Mary y la flor de la hechicera: La herencia Ghibli

El anuncio -cada vez más dudoso- del retiro de Hayao Miyazaki, sumado al reconocimiento de un momento de crisis económica en Studio Ghibli de parte de Toshio Suzuki, hicieron presagiar lo peor en el panorama de la animación. Se trataba, en primer lugar, del posible final de uno de los estudios de animación más emblemáticos y consistentes del mundo. Además de esto, en un diagnóstico más profundo, significaba la aceleración de la amenaza existente sobre la animación 2D tradicional como formato sostenible. Si incluso un estudio como Ghibli, de una connotación mundial solo superada por Pixar, no era capaz de sostenerse económicamente significaba que los métodos de animación tradicional se habían convertido en algo insostenible a nivel global. La técnica de la animación tradicional, incluso aunque contara con hibridaciones digitales como en el caso de Ghibli, se había transformado en una labor demasiado detallista, manual y lenta para las exigencias de producción y ganancia actuales. La reciente muerte de Isao Takahata, monumento vivo de la evolución de la técnica en Japón, parecía confirmar aquellos diagnósticos de tinte más pesimistas. La animación tradicional podría aproximarse a su fin.

Estos presagios contenían algo de verdad. La optimización de los tiempos de producción en la animación siempre han guiado su evolución y, en muchos casos, quienes trataron de resistir a las nuevas máquinas aparecidas terminaron por hundirse. La esperada herencia de Ghibli, sin embargo, se había desplazado a lugares donde no estábamos mirando. Más que en las decepcionantes películas de Goro Miyazaki, había que buscar el impacto del estudio por fuera de su territorio. En primer lugar, en su caso más evidente, en la maduración de temas y estilos tratados por Pixar. La complejidad sentimental lograda a través de la reducción de elementos en películas como Wall-E (Andrew Stanton, 2008) resulta inconcebible sin el minimalismo desplegado en clásicos como Mi vecino Totoro (Hayao Miyazaki, 1988). A pesar de esto, se podría argumentar, que esta misma influencia fue la terminó por sepultar la técnica tradicional. Ghibli contribuyó a refinar el estilo del mayor referente de la animación digital, amenaza número uno de la técnica de dibujo tradicional. Pero Pixar no es el único caso.

Desde la reciente Big Fish and Begonia (Ling Xuan y Chun Zhang, 2016), producción china de animación híbrida notoriamente influenciada por el estudio, hasta los guiños escondidos en la mini-serie Over the Garden Wall (Patrick McHale, 2014), muestran que la influencia estética de Ghibli está lejos de limitarse a los dominios del anime. A nivel local japonés, si seguimos sumando, también habría que añadir la impronta de Ghibli en las fábulas filiales de Mamoru Hosoda, cofundador del Estudio Chizu. Estos tres casos, todos de animación predominantemente tradicional, son la prueba de que el cierre de Ghibli no significaba necesariamente una condena de la técnica tradicional alrededor del mundo, sino que se trataba de un traslado.

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Contrarrestado el pesimismo general, podemos evaluar las implicancias que tiene la aparición del Estudio Ponoc en el cine de animación. Compuesto por un grupo de animadores entrenados en Ghibli, el nuevo estudio no oculta en su presentación al mundo la continuidad espiritual desprenden del estudio de Miyazaki y Takahata. El logo de Ponoc incluso imita el perfil de Totoro que se convirtió en el sello de introducción de Ghibli desde su aparición. En vez del perfil de la criatura peluda de Miyazaki, en este caso se trata de Mary, la pelirroja protagonista de la película presentación de Ponoc.

