha reconocido sobre las atrocidades cometidas en la Dictadura caigan en la banalidad y no logren conectar con lo que somos hoy en día. Así entendido, es el tema principal, tanto como su contexto epocal, lo que termina avalando este tipo de acercamiento cinematográfico, y de ahí la obligación de cierto sector -ya sea intelectual u de izquierda- por darle valor a un discurso gastado, solo por el hecho de ser parte de la memoria, sin hacer espacio a la crítica y la reflexión respecto a una manera de contar lo sucedido.
Nota comentarista: 5/10
Título original: Cirqo. Dirección: Orlando Lübbert. Guión: Orlando Lübbert. Producción: Alex Bowen, Orlando Lübbert. Producción General: Paula Coddou. Fotografía: Miguel Bunster. Dirección de arte: Pamela Chamorro. Montaje: Diego Macho. Música: Eduardo Zvetelman, Ignacio Pérez Marín. Sonido: David Cuerpo, Boris Herrera. Reparto: Roberto Farías, Iván Alvarez de Araya, Alejandro Trejo, Pablo Krögh, Daniel Antivilo, Blanca Lewin, Luna Martínez, Silvia Novak, Cristián Zuniga, Eugenio Morales, Claudia Sanchez. Edgardo Pérez. País: Chile. Año: 2013. Duración: 100 min.