La La Land (2): La insistencia en una música
Elegir ver una película porque suena como la favorita para los premios Oscar hace tiempo no asegura nada. Elegir verla por estar dirigida por el creador de un notable drama de intensidad psicológica como Whiplash (2014), tampoco. El director estadounidense Damien Chazelle, construía en esta última película atmósferas obsesivas, ponía en tensión la relación entre un baterista y su maestro-entrenador, mientras indagaba en forma retorcida en dos temas insistentes de las películas sobre artistas: el ego y los sueños. En La La Land, Chazelle vuelve a estos temas aunque con un tono complaciente, con personajes suaves y casi infantiles, y con los códigos intactos del género musical. La La Land se ha aceptado de forma unánime como una película de nostalgia hacia Hollywood, claramente lo es, y es por esto que se le permite un abuso extremo de los clichés: entre los bailes, hay uno por el universo, y en medio del fracaso, aparece y se logra el éxito. Tanta nostalgia hay, que las canciones tienen los mismos ritmos y tonos de un musical clásico, y con un gesto retro frustrado, se insiste incluso en ropas, en vinilos y en autos del pasado. Si bien ver un musical implica entrar en el juego de lo inverosímil, ver uno filmado y situado en 2016 hace esperar giros, no necesariamente críticos, autorreflexivos o deconstructivos, pero al menos en la psicología de los personajes, y sobre todo, en la música.
Sabemos de antemano que no se tratará de visiones decadentistas del mundo de Los Ángeles, como la desplegada por David Lynch en Mulholland Drive (2001). Pero si volvemos a comparar con Whiplash, algo de tortura mental, de miedos o de tropiezos creíbles podemos esperar. Poco y nada de eso hay en La La Land, una película que sigue la historia de dos soñadores. De Mia, una aspirante a actriz interpretada por Emma Stone –una destacada actriz, aunque inexperta cantante y bailarina, y eso se nota– que audiciona constantemente sin ser seleccionada y que luego se aventura como dramaturga para nuevamente fracasar. También cuenta la historia de Sebastian, interpretado por Ryan Gosling, un pianista nostálgico por el jazz que para subsistir acepta formar parte de un grupo musical exitoso. Los personajes son dos, la película narra su romance –la historia de un amor ingenuo, idealista, sin deseo y de confrontaciones forzadas– aunque más que eso, la película es una gran oda a la egolatría. Tanto así, que la búsqueda del éxito es incompatible con el amor, y en esta búsqueda no caben otros personajes. Por tanto, apariciones que prometerían líneas de fuga a una historia sencilla, como la de J. K. Simmons –el entrenador de Whiplash– se frustran en breves minutos. Los posibles personajes son, por tanto, parte de un decorado propio de un musical y no tienen más valor que los bailarines de las coreografías, visualmente placenteras. Los colores coordinados y los encuadres coreográficos son, entonces, el gran atractivo de la película.
No hay deconstrucción, bien. No hay psicologismo, comprensible. No hay nuevas músicas, desilusionante. Como decía, los ritmos de esta película de nostalgia poco y nada se distinguen de los de un clásico como Singin’in the Rain (Satanley Donen, 1952) aunque al menos encuentran un contrapunto con el jazz. Efectivamente, la presencia del jazz va entusiasmando, la cámara entra en bares y da volumen a contrabajos y a los solos de piano, aunque también bajo un tono nostálgico: Sebastian cuestiona la muerte lenta de jazz y se opone a toda fusión. Con esto, queda claro que la película se opone, desde distintos frentes, a las nuevas músicas.
Si bien ver un musical como La La Land es algo frustrante y amplifica los prejuicios hacia un género hollywoodense estándar y a ratos ingenuo, invita a buscarlo desde otras apuestas. Sin la ambición de encontrar propuestas que hace ya muchos años renovaron el género, dramatizándolo –como Bailarina en la oscuridad (2000), de Lars von Trier– o que lo implicaron más críticamente con problemáticas inmigrantes –como Once (2007), de John Carney– en el último tiempo han surgido películas como Sing Street (2016), también de Carney. Partiendo también del amor, la historia es simple: en unos dublineses años ochenta, un quinceañero con problemas familiares intenta conquistar a una joven misteriosa que aspira a ser actriz. Para eso, forma una banda y la invita a protagonizar videoclips caseros. Los integrantes de la banda son los secuaces de un juego de conquista y uno de ellos es un adolescente negro en un momento de discriminación intensa, con lo que podemos ver cómo en una película de amor y música se insertan colateralmente problemáticas de época. Sing Street, como se intuye de su título, es una película urbana y es el seguimiento de musicalidades cambiantes. Los adolescentes juegan a ser estrellas y adoptan looks de época, desde los del glam hasta los del postpunk, convirtiendo un musical nostálgico de historia sencilla en algo nuevo. La La Land no lo consigue.
Ximena Vergara
Nota comentarista: 3/10
Título original: La La Land. Dirección: Damien Chazelle. Guión: Damien Chazelle. Fotografía: Linus Sandgren. Música: Justin Hurwitz. Canciones: Benj Pasek, Justin Paul. Coreografía: Mandy Moore. Edición: Tom Cross. Reparto: Ryan Gosling, Emma Stone, John Legend, Rosemarie DeWitt, J.K. Simmons, Finn Wittrock, Meagan Fay, Callie Hernandez, Sonoya Mizuno, Jessica Rothe, Tom Everett Scott, Josh Pence. País: Estados Unidos. Año: 2016. Duración: 127 min.