La Mansión Nucingen (Raúl Ruiz, 2008)

La nueva película de Raúl Ruiz en cartelera es otro eslabón más dentro de una obra descomunal en número de realizaciones y, sobre todo, en los llamativos alcances reflexivos como exploración de las potencialidades del cine. La mansión Nucingen se sitúa dentro del universo cronológico de Ruiz como un ejercicio que proyecta las ambiciones de subversión del relato de época de Misterios de Lisboa (2011) y las videncias espectrales de La noche de enfrente (2012). Como premonición subversiva a lo que serían sus dos últimas películas, Ruiz plantea desde el inicio una estrategia explícita que dialoga con toda su obra, pero que a la luz de una enfermedad que se advertía como el paso definitivo hacia la desaparición, La mansión Nucingen aparece ante nuestros ojos como la afirmación de un artista mayor, un nuevo avance hacia un programa estético libre de ataduras, suspendido en una alucinante indagación de múltiples sentidos visuales.

La Mansión Nucingen se inicia como la historia de un error o, mejor dicho, de un malentendido: William James lll (Jean-Marc Barr), escritor de cierta notoriedad en Francia, cena con su novia mientras escucha que desde una mesa vecina se refieren a él en términos deshonrosos. Su mala fama de apostador lo hizo dueño hace muchos años de una hacienda ubicada en Chile. A continuación seremos testigos de las remembranzas de William a partir de esos comentarios. Lo que no sabemos es si William recuerda la “verdad” de los hechos, la versión insidiosa de los comensales que murmuran sobre él o algo mucho más indiscernible: la fuga impune hacia un pasado que alterna la ficción, el sueño, los deseos, o la realidad recordada y vuelta a recrear. En todo caso, un lugar en donde todo es posible.

En ese regreso al pasado, William viaja con su novia (Elsa Zylberstein) a hacerse cargo del terreno ganado en la apuesta. Es una hacienda cercana a Santiago, pero en el mundo de Ruiz no podemos estar seguros de nada. Tal vez han llegado a la Patagonia. La incertidumbre surge de una serie de reglas arbitrarias y en constante oscilación: la mansión que acoge a los huéspedes alberga fantasmas de muertes prematuras y terribles, hay códigos de habla que obligan a los habitantes de la casa a expresarse solo en francés, mientras en los exteriores los personajes (y los fantasmas que fingen su irrealidad) hablan en español, inglés o alemán. Hay niños escondidos bajo las camas, amenazas eróticas en forma de extrañas mujeres, risas perversas mientras alguien lee los Penseés de Pascal y hombres que duermen mientras comen. El catálogo de extrañezas es inagotable y rebalsa los límites cambiantes de la lógica que organiza las escenas. Es lo que Ruiz llamaba la función centrípeta del plano: cada escena parece augurar una película aún inexistente, dando a la narración un cierto aire asombroso, discontinuo y falsamente simbólico. Aquí no hay pistas que seguir ni rastros que desentrañar. Para gozar del cine de Ruiz uno debe perderse e identificarse en este bosque de rupturas y despistes, bromas y huellas que no llevan a ninguna parte.

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Detrás de todos estos artificios, hay una alegría cínica, camuflada en múltiples referencias ligadas a géneros como el misterio y el terror. Como si Ruiz nos advirtiera: detrás de cada risa existe la presencia oculta de la fatalidad; en cada tragedia gravita la atmósfera imprecisa de una comicidad escéptica y macabra. La Mansión Nucingen parece una ceremonia realizada por un niño. No es una idea demasiado despistada si pensamos que Misterios de Lisboa era, en su conjunción final, la historia soñada por la imaginación agónica del huérfano Joao; mientras que La Noche de enfrente estaba poblada de imágenes, esquirlas de recuerdos, la invocación desaforada de un niño que observa el misterio final de la existencia desde los ojos de un anciano. La Mansión Nucingen prefigura esa mirada maravillada no desde el límite temporal de la niñez, sino en la extensión más amplia del término: como un relato que se desmiente a sí mismo, desbordando los límites de lo plausible y lo imaginable, la historia contada por un niño indeciso y malicioso que se recrea en su inagotable lucidez.

 

Nota comentarista: 8/10 // Título original: La maison Nucingen. Director: Raúl Ruiz. Guión: Raúl Ruiz, basado en un relato de Honoré de Balzac. Música: Jorge Arriagada. Fotografía: Inti Briones. Protagonistas: Elsa Zylberstein, Jean-Marc Barr, Laurent Malet. Duración: 87 minutos. País: Francia-Rumania-Chile. Año: 2008.