Joy: el nombre del éxito (David O. Russell, 2015)
La línea conceptual que define esta película, su progresión dramática, nos advierte que tal vez Joy no sea más que una fábula, una parábola que busca no pocas cosas: una historia de las expectativas incumplidas y la tenacidad recompensada. Pero por encima de todo, Joy es la historia del ascenso femenino que culmina en la obtención de un anhelo largamente buscado. Una de las primeras escenas de la película es una voz en off que nos dice “Todos empiezan con un sueño de cómo será la vida”. A continuación, esa voz describe breves retazos de la infancia de una mujer especial. Nos habla de su mágica capacidad para construir cosas con las manos, su innata tendencia a la creatividad más asombrosa unida a un precoz despertar de una femineidad independiente: vemos a la niña construir un castillo en el cual existe una princesa pero no un príncipe. Más adelante, la misma voz se pregunta “¿Qué le pasó a los sueños de esa niña?”. En la última escena de la película nuestra heroína se mira a sí misma en un escaparate mientras cae nieve artificial, satisfecha de lograr sus sueños, un instante de gloria poco menos que irreal; el colofón de una historia en la que David O. Russell nos muestra su versión particular del sueño americano.
¿Y quién es nuestra heroína? Atiende al nombre de Joy (Jennifer Lawrence), una esforzada joven que vive con su madre, Terry (Virginia Madsen), una mujer reprimida que aún no logra superar su divorcio con Rudy (Robert De Niro), hombre voluble e inestable. Por si fuera poco, en el sótano de su casa vive su expareja Tony (Edgar Ramírez), un hombre por el que siente una distante gratitud. En este alboroto de identidades neuróticas Joy debe cargar con las tonteras y manías de sus progenitores y cercanos, entenderlos y aceptarlos; de alguna forma, ser la madre de todos ellos. Joy se gana la vida trabajando por años junto su padre en un garaje de automóviles, hasta que decide hacer un giro definitivo en su vida. Para eso pide dinero a la nueva pareja de Rudy, Trudy (Isabella Rossellini), y se embarca en la creación de un artículo que cree le reportará fama, dinero y, por sobre todo, reconocimiento y satisfacción personal. En el intento de instalar su invento en plataformas televisivas, recibe el rechazo y el posterior apoyo de Neil Walker (Bradley Cooper), un ejecutivo que ve en Joy un carisma único e instantáneo.
No se equivocan los que asocian el cine de David O. Russell al de Martin Scorsese. Sus marcas autorales son similares. Ambos no resisten la tentación de describir las relaciones de los personajes con su entorno a partir de largos planos secuencias, movimientos de cámara imposibles, sorpresivos y recurrentes paneos, rock y pop clásico que adquiere un carácter protagónico en ciertas ocasiones. Pero las similitudes son de orden formal más que moral. Si Scorsese se solaza en la lucha con los demonios internos de los individuos, Russell parece fascinarse en la voluntad de las personas por superar las adversidades del entorno. Hay un voluntarismo propiamente norteamericano que hace de sus protagonistas fuerzas obcecadas con una idea que llevarán a sus últimas consecuencias. Son personajes que esconden un frenesí contenido, una energía en ebullición que lucha con energías no tan ligadas a la maldad como a la estupidez, a la normalidad anodina y vulgar. Eso es lo que hace de Joy una película extrañamente desquiciada en su intento de describir el proceso del éxito personal. Todos los personajes parecen un poco locos, acelerados, desenfocados, atraídos por las mínimas violencias que se ejercen unos a otros. En medio de ese vértigo de excentricidades, Joy se abre paso a tropezones, sin una línea clara y creíble del curso de acontecimientos que la lleva a cumplir sus anhelos. Aunque no sería raro creer que Russell, director brillante pero que tiende a ciertos alardes autorales que boicotean sus aciertos, se haya fascinado no tanto por la historia como por la protagonista de su película. Y eso puede ser un problema, un obstáculo, o un privilegio que una obsesión bien dirigida puede convertir al defecto en virtud.
Joy, como su mismo nombre denota, es la historia de una mujer que a fuerza de pura voluntad busca cumplir sus sueños y, a partir de ellos, encontrar la autoafirmación que la legitime ante los demás. En este sentido, es una película de alcances conservadores. Por otro lado, Joy alude a un arco más amplio, meta-narrativo: describe el pathos mismo desde el cual emerge y define su tono emotivo: travelling, desplazamientos de cámara, encuadres que acompañan a Lawrence como un rostro que insufla una ráfaga de aire fresco cada vez que aparece en pantalla. Es ella, solo ella, la que asume sobre sus hombros la voluntad de sus sueños y la sensación de delirio y atracción que la propia película intenta transmitir. Es el punto desde el cual todos los demás personajes actúan y se definen. Es el centro de atención, de atracción, del relato. Russell está enamorado de Jennifer Lawrence o, más precisamente, no puede dejar de plasmar el aura que emana de su rostro cuando es registrado por la cámara. Y nosotros no podemos sino entender y compartir su particular devoción por esa figura que ilumina todo lo que mira y lo que toca.
Nota: 7/10
Título original: Joy. Dirección: David O. Russell. Guión: David O. Russell, Annie Mumolo. Fotografía: Linus Sandgren. Reparto: Jennifer Lawrence, Robert De Niro, Bradley Cooper, Edgar Ramírez, Virginia Madsen. Isabella Rossellini. País: Estados Unidos. Año: 2015. Duración: 124 minutos.