Aquí no ha pasado nada (1): Todo lo sólido se desvanece en el aire

Curioso cómo en el cine chileno del último tiempo la crónica noticiosa ha saltado a la ficción de pantalla grande, películas sobre el cura Karadima, el silencio de la iglesia católica, los asaltos del sicópata conocido como El Tila y, ahora, el atropello con causa de muerte por parte del hijo del político Carlos Larraín, Martín, se presentan como trabajos que van más allá de los polémicos casos que ponen en escena para, con mayor o menor fortuna, indagar sobre espectros sociales de profunda inquietud.

Con Matar a un hombre (2014) el director Alejandro Fernández Almendras (AFA) había intentado un relato acerca de la ineficacia de la justicia y del costo de llevarla a cabo por medios fuera de la ley. Se trataba de un cuento infectado de amoralidad que se entrampaba un poco en su distanciamiento. Para Aquí no ha pasado nada el director cambia la mirada y la clase social manteniendo el trámite judicial como base de un relato que apunta a la manipulación legal, la interpretación de la verdad y la inconsciencia como repliegue de la culpa.

La cámara sigue de cerca a Vicente, veinteañero que pasa unos días en el balneario de Zapallar y alrededores. Por medio de él AFA nos introduce en el mundillo “zorrón”, el que parece consistir en un eterno ir y venir de carretes y resacas. Un estado de convivencia viciosa, ajustada en estar “duro” a causa de las drogas, euforia de borrachera y abierta disposición sexual parece ser la única forma de asumir la juventud dentro de aquella “burbuja” acomodada. Inconsciencia y goce resultan ser las motivaciones de un grupo de pares inmaduros, bastante próximos a la “endogamia aristocrática”. ¿Y si sucede algo que rompa la burbuja? Pues no mucho, parece ser la respuesta de la película.

La noche parece ser el espacio de falsa libertad donde los jóvenes prisioneros de la protección de su casta dan rienda suelta a su afición por apetitos básicos carente de atributos, ausente de los adultos. La película deambula con ellos por largo tiempo sin que nada digno de interés suceda, cuando ya el descontento y la desafección por los personajes se ha instalado sucede el accidente y el filme inicia su lento avance hacia la luminosidad del día. Vicente no se ha dado cuenta de qué sucedió hasta tiempo después. Despierta de la borrachera para darse cuenta de que es el inculpado de un crimen que no cometió. Pero su mundo no es uno regido por Hitchcock, menos por Chabrol y, por cierto, en nada emparentado con Kafka.

Entonces aparece la madre y “el tío”, el abogado que tratará de inculcar en Vicente algo de sentido común. Pero el joven seguirá con su rutina de copete, droga y sexo mientras la incipiente preocupación por su imputación intenta salir a flote. “La verdad no es la verdad, es lo que se puede probar” le dice el abogado sin que él entienda a qué se refiere la figura paternal. En otro momento el abogado del verdadero culpable hace una velada extorsión a Vicente. Le hace ver que hay poderes más fuertes que la pretendida verdad o la justicia. Un nivel superior que es el real sostenedor de sus beneficios de clase, propio de aquellos que son los únicos que “son más iguales que otros”, incluido él y su familia.

Sin que importe lo que suceda los privilegiados son los intocables, los que disponen qué y qué no, mientras que del resto los cercanos pueden jugar según sus reglas y salvarse, en tanto que los que están lejos no son dignos siquiera de tener representación. A lo más la aparente defensa dispuesta por el Estado o como servidumbre que hace precisamente lo suyo, servir para que las cosas aparezcan mágicamente dispuestas para ser consumidas y agotadas, y también para ser apagadas como las brasas de una parrilla.

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En ese sentido la película se aboca a retratar con rigor la pesimista perspectiva del orden social. Cuesta resumirlo porque en general, como en toda buena película que se funda más menos en un clasicismo de puesta en escena, todo está y funciona en la imagen sin explicitarse o redundar. Vemos lo que Vicente puede ver, la decisión sesgada de seguirlo a él, no incluir posturas contrapuestas (la víctima, los poderosos, la decisión que lo llevará a ser imputado) a su conocimiento nos coloca en su posición, aunque sin simpatía. A fin de cuentas, su historia es una de estupidez. La gracia es que AFA maneja la realización sin jamás haber pensado en la tragedia (haría falta un personaje consciente del destino que lo manipula), ni en la comedia (pese a ciertos momentos jocosos predomina el estupor). La conclusión es que todo lo solido se desvanece en el aire y aquí no pasó nada, no hay instancia de recapacitar y ver más allá del espejo narcisista.

La película ocupa como estrategia notoria la banda sonora para provocar contrapuntos a la imagen que sirven para enrarecerla. A veces es música de intriga, otras es una guitarra estruendosa como si fuera un filme de terror. Mención especial merece la inclusión de canciones de Anita Tijoux, puestas como sonoridad diegética. En la primera ocasión los jóvenes rumbo al accidente colocan la radio y hacen una broma con la pronunciación de su nombre. La segunda vez opera como posible catalizador de la mente de Vicente mientras toma el volante y parte luego de ser aleccionado por el abogado. La voz de Tijoux dice: “liberarse de todo el pudor, liberarse de las riendas…”, pero -en mi interpretación de esa imagen- Vicente hace oídos sordos, no comprende la letra de la canción, mientras que es el espectador el que atiende a su sentido. Cualquier posibilidad de liberación para el personaje se retrae a la comodidad de acatar a lo conocido, el confort de ser un joven de “buena familia” sin atributos.

El juicio público que se hace notar en tweets que se inscriben en la imagen, momento efectista que resulta extraño, puede ser entendido como palabras escritas para redes sociales, evanescentes e inocuas. Escritura distinta a la letra impresa perdurable del código penal, aunque, a fin de cuentas, no hay código que se salve de la manipulación de quien lo puede escribir y saltarse aquello mismo que imprime para que acaten los demás. Con José Donoso sabemos que el poder se ejerce desde posiciones y miradas, los que vemos otorgamos poder al que se alimenta de saberse visto. Y casi siempre es alguien que se encuentra sobre nosotros, oculto y protegido por ropajes y máscaras de poder que se asoma de vez en cuando para obnubilarnos y confundirnos. Con Aquí no ha pasado nada vislumbramos un lugar poco visto en el cine -algo más en literatura (por ejemplo, Fuguet)-, el espanto de pensar que esos jóvenes idiotas crecerán y serán los que tomen el gobierno y las decisiones que rijan nuestro país.

Álvaro García Mateluna

Nota comentarista: 8/10

Título: Aquí no ha pasado nada. Dirección: Alejandro Fernández Almendras. Guión: Alejandro Fernández Almendras, Jerónimo Rodríguez. Fotografía: Inti Briones. Montaje: Soledad Salfate, Alejandro Fernández Almendras. Música: Domingo García-Huidobro. Elenco: Agustín Silva, Alejandro Goic, Luis Gnecco, Paulina García, Daniel Alcaíno, Augusto Schuster, Pilar Ronderos, Geraldine Neary, Isabella Costa, Samuel Landea. País: Chile. Año: 2016. Duración: 94 min.