La voz de la igualdad: De otro modo, la familia
Ruth Bader Ginsburg es a esta altura un ícono pop en Estados Unidos. El merchandising con su rostro y sus frases célebres (“Yo disiento”), documentales y un sin fin de reseñas y entrevistas son posibles de encontrar en internet, recordándonos que esta mujer famosa y reconocida por ser la primera nominada a la Corte Suprema de los Estados Unidos, no es cualquier personaje. Es una mujer de las que hoy se insiste en llamar algo sosamente “bacanas”. Una luchadora por la justicia que no descansó en llevar al terreno de las leyes y el derecho la igualdad de género.
Pero es la Ruth Bader Ginsburg (Felicity Jones) de los años cincuenta del siglo pasado la que retrata el filme. El perfilamiento de la estrella actual, que para la fecha ronda los 90 años, y se encuentra vigente como personaje público y como figura política. La historia despunta en Harvard con la protagonista como una de las primeras nueve mujeres en ingresar a la carrera de Derecho en la prestigiosa universidad de Boston. Casada tempranamente con Martin “Marty” Ginsburg (Armie Hammer), Ruth dedica su tiempo a ser la mejor de su clase, junto con criar a su primera hija, Jane (Cailee Spaeny), con quien se establecerá una de las relaciones más interesantes de la película, si es que de temáticas de género se trata.
Si ser una de las primeras mujeres en estudiar Derecho en Harvard era difícil, Ruth se enfrenta a un temprano cáncer de testículos de su marido Marty, que la tiene durante años realizando no solo una doble jornada (aquella que las mujeres conocemos como trabajo y cuidado doméstico), sino que una triple: asiste a las clases de su marido (que para entonces también estudiaba Derecho en segundo año) y pacientemente le lee sus lecciones y toma nota las notas que él le dicta para completar los ensayos que le permitirán completar sus estudios. El filme recrea noches en que Ruth tipea a máquina, estudia casos judiciales, acuna los llantos de Jane y cuida a su marido enfermo y débil. El compromiso entre ambos es férreo, y ella se lo declara (y decreta, como gusta de decir cierta astrología) en el momento en que reciben el poco alentador diagnóstico de cáncer. Para entonces solo el 5% de los casos lograba sobrevida. Marty lo logra, por cierto.
En la primera media hora La voz de la igualdad ya logra emocionar, interpelar. Y es que resulta difícil no ver a nuestras madres y abuelas en ese lugar, aunque no hayan sido ellas las mejores estudiantes de la cátedra de Derecho de la Universidad de Harvard. Puede ser que el hilo de esta emoción se teja además desde un decidido énfasis sobre el significante “mujer”, que hace que esta película sea estrenada en el contexto del 8 de marzo (al menos en Chile), y que, en cierto modo, convoque y se dirija a un público femenino. No quiero dejar de mencionar que en la función de prensa previa a sus estreno en Chile había casi solo mujeres y, apenas, tres hombres en la sala, que por supuesto fueron interpelados graciosamente por encontrarse en “territorio femenino”. Graciosa paradoja, pues el cine ha sido por lejos terreno de varones. Salvo cuando se autoriza un lugar “para las mujeres”, claro.
No hay neutralidad del cuerpo que escribe, de la voz que se alza y es lo que quiero poner de manifiesto con la escena extrafílmica de la función de prensa, y también, un poco quizás, con la escritura de esta crítica. La teoría feminista de las últimas décadas ha insistido en los “conocimientos situados”, es decir, en develar las marcas que cruzan cualquier cuerpo, de modo de evidenciar que la neutralidad no es otra cosa que una figura de lo masculino. Ruth Badinter Ginsburg emprende esa lucha en el momento en que alerta y recupera para sí la bandera de la igualdad de género. Allí donde la letra de la justicia y el derecho declaman universalidad, hay particularidad y exclusión. Las mujeres son un particular, a pesar de ser el 51% de la población. Una escena remarca este diálogo, de hecho. Una tensa discusión entre la Ruth feminista y Mel Wulf (Justin Theroux), el director de la ACLU, la famosa Unión Americana por los Derechos Civiles. Los derechos civiles y sus defensores aún no estaban permeados por las luchas de las mujeres.
Por acompañar a su marido, Ruth no termina sus estudios en Harvard (que además le da la espalda en posibilitar la obtención del título) y lo hace en Columbia en la ciudad de Nueva York. Es en este epicentro donde además debe abrirse paso como profesional y, en cierto modo, fracasa. No es contratada como abogada litigante en ningún estudio de abogados, y las marcas para esa discriminación son las de mujer, madre y judía, fundamentalmente. La protagonista termina parapetándose en la Academia, cuestión que le permite teorizar sobre los estudios de género y desarrollar la cátedra que la hará famosa, pero que también la sitúa en un lugar subalterno respecto de lo que un abogado debe hacer para constituirse como tal: ejercer el derecho.
