Stories we tell (Sarah Polley, 2012): Otro ejercicio para hurgar en la intimidad #femcine
“Cuando estás en medio de una historia, no es nada una historia, sino solo una confusión. Un rugido oscuro, una ceguera, los restos de cristal destruido y madera astillada, como una casa en un torbellino, si no un bote aplastado por los icebergs o arrastrado en los rápidos, y todos a bordos son impotentes a detenerlo. Es sólo después que se convierte en algo parecido a una historia, cuando te la cuentas a ti mismo o a alguien más”. (Margaret Atwood).
Stories We Tell es una historia de reconstrucción familiar ajustada en el género documental con dosis de ilustraciones ficcionadas, esta vez con el propósito de depositar en el lugar preciso de un gran puzzle las piezas que se habían hallado, pero que necesitaban de una ubicación definitiva. Así lo da a entender la actriz y directora canadiense Sarah Polley mediante el pulso que aplica para este proceso íntimo y de su propio origen. Aunque más que articular y desarticular las verdades de los antecedentes parentales de Polley (su madre Diane, una actriz y directora de casting, que tiene un amorío extramarital con un productor de cine durante una temporada de teatro), el encuentro y el tratamiento de la memoria se vuelven imprescindibles no tanto para dilucidar esa historia que se persigue sino que para desentrañar la significación de los relatos y la memoria misma de cada uno de los participantes dentro de un circuito de cotidianidad.
“¿A quién diablos le importa nuestra estúpida familia?”, dice la hermana de Polley en los primeros diez minutos. Ni siquiera la artífice, elaborando y explorando este territorio de intimidad, tenía determinado el futuro de este ejercicio.
Si bien la sobreexposición de Caouette y su descarnada Tarnation examina con una morbosidad desmedida –aunque franca– la relación emocional del autor con su madre que se sostiene en un “feroz híbrido de recortes, fragmentos y soliloquios”, Stories We Tell también escabulle en esos capítulos de una matriarca que dentro de sus fracturas buscaba como fin último la felicidad; no obstante, aquí se gradúa la emotividad.
Alejado del frenesí prepositivo (en su forma y fondo), Polley opta, a través de una cadena de entrevistas, material de archivo, recreaciones y la preponderancia de la voces en off –como otro recurso fundamental– que se destape la verdad sobre la anécdota de un desconocido padre biológico, por líneas de investigación que, claramente, la hacen apartarse de la aleatoriedad. El “sometimiento a sesiones testimoniales” permite adentrarse y explorar el ejercicio de la memoria, la afectividad y la tensión sin ser vapuleadas por el morbo. Controlado y delicado simultáneamente. No obstante, más que la construcción histórica (que irrevocablemente transita a modo biográfico) del triángulo entre Diane, Michael y Harry, la búsqueda del mismo relato, del cómo se narra y del sentido de la mirada prevalecen junto con la organización de los formatos –que incluye el super 8–. Igualmente la transición de la oralidad a la escritura (ejecutado por sus padres cuando continúan desmenuzando la propia memoria) y el acto de extraer y explicar más historias desde la historia basal mediante el montaje (incluyendo escenas del filme Matrimonio All’Italiana) fortalecen la elaboración narrativa.
Un juego en que Sarah Polley no olvida en que más mostrar por mostrar es preferible y potente robustecer la relevancia de este grupo de storytellers y sus mecanismos y recursos a la hora de sumergirse en las propias evocaciones.
Leyla Manzur