Mary y la flor de la hechicera (Hiromasa Yonebayashi, 2017) comienza por todo lo alto, con una introducción que nos resulta familiar. Vemos a una adolescente combatir un ejército de criaturas sin que se nos explique el origen de nada. Es una estrategia similar a la presentación de personajes de los primeros minutos de La princesa mononoke (Hayao Miyazaki, 1997). Más tarde vemos a Mary, una joven inglesa, en una actitud más tranquila y hogareña. Encerrada en una apacible casa de campo en la que vive con su abuela y tía, Mary tiene pocas actividades con las que distraerse. Un día, guiada por dos gatos misteriosos, descubre una reluciente flor celeste. Sin que ella entienda bien, esta flor se convertirá en la puerta de entrada para ser admitida en una universidad de magia.

Esta estructura de “cruzar de umbral” nos recuerda a El viaje de Chihiro (Hayao Miyazaki, 2001), pero también a historias más clásicas como Alicia en el país de las maravillas y El mago de Oz; o aún más evidente resulta la comparación que se puede realizar con la saga de Harry Potter. El conjunto de elementos, sin embargo, termina por remitir siempre a diversas películas de Miyazaki. El gesto de homenaje de Yonebayashi resulta curioso si pensamos que en su película anterior, El recuerdo de Marnie (2014), este realizaba, en clave queer, una más experimental relectura de los melodramas de inspiración europea de Isao Takahata. En este caso, la apuesta es bastante más grandilocuente y familiar. Los paseos por el cielo nos remiten a Kiki’s Delivery Service (Hayao Miyazaki, 1989), mientras que la estructura general de la acción continua el esquema de Nausicaä del valle del viento (Miyazaki, 1984), acaso la película paradigmática del Ghibli más épico.

mary y la flor

Este maximalismo se explica, quizás, por las posibilidades de despliegue técnico que se le otorga a los animadores del estudio. Los paseos por el cielo permiten apreciar los paisajes de corte impresionista ya apreciables en El recuerdo de Marnie, mientras que la academia de magia propicia la aparición de una cuantiosa cantidad de seres mágicos que exhiben la calidad del diseño de personajes. Si las escenas finales de Nausicaä han pasado a la historia por su meticulosa descripción del movimiento, las escenas de pelea en Mary y la flor de la hechicera se extienden en la segunda mitad para hacer desfilar una variada fauna de criaturas enfrentadas.

En El niño y la bestia (Mamoru Hosoda, 2016) nos encontramos con un expresivo rendimiento del contraste entre naranjo y celeste, uso muy superior a la explotación repetitiva que Hollywood ha realizado de esta paleta. En el caso de Mary las razones de su atractivo quedan evidenciadas. Al ser el fuego y el agua, por tradición, dos de los elementos más difíciles, y fascinantes, de animar, su contraste genera un enfrentamiento de movimientos solo posible en películas de esta técnica. Este despliegue del virtuosismo de la animación de líquidos nos remite, obviamente, a Ponyo (Hayao Miyazaki, 2010), y convierten estos momentos en movimiento puro.

El mayor defecto de Mary y la flor de la hechicera (al terminar de leer esto ya se puede pronosticar) radica en que propone una especie de collage de los aprendizajes de Ghibli. La presencia de una heroína adolescente, la ausencia paternal, los tintes ambientalistas y el despliegue de animales fantásticos son todos elementos presentes en las obras más reconocidas de Hayao Miyazaki. A pesar de esto, la intención del estudio nunca fue ocultar su deuda directa. En ese sentido solo queda esperar que Yonebayashi vuelva a liberar su faceta más experimental, una vez que Ponoc se haya consolidado como fuerza independiente. Por mientras, la animación tradicional sigue mostrando buenos signos de vitalidad, por más que no sepamos si se trata de los últimos.

 

Nota comentarista: 7/10

Título original: Meari to Majo no Hana. Dirección: Hiromasa Yonebayashi. Guión: Riko Sakaguchi, Hiromasa Yonebayashi (Historia: Mary Stewart). Música: Takatsugu Muramatsu. Reparto: Hana Sugisaki, Yuki Amani, Fumiyo Kohinata, Jiro Sato. País: Japón. Año: 2017. Duración:  102 min.