Y de pronto el amanecer: La obsesión por el gran relato
Cuando Silvio Caiozzi se propuso filmar su nueva película viajó a Chiloé en busca de locaciones para una historia que se ambientara algunas décadas en el pasado. Al no encontrar lo que buscaba tomó una decisión sacada de otro tiempo: armar el pueblo que necesitaba. Aprovechando un terreno de su propiedad y desplegando maquinaria pesada movilizó junto a su equipo, a la vieja usanza de las mingas chilotas, un grupo de casas antiguas y las dispuso de tal forma que le permitieron construir un gran set. Así surge Y de pronto el amanecer, séptimo largometraje de ficción de Caiozzi, uno de los realizadores más significativos de la cinematografía chilena. Esta premisa, que sin duda podría considerarse un valor y resulta bastante mediática, habla de entrada de un filme que se encuentra en una escala del todo inusual para el presente del cine nacional. Con sus 195 minutos de extensión habla también de una ambición que, si bien tiene momentos muy logrados, refleja pretensiones que a la luz del resultado aparecen como desmedidas.
Pancho (Julio Jung) es un escritor al borde del retiro, quien siente que no ha escrito nada realmente significativo durante toda su carrera. Vuelve a su pueblo natal en extremo austral de Chile en busca de inspiración para escribir las crónicas de su vida, a la vez que intenta comprender las zonas grises de su pasado, el que lo obligó a huir y lo mantuvo 40 años alejado del sur. Al llegar se reencuentra con viejos amigos, Miguel (Sergio Hernández) y Luciano (Arnaldo Berríos), con quienes despiertan las nostalgias, los recuerdos y, por cierto, las heridas. El relato transcurre así en tres tiempos: la infancia de Pancho y sus amigos, cargada de fantasías en una tierra con alcances míticos; la temprana adultez, entrecruzada por el desamor y la violencia militar; y el presente de vejez, con la urgencia de resolver asuntos inconclusos.
Como anticipábamos, la película tiene una aspiración total, lo que se refleja en la intención de cubrir la vida misma del protagonista en una masiva extensión. Esto da lugar a una serie de tramas y subtramas, divididas en los tres tiempos del montaje, las que van desde el nacimiento de Pancho hasta los intentos por conquistar al amor de su vida, pasando por duendes charlatanes, la vida de Luciano como artista en un burdel, el Golpe de Estado, la relación con su padre, su tío y harto más. Al tratarse de los recuerdos dispersos de un escritor un tanto perdido en sus búsquedas creativas, tiene sentido que el relato vaya de aquí para allá de una manera un tanto vaga y confusa. Pero cuando el carácter disperso de la narración no logra focalizar, el punto de vista se vuelve difuso y la significancia de demasiadas escenas se hace cuestionable. Y es que simplemente el metraje abarca demasiado, como aludiendo a que absolutamente todo es relevante, careciendo de la capacidad de matizar.
Guionista, director y montajista, Caiozzi busca armar un tratado sobre la memoria, la amistad, el amor, la violencia y el arrepentimiento. Demasiado, sin duda. Esto no tiene que ver exclusivamente con la duración del filme, no podríamos decir que sus 3 horas y 15 minutos sean de suyo perjudiciales para la propuesta, ejemplos hay por montones de películas que duran eso y más sin perder intensidad. Pero el asunto aquí es que la magnitud no alcanza a justificarse, en escenas que se extienden mucho más de lo necesario, sin en ello buscar algún recurso narrativo o visual en particular. Podríamos argumentar una propuesta en la explotación máxima de cada plano en su duración, pero si esto no está acompañado de una idea en particular el resultado parece no superar el capricho.
En este marco no podemos dejar de destacar las elevadas actuaciones de los protagonistas. El trío central, Jung, Hernández y Berríos hacen gala de sus trayectorias entregando interpretaciones consistentes, lo que vuelve a sus personajes entrañables. Pero muchas de sus escenas funcionan solo como transiciones para los recuerdos, donde los niveles de actuación decaen notablemente. Los jóvenes Pancho y Miguel (Mauricio Riveros y Diego Pizarro respectivamente) están lejos de sus versiones más veteranas, entre otros ejemplos aún menos convincentes. En términos visuales, los paisajes que albergan la acción destacan gracias a su fotogenia intrínseca y la cámara explota sus bondades lo más posible. No obstante, los recursos cinematográficos no son muy prolíficos, especialmente en los recuerdos, donde en vez de promover alguna estética en particular, se privilegió el uso de filtros un tanto obvios para representar la memoria y el pasado.
La película busca ser muy poética, tanto en determinadas imágenes como con los textos de Pancho para sus crónicas, narración en off que acompaña la progresión dramática. Estos registros tienen rendimientos dispares, logrando muchas veces cautivar con el valor de las palabras, particularmente en el presente de la historia. Sin embargo, y volvemos a lo mismo, al irse hacia el pasado, en particular con el segundo tiempo, el guión decae de manera evidente, ya en versos mucho menos logrados, como en situaciones que cuesta justificar. Con aparente talento con las palabras, pero perdido al fin del mundo, resultaba interesante que el primer ejercicio creativo de Pancho fuese escribir epitafios para los muertos del pueblo. Pero este elemento pierde fuerza en la medida que acontecen otros sucesos, en específico el Golpe Militar. En una situación similar a la que pasa en la película Cirqo de Orlando Lübbert -reseñada en este sitio por Karen Glavic, y que va precisamente a este punto-, parece haber un desajuste entre la intención de mostrar un mundo nostálgico con tintes fantásticos, con la crudeza de la represión militar que se hace imposible evadir en su densidad. Nuevamente, el problema de foco hace confuso al segmento, levantando la pregunta si era del todo necesario incluir este comentario en la historia, especialmente cuando consideramos que la batalla de Pancho para con las fuerzas armadas, a pesar de gestos marginales, no es por defensa de la democracia ni el respeto al presidente constitucional, sino que por amor.
Hace un tiempo propuse en este blog, a propósito de la película Cabros de mierda de Gonzalo Justiniano, que los cineastas nacionales de mayor edad estaban demostrando tremendas dificultades para conectarse con el público actual. Ahí preguntaba si Y de pronto el amanecer ofrecería una línea de continuidad o ruptura con lo que se percibe como una tendencia negativa. Si bien esta película está por sobre otros ejemplos y demuestra una factura a ratos satisfactoria, queda en evidencia que hay tópicos que se repiten y el concepto en general es concluyente: estos realizadores continúan la búsqueda por los grandes relatos, sin ser capaces de poner en escena los recursos necesarios para cerrar sus propuestas de manera coherente, sin que se filtren por sus costados los elementos que no son capaces de amarrar. Ese punto medio, donde se conectan los preceptos artísticos de los creadores con las capacidades empáticas de los espectadores, sigue en deuda en este tipo de cine.
Nota comentarista: 5/10
Título original: Y de pronto el amanecer. Dirección: Silvio Caiozzi. Guión: Jaime Casas, Silvio Caiozzi. Producción ejecutiva: Edgardo Viereck. Producción: Silvio Caiozzi, Guadalupe Bornard. Fotografía: Nelson Fuentes. Montaje: Silvio Caiozzi. Música: Luis Advis, Valentina Caiozzi. Sonido: Roberto Espinoza. Reparto: Julio Jung, Sergio Hernández, Arnaldo Berríos, Magdalena Müller, Mauricio Riveros, Pablo Schwarz, Ana Reeves, Pedro Vicuña, Nelson Brodt. País: Chile. Año: 2017. Duración: 195 min.