La rueda de la maravilla: Woody Allen fuera de tiempo

- Quiero una entrada para La rueda de la maravilla, por favor.

- ¿Para cuál?

- La de Woody Allen, se estrenó hoy.

- ¿Segura?

- Sí…

Ese fue mi diálogo con el vendedor de la boletería del cine. Seguramente lo de él fue un despiste, falta de información o el cansancio del jueves por la noche. Mi sensación fue de culpa: ¿acaso me estaba interpelando por querer ver la última película de Allen? Y es que no puedo negar mi incomodidad, mi propia pregunta. El ejercicio de la crítica es autoral, no hay misterio en que el ojo puesto sobre una obra desliza una mirada que intenta interrogar, fragmentar y volver a unir cuando analiza un filme. Una que intenta traducir en palabras nunca precisas, y menos objetivas, el punto de vista del realizador. ¿Será que estaba siendo cuestionada por insistir con Woody Allen? He trabajado mucho sobre teoría feminista como para no afirmar que los gestos políticos de rechazo también pasan a veces por restarse. No se trata de censura ni de “puritanismo”. En esta ocasión no me parece la fórmula, creo que de este tema hay que hablar.

La rueda de la maravilla es otra muy discreta entrega anual de Woody Allen. Ambientada en 1950 en Coney Island, recrea un conflicto que podría leerse -con bastante generosidad por parte del espectador- como un drama sobre el amor por conformidad, como un imagen de la feminidad en plena crisis de la medianía de edad en una mujer que se sustrae (tanto como lo intenta) de amar siendo infiel, que termina casada con un hombre que la maltrata, que no desea, pero que puede darle una familia, que siente mucha culpa en albergar la idea de dibujarse otro destino. Una actriz frustrada que trabaja como camarera, que es infiel con Mickey (Justin Timberlake, que encarna a un playero salvavidas), “su salvavidas” del verano. Esto último como un juego de significantes que a primera vista podría sonar a cliché, pero que en último término nos recuerda a algo del Woody Allen de antaño: era imposible que tamaña obviedad fuese una esperanza para que Ginny (Kate Winslet) encontrara en el amor una mínima salvación. O más en el fondo: no hay quien se salve ni que te salve.

El conflicto se origina con la aparición de Carolina (Juno Temple), la hija de 26 años de Humpty (Jim Belushi) que vuelve a casa. Su vida corre peligro luego de haberse casado con un mafioso y busca refugio donde su padre. No es tanto su llegada lo que resiente Ginny, sino que la conformación de un triangulo amoroso con Mickey. Carolina y Mickey se han enamorado. No deja de ser curioso -y puede tener que ver con la ambientación en la década de los cincuenta- que el amor se describa de manera tan naif. Mientras la relación extramarital de Ginny con Mickey muy llena de pasión y escape pareciera manifestarse sin tapujos, basta la llegada de Carolina para que en Mickey se suscite algo así como un “amor a primera vista”, un sentimiento más puro y prístino. La cercanía en edad, la belleza más “actual” y tal vez evidente de la juventud deslumbran al salvavidas. No podemos culpar a Mickey de su deseo, pero si podemos preguntarle a Allen, a alguien tan enterado de los caminos de la neurosis, por qué decide condenar a Ginny al rechazo, a un nuevo fracaso tan clásico de la feminidad madura, cuando sabemos que el amor a veces necesita afirmarse en “el no puede ser” de la relación extramarital para fortalecerse, para mantenerse. ¿Serán los años ‘50 o será la insistencia en que la juventud femenina siempre es preferible a la madurez?, ¿es para un hombre un romance con una mujer mayor solo una prueba de buena salud de la masculinidad? No se trataba de salvarse mutuamente, se trataba de intentar darle lugar a la idea de que el amor puede abrir otros caminos, no porque el amor sea en sí mismo puro y sin barreras, sino que porque es necesario empezar de una vez por todas a narrarlo de otra manera, a vivirlo de otra manera.

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Los personajes de Allen hace tiempo no tienen la textura, la profundidad emocional y dramática de un director y guionista enterado de su tiempo. Si durante años nos encontramos frente a un realizador hábil en retratar las contradicciones de la experiencia humana, hoy tenemos más bien personajes que hablan de lo que (supuestamente) saben, no que han sido construidos en función del saber de su creador. El Joaquin Phoenix de Hombre irracional (2015) es un ejemplo reciente de esa deuda: un profesor de filosofía que habla de Kant, que habla de Kierkegaard, que parafrasea a Dostoievski (este último es una imagen a repetición en los filmes de Allen además). No está constituido en esos saberes, aun cuando intenta ponerse a sí mismo como una prueba de la delgada línea entre lo amoral y lo moral cometiendo un asesinato que busca hacer justicia.

La obra de Allen ha ido cayendo por peso propio. No son las denuncias de abuso en su contra ni lo crispado del ambiente hollywoodense lo que la ha ido mermando. Woody Allen plantea sus filmes tal como estima conveniente, y cualquiera de nosotros podría decir: “pero eso está muy bien, son sus películas”, siempre y cuando asumiéramos que el acto de creación es meramente unilateral. Pensar en el espectador no se trata de buscar complacerlo, sino de interpelarlo, que viva una experiencia que en algo modifique su cotidianidad. El director se muestra ausente en cualquiera de estos posibles objetivos hace años. No le resulta preocupante volver a instalar un triángulo parcialmente incestuoso (madrastra, hijastra y un tercero en disputa) en La rueda de la maravilla, porque lo asume como uno de sus tópicos fílmicos y autobiográficos. Allen afirma sus decisiones vitales, sus relaciones, sus modos de interpretar el mundo, niega las acusaciones en su contra. Tal vez remecerlo es un gesto inútil y no se lo pediremos, pero sí le reclamamos al cine que no se reste de lo que el mundo pide como mínimos éticos, que tome posición, que no es lo mismo que parapetarse en una buena conciencia que solo hace gestos políticamente correctos (y con eso se olvida de los estéticos), que solo hace cine ideológico. Una película puede no querer hacer política, puede no querer contar una historia, puede querer dar esperanzas, pero ha de entregar un punto de vista: en ese movimiento se construye siempre también lo político.

