Sapo: La pasividad que no termina

Ad portas de cumplirse 40 años del golpe cívico militar, el entones presidente Sebastián Piñera señalaba las “luces y sombras del régimen”, indicando entre estas últimas la responsabilidad de civiles en la violación de Derechos Humanos, a los que denominó “cómplices pasivos”. En una retórica tan correcta como eficiente esta frase indicó, también, que hubieron periodistas que titularon periódicos sabiendo que lo publicado no correspondía a la verdad. Dos años después, el periodista Pablo Honorato -aún insigne de los noticiarios de media tarde- recibía una agresión por parte de Luisa Toledo, madre de los hermanos Vergara Toledo, en el contexto de la sentencia por homicidio de su nieta Tamara. Ambos episodios funcionan como acontecimientos que sostienen sentidos a través de un mismo núcleo articulador, la prensa local.

Estos acontecimientos pueden ser entendidos como dos enunciaciones mediáticas acerca de la red de civiles que permitieron sostener el discurso de guerra contra el enemigo interno. Sapo se sitúa más bien de parte del lugar de enunciación del primer acontecimiento, se trata de una indicación presidida por la forma verbal “hubo”, demasiado tibia, demasiado tarde, demasiado pasiva. No se trata de situar una obra cinematográfica de un u otro lado del espectro entre victimas y victimarios, sino de interpretar un gesto. Sapo es sin dudas solo una película indicial, el problema es que aquello que solo intenta indicar corresponde a una ruptura latente, dolorosa y reinante en tanto sus protagonistas aun participan de las estructuras mediáticas que construyen acontecimientos a través de la producción de sentidos (como la TV), en vez de ser una reproducción o representación de estos. Con todo esto, aquello que indica Sapo reclama, más bien, posiciones y enunciaciones por parte de la producción cultural que lo aborda. En lugar de penetrar, Sapo solo merodea.

La película comienza con una escena interesante en la que la luz y su modulaciones se presentan como un tropo privilegiado desde el cual pensar la televisión. O más bien, como la posibilidad fallida de pensar tanto la técnica como la práctica social que supone un medio como la televisión, así como su rol bajo un régimen autoritario. A través de cinco primeros planos, el director Juan Pablo Ternicier nos presenta a Jeremías Gallardo, periodista. Nos da la espalda y nos pega la luz de frente, miramos por encima de su hombro y vemos su micrófono iluminado, nos acercamos a su nuca a contraluz, vemos su mano apretar un pañuelo, nuevamente su cabeza a contraluz y la sumatoria finalmente presenta una relación escópica entre cine y televisión.

La televisión articuló una práctica social que la convirtió en el medio de masas por excelencia en todo el mundo. Bajo la dictadura cívico-militar, en Chile esta práctica se intensificó gracias al enclaustramiento social y cultural que inauguró el toque de queda. La televisión en dictadura construye una puesta en escena primordial, la del ocultamiento, la de un falso escenario, o de un simulacro que permite el disciplinamiento e instala el temor. Sin embargo, Sapo es un esbozo muy débil de todo eso. Se desentiende del hecho que las figuras de televisión y sus libretos están del lado de la enunciación y no del enunciado. La configuración de una audiencia disciplinada a este simulacro se abre como pregunta desde la brillante La telenovela errante, mientras que Sapo sólo logra articular una frase respecto de esto y del conjunto discursivo de la dictadura, la misma que había dado a los medios el expresidente.

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Hay un intento interesante en Sapo y es su juego a partir de la idea de contigüidad. En las escenas que se suceden bajo un ritmo acelerado van apareciendo imágenes que no pueden sino evocar aquello que dejaron los testimonios de la tortura. La cárcel como lugar mortífero, el fusilamiento y sus testigos, los gritos que anteceden a un parto, las camillas. Hay algo que se sugiere, la convivencia entre un mundo civil y otro militar, que propicia el horror y cuya relación es de contigüidad: abogados, doctores y periodistas, entre otros agentes civiles, operan a un costado, en silencio. Hacia el final de la película este juego de evocaciones termina y nos presenta su imagen. Sin embargo, esta figura de lo contiguo aparece con demasiada fragilidad, Ternicier parece optar por el enclaustramiento y la castración del espacio, de modo que la figura aparece sólo como un guiño.

Esta economía cartográfica, como si de publicidad televisada se tratase -o de un telefilm más probablemente- privilegia el primer plano y nos obliga a mirar una interioridad, una personalidad que termina por cooptar todo el cuadro y se transforma en el ethos de la película en su conjunto. Sapo, más allá de lo deseable, adopta la mirada de su protagonista. Jeremías nos conduce con timidez por la historia de un día, tal como Ternicier transita con demasiada cautela por las relaciones que sostuvieron una dictadura. Jeremías mira a la cámara con una inquietud sufrible, la película es tan cobarde como esa mirada.

Daniela Barriga

Nota: 3/10

Título original: Sapo. Dirección: Juan Pablo Ternicier. Guión: Juan Pablo Ternicier, Constanza Ternicier, Camilo Torres. Fotografía: Francisco Obrador. Montaje: Francisco Inostroza, Javier Estévez. Dirección de arte: Francisca Marshall. Música: Juan Pablo Ternicier, Andy Casablanca. Sonido: Marcelo Larenas, Iván Quiroz. Reparto: Fernando Gomez-Rovira, Loreto Aravena, Ingrid Isensee, Mario Horton, Víctor Montero, Eduardo Paxeco. País: Chile. Año: 2017. Duración 72 min.