Trastornos del sueño (2): Realismo de los cuerpos

Hace un tiempo señálabamos que cierto tipo de realismo en torno al malestar neoliberal se ha hecho presente con frecuencia en el cine chileno de los últimos años. Películas como Crónica de un comité, Aquí no ha pasado nada, Volantín cortao, Rara, El primero de la familia, Mala junta, e incluso Una mujer fantástica, despliegan una crónica de los tiempos desde distintas aristas en ejes que van de los conflictos de clase a los de género. Un “giro” que despliega un abanico amplio de posibilidades, un realismo con más o menos funcionalidad narrativa, a veces en su filón abiertamente más clásico, vinculado a los géneros, y otras en uno más exploratorio, digresivo y a su vez opaco. De Bazin para acá, esta segunda propuesta de realismo que busca mantener cierta ambigüedad de lo real se ha transformado en un estilo recurrente en el cine contemporáneo y a escala global, particularmente luego de la influencia e impacto que han tenido cinematografías como las de los hermanos Dardenne o el grupo Dogma 95.

Trastornos del sueño se ajusta plenamente a esta línea digresiva de un realismo de tonos bajos, cámara en mano y estructuras dramáticas claras que ponen en primer plano la densidad del plano y la atmósfera, la pesantez de los cuerpos y un discurso evidente que busca penetrar en las capas más obscuras de una subjetividad -la neoliberal- que parece moverse a ras de suelo. Por ejemplo, una de sus más interesantes aristas consiste en desarrollarse en un ambiente de clase que se mueve -como en El primero de la familia- desde la destrucción de los valores de la llamada “clase media” al surgimiento de un modo de vida precario que combina las injusticias del sistema y la marginalidad como un estado psicológico y afectivo. Algún psicólogo social podrá, también, sacar sus propias conclusiones respecto a la reproducción de una violencia que disgrega a toda escala los vínculos humanos: la familia, el trabajo, las relaciones amorosas.

El protagonista de Trastornos del sueño, como buen anti-héroe que habría gustado a cierto modernismo filosófico, es plenamente un “hombre sin atributos”, un personaje que ha dejado de tener acción para transformarse en alguien a quien la realidad lo supera. Es a través de sus ojos que miramos un entorno confuso en una serie de planos cerrados que ahogan los cuerpos y gestos. La única acción que parece tomar, luego de perder el trabajo y esquivar las responsabilidades y conflictos familiares, es la de sostener una relación sexual con su prima, que se transforma, acaso, en la única apuesta que hace en toda la película, para terminar todo en una catarsis de violencia misógina. Aquí, claro, la única que queda bien parada en un relato de decadencia moral y social es Mary -su prima-, la única con capacidad de decir las cosas por su nombre.

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La puesta en escena de Camilo Becerra y Sofía Paloma Gómez es sólida, en lo que respecta al cuidado por los encuadres y la luz entumecida, además de una dirección de arte que combina el caos, la suciedad, la piel blanquecina. Una estética casi mortuoria, donde la esperanza no es posible, pero así tampoco el contrapunto. El tono grave, se confunde además con lo sentencioso y la estructura mínima en términos dramáticos, en, quizás, cierto subrayado ilustrativo de las tesis centrales de los directores. Así, también, el círculo se cierra en un personaje que termina resguardando una acción de violencia en su nuevo trabajo de guardia de tienda. Un cierre miserable que ya hemos ido conociendo en las películas de Larraín y Guzzoni, aunque aquí gana un retrato que subraya las condiciones materiales y subjetivas de una clase social en desintegración.

Mención aparte merecen las escenas de sexo, presentadas sin adornos, directas y crudas, donde se juega parte relevante de la relación entre la pareja de protagonistas, donde los cuerpos se ponen al límite de la actuación. Todo ello enfatiza lo que podríamos llamar propiamente un “cine del cuerpo”, o un “realismo de los cuerpos”.

Haciendo un contrapunto con Perro muerto (2010), la película anterior de Camilo Becerra, en Trastornos del sueño se encuentra una madurez estílistica y una clara vocación por la atmósfera antes que por la narración, en ausencia, quizás, de un trabajo más detallado de las relaciones inter-clase y de dinámicas sociales que considerábamos bien “mostradas” en términos de sujetos, territorios, agencias. Aquí ya no hay agencias, solo padecimiento, y la narración, ahora disgregada, se hace cansina aunque interesante, pero sobre todo sicológica, en un mundo donde dormir y soñar se ha vuelto imposible, donde la realidad parece una alucinación insomne. Para sumar algo de ambas películas, entre las dos se ha optado por realizar un retrato de los márgenes sociales al interior de una ciudad, Santiago, una desde sujetos, tránsitos, transacciones, otra, desde un estado mental y psicológico de agobio. Esta vocación “territorial” o “cartográfica” es algo que, sin duda, se encuentra dentro de las virtudes de una interesante filmografía en curso.

 

Nota: 7/10

Título original: Trastornos del sueño. Dirección: Sofía Paloma Gómez, Camilo Becerra. Guión: Sofía Paloma Gómez, Camilo Becerra. Casa productora: La Jauría Comunicaciones. Producción general: Camilo Becerra. Fotografía: Sofía Paloma Gómez. Montaje: Sofía Paloma Gómez. Dirección de arte: Sebastián Escalona. Música: Raúl Calderón. Reparto: David Hernández, Carla Gaete, Angélica del Pilar Flores Herrera, Carmen Rosa Herrera, Simón Aravena, Claudia Flores. País: Chile. Año: 2018. Duración: 86 minutos. Distribuye: Storyboard Media