No solo el cine evoca, representa, retrata el horror, el abuso, lo abyecto. Bajo ninguna circunstancia se trata de no darnos el espacio para que el arte introduzca lo incómodo, la violencia, lo inmoral; pero un tratamiento artístico de los problemas y dolores de la humanidad no puede estar exento de un ejercicio crítico, de una construcción estético-argumental que permita al espectador darse cuenta de que hay una interrogante. Woody Allen utilizó muchas veces el sarcasmo para estremecernos ante lo intolerable. En La rueda de la maravilla el humor es débil, las situaciones dramáticas carecen de profundidad, lo intenso de los temas que se abordan pasa tan rápido como las vueltas de la rueda de la fortuna o el carrusel de Coney Island, y se agotan cuando el tiempo de duración del ticket se termina. Es así como el drama de Ginny no alcanza a ser conmovedor como podría, o incluso el dolor inquieto de su pequeño hijo pirómano, que en cada olvido de su madre, que en cada frustración por la violencia que ella recibe, y que padrastro y madre le propinan, comienza incendios que en poco terminan, no consumen ningún edificio importante ni tampoco modifican la temperatura del filme.

Allen utiliza la figura del narrador como en muchas de sus películas y encomienda a esta tarea a Mickey, el tercero en disputa. El principal problema de esta decisión radica en que hacia el final del filme el narrador se desvanece como hablante y como involucrado en la trama del triangulo amoroso. Allen lo libera de responsabilidad y con ello incurre en un tambaleo argumental que lo exime moralmente también. La resolución de conflicto es trágica, pero solo los celos de Ginny parecen ser culpables.

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La rueda de la maravilla es una película bellamente filmada e iluminada. Escenas nocturnas que cambian de azul a rojo por el reflejo de la rueda de la fortuna, que está justo fuera de la casa de los protagonistas, parecieran ser más elocuentes en cuanto a las emociones y vaivenes que los personajes sienten que aquello que el guión les provee. La rueda ilumina una casa sin separación entre habitaciones, un escenario continuo (cita que Allen hace de Un tranvía llamado deseo) que obliga a la cámara a seguir a los actores por espacios arquitectónicos y emocionales que no se delimitan, que se mezclan, alteran, confunden.

Este mismo espacio continuo es el que no ha querido ser pasado por alto en este texto. No creo que hoy, a pocos días de las declaraciones de Dylan Farrow acusando a Woody Allen en televisión de abuso sexual, ni luego del movimiento Time’s Up podamos analizar esta película solo como una película. Su director ha querido siempre poner su vida en sus obras y esa es la lectura a la que apelamos. El director ya no dota a sus personajes de conflictos emocionales en consonancia a los tiempos actuales porque abandonó la lectura de su tiempo hace un buen rato. Allen niega de lo que se le acusa, afirma su posición y algo de provocación instala con conflictos entre madrastras e hijastras que disputan el amor de un hombre. Reactualiza su historia, coquetea con los tópicos que lo mantienen bajo la mirada del mundo, bajo las luces rojas.

Lo que tal vez antes por naturalización no nos molestaba, hoy nos moviliza. No está mal reconocerlo y debemos asumir cuando estamos en falta. A las luchas feministas, a las sostenidas y valientes denuncias de abuso sexual que resisten día a día la violencia de la negación y la desconfianza no les es fácil mostrarse, legitimarse. Quiero creer que ya no está todo permitido, la impunidad también puede ejercerse en la construcción argumental y estética de un filme y, si bien no creo que La rueda de la maravilla se exceda en eso, si me deja con un resto de incomodidad que me hizo dejar la sala con un: ¿hasta cuándo con estos temas, Woody Allen? Y lo leí como un síntoma, porque lo más grave de la situación de Allen no está en el argumento de su película, está en las denuncias en su contra, en quienes lo defienden y a priori no lo juzgan porque es un maestro, en que hay una víctima que insiste en su verdad, en que sabemos que la falta de una condena legal no necesariamente es prueba de inocencia. En resumen, en lo violento que resulta que en paralelo al estreno de este filme en Chile circule la denuncia de Dylan Farrow por abuso sexual infantil transmitida al mundo entero.

He visto casi todas las películas de Woody Allen y volveré a hablar de ellas seguramente, pero fui a ver ésta porque es necesario discutir, para escribir este texto y no otro, porque críticos y espectadores debemos asumir que la obra es toda la trama que dentro y fuera se construye. No podemos restarnos.

 

Nota comentarista: 5/10 

Título original: Wonder Wheel. Dirección: Woody Allen. Guión: Woody Allen. Fotografía: Vittorio Storaro. Edición: Alisa Lepselter. Reparto: Kate Winslet, Justin Timberlake, Juno Temple, Jim Belushi, Jack Gore. País: Estados Unidos. Año: 2017. Duración: 101 minutos.