Los ojos de Tammy Faye: Caída y gloria

Por lo mismo, Tammy Faye está lejos de las enseñanzas moralistas que tanto gustan en la Academia. Es humana, está viva, y creo que eso la convierte en lo que siempre queremos encontrar en el cine. La representación de lo que somos, y sobre todo, aunque no nos guste, los efectos de lo que podemos llegar a ser.

No es cosa de misticismo.  Sin embargo, quienes vean Los ojos de Tammy Faye, película estrenada recientemente en plataformas y que le otorgó el Oscar a mejor actriz a Jessica Chastain, podrían sentirse confundidos frente a esta historia sobre pastores cristianos y teletones televisados para la gloria de Dios y su ministerio, porque si bien la trama central está basada en el millonario desfalco de su marido Jim Bakker como conductor del Club 700 – la generación mayor de 40 años en Chile tiene recuerdos de ese programa, con toda seguridad – las búsquedas de este filme nos presentan a Tammy Faye Bakker como una heroína, pero a la vez, una mujer incapaz de escapar de su destino. Un destino dispuesto por Dios, representado por quienes lo rodean, por su madre y su marido y, probablemente, por su público, quienes la siguen semana a semana en un programa de televisión visto por millones de personas y que opera como la mayoría de los matinales que vemos hoy en día. Tammy cree, cree con todas sus fuerzas, y su fe es capaz de mover montañas y al mismo tiempo, incapaz de hacer el mal.

No todo es miel sobre hojuelas en su vida. Joven creyente desde la infancia, conoce a su marido (Andrew Garfield) en una escuela de predicadores, con quien decide iniciar una iglesia que lleve a todos los lugares el amor de Dios, primero convenciendo a los niños y luego llegando a sus padres. De a poco el imperio de Tammy y Jim comienza a agrandarse, tal como la obra de su Dios lo desea, o al menos, eso es lo que quieren creer. Convencidos de que es imposible que Dios busque la miseria de sus seguidores, buscan la prosperidad – “nos quiere prósperos y felices” repite Jim – como una forma de responder a esa certeza.

Hay alguna sensación de incomodidad en este punto. Tammy y su marido parecen decirnos la verdad. Incluso en medio de sus triquiñuelas, en su casa lujosa comprada con las donaciones de sus feligreses, las acusaciones (bien fundadas) sobre sus desvíos de fondos, la pareja dice creer en que todo esto es obra de un algo mayor, algo que los impulsa a llevar a cabo todas las acciones que realizan. ¿Cómo es posible que la ley de Dios se encuentre tan reñida con la ley de los hombres?

Como todos sabemos, esto último es más que posible. Y por lo mismo, la figura de Tammy Faye resulta tan fascinante. Desde una inocencia que se expresa en cada movimiento que realiza, Tammy busca la obra de su ministerio de fe haciendo exactamente lo que no está de acuerdo con lo impuesto por los grandes referentes de su iglesia. Sin embargo, esas referencias no tienen por qué responder a su búsqueda. “Lo que ves es lo que tienes” insiste ante la pregunta de su esposo sobre sus secretos. Esa decisión es lo que la lleva a contrariar lo que se espera de ella. Defensora de la educación sexual, el feminismo y la causa frente a la prevención del SIDA en plenos años 80, y teniendo en contra a una agenda republicana con más poder del que debería, Tammy encuentra el espacio necesario para dar rienda suelta a lo que ella considera la verdad de “hacer el bien”. No solo debe pelear contra los preceptos formales de su religión, sino también contra un universo dominado por hombres que se comportan como dueños del mundo, porque en realidad lo son. Este último punto, que se presenta como una tensión constante en el filme, no logra desplegarse del todo, y, sin embargo, alcanza su cometido.

Tenemos, entonces, una semblanza de Tammy Faye. Una en la que no podemos evitar empatizar con ella, en parte por la interpretación de Chastain – No solo la imita, sino que también la convierte en algo que existe, la hace carne, la convierte en una persona más entre nosotros – pero también porque sin querer, se enfrenta a la dificultad del querer ser y parecer. La preocupación del diseño de producción frente a ello, llevando la fastuosidad hasta la ridiculez, nos obliga a preguntarnos constantemente que tan víctima es Tammy Faye de todas las cosas que suceden a su alrededor, o si tal vez, nuestro personaje es parte de esa ostentación, como si no pudiera existir sin él. Sólo tenemos su versión, pero como he dicho en otras ocasiones, la verdad no existe, si no lo que nos cuentan sobre esa verdad. Tammy está ahí para dar cuenta de su mirada frente al mundo y creo que, por eso, Los ojos de Tammy Faye (literalmente) van más allá de ello.

En la primera escena de la película, una maquilladora insiste en quitarle el maquillaje a Tammy antes de una entrevista. Ella indica que sus ojos, su maquillaje, el exceso que expresan, son su marca registrada. Sus labios, ojos y cejas están tatuadas, como una máscara que escapa de lo visto en los inicios de su vida. La manera de exhibirse nos lleva a comprender esto como la gloria permanente en su vida y la caída que la acompaña. Tammy no tiene reparos en hacerse consciente de esa decadencia, que para ella no es más que el precio que debe pagar por una vida entregada a su fe. Por lo mismo, Tammy Faye está lejos de las enseñanzas moralistas que tanto gustan en la Academia. Es humana, está viva, y creo que eso la convierte en lo que siempre queremos encontrar en el cine. La representación de lo que somos, y sobre todo, aunque no nos guste, los efectos de lo que podemos llegar a ser.

Título: The eyes of Tammy Faye. Dirección: Michael Showalter. Guión: Abe Sylvia, Fendon Bailey, Randy Barbato. Fotografía: Mike Gioulakis. Reparto: Jessica Chastain, Andrew Garfield, Vincent D'Onofrio, Cherry Jones. País: Estados Unidos. Año: 2021. Duración: 126 min.