Mientras Marty, su esposo, destacaba como abogado tributario, Ruth se veía algo frustrada en la Academia. La escena de formación de los años cincuenta en Boston se traslada a unos acomodados y combativos años sesenta y setenta en Nueva York, en el que los personajes se mueven entre fiestas de prestigiosos abogados (el círculo de Marty) y una universidad más liberal, en que las clases no solo incluían mujeres, sino que también mujeres negras que se mueven con soltura entre el derecho y las luchas feministas. Pero Ruth parece no mirar con atención el cambio histórico que ser la profesora de esas clases representa y sigue ansiando la posibilidad de alegar frente a una corte.
La relación entre Marty y Ruth es de mucho compañerismo. Corresponsabilidad avant la lettre podríamos decir. El marido cocina y cuida de los niños, comparte las tareas de crianza y se involucra en los problemas que se suscitan entre madre e hija. Decía antes que la figura de Jane me parece interesante, pues para el filme y su personaje principal se convierte en un detonante de cierta toma de conciencia feminista. Jane es una adolescente que se ha empapado de las luchas por la emancipación femenina y por la obtención de derechos civiles, y reclama a su madre no mirar lo que está ocurriendo en las calles. La interpela por su severidad, pero también por su excesiva seguridad en la (y en su) razón y en el conocimiento del derecho, por no mirar los cambios culturales que están empujando las fronteras de lo posible. Es Jane, y ese espejo entre madre e hija, el que detona el conflicto que incita a Ruth a no abandonar sus aspiraciones de transformar la ley.
Lo que parece ser un simple caso de litigio tributario será una bandera para la igualdad de género. Marty incita a Ruth a trabajar un singular caso de discriminación: a un varón cuidador de su madre se le deniega la deducción de impuestos fiscales por no ser una mujer. No deja de ser interesante, aunque evidente pasado el tiempo, que quien abre la posibilidad de hablar de discriminación hacia las mujeres sea un hombre. No deja de ser interesante que el problema sea: no ser mujer. Lo brillante en Ruth es alertar que esta suerte de “trampa de la ley” abre un precedente, y en el precedente está lo importante para las luchas de las mujeres. La pareja Ginsburg lleva adelante el caso, pero no sin tensiones. Entre un entorno de abogados que no confía en la capacidad litigante de Ruth, ni en los argumentos de género para alegar frente a la corte, se genera un acuerdo en el que la pareja (otra vez la corresponsabilidad y la paridad) serán quienes defiendan a Charles Moritz, el cuidador discriminado. No era en todo caso una idea descabellada, Marty ponía la expertise en impuestos y en litigio, y Ruth en género. Lo inquietante de la dupla es la generosidad con la que el marido entrega tips para enfrentarse a los jueces y la manera en que insiste en pasar lo más desaparecibido posible para no opacarla.
Se me podrá acusar de inconformismo por llamar inquietante la situación. Al fin y al cabo, es muy de estos tiempos, más que de los que retrata el filme, hablar de corresponsabilidad, de complementariedad entre hombres y mujeres, más que de guerra de los sexos. Y es quizás eso mismo lo que no desplaza a La voz de la igualdad del “género cinematográfico” al que Estados Unidos nos tiene acostumbradas: el mensaje aleccionador, el heroísmo, la lección de buenas maneras y costumbres para la humanidad toda, para el mundo y los planetas adyacentes. Ruth es una heroína, aunque en el principio de la trama podría haberlo sido igual que nuestras abuelas, por tanto, una heroína entre comillas; pero en el escenario de la corte se transforma en un personaje al que constantemente los varones le guiñan. Le guiñan con molestos planos de aprobación o “entrada en razón” de un juez, con alguna música incidental redentora, una sonrisa masculina en medio de los alegatos y su discurso en la corte sobre los derechos de las mujeres. Le guiñan cuando lo que debe haber suscitado, para entonces, debe haber sido rabia.
La voz de la igualdad es un relato de la familia norteamericana que entrega lecciones. La película no es propiamente una historia de amor, tampoco es un fragmento de la relación madre e hija, ni la historia de una mujer que lucha por alcanzar sus metas en doble jornada. Es todo eso en un relato familiar. Progresista para la época, adecuado para estos tiempos. Adecuado para mantener el relato de la familia heterosexual. Con conflictos, pero no tantos. Con ganadas históricas, por cierto. Con hijas que siguen el camino de sus madres (la verdadera Jane pudo terminar Derecho en Harvard y enseña en Columbia). Con parejas que se aman para siempre. Nada de ello es censurable. Solo es otro modo de narrar lo deseable, lo aún hegemónico como relato familiar. Las mujeres heroínas y muy “bacanas” también pueden ser materia, con el adecuado tratamiento narrativo, para seguir siendo las guardadoras de la familia y los ideales (progresistas) de la nación.
Nota comentarista: 6/10
Título original: On the Basis of Sex. Dirección: Mimi Leder. Guión: Daniel Stiepleman. Fotografía: Michael Grady. Reparto: Felicity Jones, Armie Hammer, Justin Theroux, Kathy Bates , Sam Waterston, Cailee Spaeny. País: Estados Unidos. Año: 2018. Duración: 120 min.