La comunidad (Isabel Miquel, 2013)

Cuándo en esta misma plataforma se habló de Propaganda, obra del colectivo MAFI, una de las reflexiones más interesantes que se descolgó fue aquella que se instalaba en el espacio simbólico donde lo documental y lo ficcional se definen. Ese espacio bien podría materializarse en el momento dubitativo en el que el dealer audiovisual decide en qué carpeta ubicar la mercancía. Ese simple gesto categorizador que dictamina la naturaleza de la imagen, es el mismo  que plantea el problema de obras como La comunidad: ¿Desde donde es necesario ubicarse? ¿Desde la realidad o desde sus modos de operar? ¿Desde la presentación o  la representación de la realidad dada? Más allá de la radicalidad que supone esta pregunta, el documental contemporáneo  supone una enorme cantidad de sutiles dimensiones entre las cuales se desplaza, redefiniéndose continuamente.

La comunidad es un film, que en palabras de su directora, Isabel Miquel, no es más que la puesta en pantalla de un friso social que habita bajo condiciones organizacionales anómalas. Esto es lo que sucede en la controvertida comunidad de Pirque, quienes salieran a la luz tras la muerte de Jocelyn Rivas  por una grave anemia tras el nacimiento de su primogénito. Tanto Paola Olcese como  Roberto Stack, líderes sociales y espirituales de la comunidad, son llevados a comparecer ante la justicia ante la supuesta negativa de ambos de que la joven se acercase a la medicina tradicional.   Este evento va a develar la forma en que las relaciones sociales se estratifican en este tipo de comunidades, la situación de las libertades individuales y los límites entre el ejercicio introspectivo de la fe y la reclusión alienante de la conciencia, que subordina prosélitos bajo la parafernalia del delirio místico y su institucionalidad dictatorial.

La comunidad es un film que plantea hablar a partir del constructo que genera esta realidad, pero desde la vereda del desprejuicio, una especie de trasunto de realidad, en donde el único filtro debe ser técnico, y no ideológico, una suerte de manufactura nostálgica del cinema verité de los años 60. Pero sin embargo, algo extraño sucede: Una leve complacencia que avanza a través del film, una parsimonia del ascetismo puro y duro que desfigura  toda rareza en cierto aire empático que perturba, en cuanto uno se aleja. El problema es que ya estamos suficientemente adentro como para tomar distancia y después de media hora de película todos esos límites que el film promete  enunciar, se vuelven difusos; la normalidad y la locura, lo moral y lo amoral…todos se subvierten hasta elidir cualquier intento de reflexión, en la medida en que preguntas  fundamentales quedan resumidas al retrato bucólico de una comunidad que hace su vida de manera inocua, o simplemente alternativa, mientras afinadas voces entonan cantos religiosos. Y esto lo digo porque se busca cuestionar conceptos como normalidad y locura, soslayando una verdad estadística. Es normal aquella moda que se da en un tiempo y espacio determinado y una pequeña  comunidad implantada de manera escenográfica en un territorio, viviendo bajo una normatividad hecha a medida, buscando además  hacer patria en los bordes de la legalidad social y política…todo ello sólo puede ser estrictamente anormal.

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Tal vez sería de mayor espesor intelectual instalar las preguntas en la pertinencia o no, de habitar en esta estructura de pensamiento  y para ello, es fundamental el  desmontaje, someter el objeto a la duda, a la disección, al cuestionamiento, lo que conlleva, necesariamente la labor de cotejar verdades  y evidenciar dicha realidad pero en su versión más facetada y descubierta. Esto mismo revitaliza el problema que enuncio anteriormente. Mostrar una realidad planimétrica, donde impera el estatuto de una sola concepción socio cultural como norma,  donde lo divergente aparece como anecdótico, insustancial, ¿no parece acaso, ser inconvenientemente ficcional en un film que se autoproclama como verista y descomprometido?  ¿En qué medida mostrar esta realidad idealizada (e idealizante) no actúa como un guiño a una construcción de irrealidad solapada?  ¿Cómo este anamorfismo puede llamarse pura y dura realidad?  Sin duda pensar que esta cualidad constituye un vicio en sí mismo, es un despropósito entendiendo las claves del documental. Sí es un despropósito tal vez, plantearse hablar desde un lugar inespecífico, negar la existencia del realizador como sujeto articulador del discurso, evocar a la universalidad.

La comunidad parece ser a ratos una especie de ensoñación, donde el acoso de lo ominoso parece del todo injustificado, como  especies de insert de una óptica de mundo contaminada y siniestra.      Sin embargo, hay en Miquel un buen manejo de lo atmosférico, un tempo narrativo que sintoniza con los relatos y dota a la obra de una forma de sentir/y de sentirse a sí misma, con un determinado ritmo frente al mundo. En términos estrictos, esta veta del documental resulta victoriosa; esa capacidad que un buen realizador debe tener de decodificar  en cifras familiares aquello que en primera instancia le parece ajeno, de acompasarse con el pulso de aquello que ve. Todo esto es un ganancial que aporta lenguaje y convicción, que construye de manera nítida. No obstante, el peligro de esta inmersión en lo narrado es la pérdida de distancia, el atrapamiento y una especie de fe a ultranza en lo que se habla, que torna difuso todo aquello que sobrevive afuera del entorno de la crónica, que lo obnubila y a veces incluso, y de manera involuntariamente cómplice, llegar a anularlo.

Luna Ceballo