Informe XXIII Festival de Valdivia (5): Refugios fílmicos y formas cinéfilas de volver a casa
El último filme de Ignacio Agüero inauguró el XXIII Festival de Cine de Valdivia: Como me da la gana II, repetición del ejercicio que realizó en 1985 cuando, ante la censura de su película No olvidar, visitó con su cámara a los cineastas que tenían rodajes en curso para saber qué cine se podía hacer en ese momento en el país.
Agüero continúa liberándose de las regulaciones canónicas del documental y lo piensa desde la distancia generacional respecto del filme anterior, incluyendo visitas a los rodajes de cineastas contemporáneos (que al fin y al cabo son lo menos interesante de la cinta), revisiones de filmografía, así como también largas conversaciones con su montajista. Estas se tornan más que nada en divagaciones, lo que los lleva a reiniciar varias veces el filme desde sus títulos. Y es que, al fin y al cabo, hacer cine y las películas en sí son siempre una excusa para establecer un diálogo, con otras personas y lugares.
Menos luminoso resulta el diálogo que Douglas Gordon materializa en su documental I Had Nowhere to Go, donde le pide a Jonas Mekas que lea su famoso diario -del mismo título- escrito desde el comienzo de su exilio de Lituania hasta sus primeros años en Estados Unidos y que dejó de llevar cuando comenzó a filmar su cotidiano, ejercicio que hemos visto a lo largo de su carrera a través de sus bellísimos diarios fílmicos.
Para retratar a una persona que ha hecho de las imágenes su manera de habitar y de compartirnos su mundo, Gordon resuelve trabajar las memorias ajenas a la pantalla a través de su opuesto radical: la ausencia de imágenes. El negro total y la voz familiar de Mekas recitando segmentos de sus diarios. Solo durante cortos segundos -que difícilmente suman 20 minutos de la hora y media total del metraje- algunos colores de la bandera norteamericana y un par escenas durísimas interrumpirán el negro imperante del filme. El espacio se construye más que nada con un diseño sonoro que apela constantemente a aviones y bombardeos.
Jonas Mekas, a quien el siglo XX le arrebató su hogar, su familia y su patria, terminó por volverse el padre del cine experimental norteamericano y referente mundial. Su historia, llevada tan crudamente por Gordon a la pantalla, nos sirve como entrada para pensar en las diferentes búsquedas que presentó la programación de este año, a través de películas que hablaban, de una manera u otra, respecto a la necesidad de encontrar un refugio más allá de las distancias territoriales, temporales, espirituales o generacionales; de poner en relación lo particular con lo global, lo mítico y lo histórico con lo biográfico y lo personal; de conectar los unos con los otros.
O ornitólogo
La última película de João Pedro Rodrigues -el director portugués de O fantasma, Odete, A última vez que vi Macau y Morrer como um homem- extrema los elementos fantásticos y surrealistas implicados en las metamorfosis de sus protagonistas, incorporando a través de la historia de vida de San Antonio (patrono de Lisboa) elementos profundamente mitológicos, conformando un filme iconoclasta, surreal y espiritual que incluye también tintes autobiográficos.
Pedro (Paul Hamy) es un ornitólogo que se ha ido de camping a una zona bastante agreste y solitaria, en plena inserción en la naturaleza intenta comunicarse con su novio pero la mala señal se los impide. Pasa los días recorriendo el sector en su kayak, dedicado al avistamiento de aves. Pero no solo las mira, clasifica y registra, sino que la pantalla se puebla también con los contraplanos desde la visión de las aves, las que parecen acecharlo tanto como él a ellas. Un día tiene un accidente en el kayak y es encontrado medio muerto por dos turistas chinas que se han desviado cientos de kilómetros del camino de Santiago de Compostela. Nada es lo que parece y lo que aparece es más delirante, bizarro e inverosímil que lo anterior.
Una versión moderna de la vida de San Antonio en clave blasfema y homoerótica donde los cuerpos, lo corporal y lo carnal, como la dimensión física de la imagen narran más que los escasos diálogos. Un filme que plantea desde lo fantástico y la extrañeza (que produce tanto en el protagonista como en el espectador) acerca del camino de conocimiento y transformación interior que alguien puede llevar a cabo. Rodrigues, quien estudió primero biología con intenciones de ser ornitólogo para luego dedicarse al cine, invierte su historial en el del protagonista, el cual hacia finales de la película es encarnado por el mismo director, uno más de nuestros santos del cine portugués.
Sieranevada
Luego de algunos altercados vehiculares, nos subimos desde el asiento trasero a un vehículo familiar en el que dos esposos discuten sobre cuestiones de pareja, van atrasados a algún lugar, al llegar entramos a lo que parece ser la casa familiar de él. Su extensa familia se ha reunido donde la matriarca para una ceremonia luego de 40 días de la muerte de Emil, el padre. No distinguimos al comienzo quién es quién, pero pasaremos cerca de tres horas dentro de ese pequeño departamento, en un constante abrir y cerrar puertas, historias y discusiones, que Cristi Puiu filma en larguísimos planos secuencias que nos recuerdan a las peripecias fílmicas de Raúl Ruiz dentro de espacio acotados.
Hace cuatro días han acontecido los ataques a Charly Hebdo en Francia y mientras esperan que llegue el cura o que estén todos los invitados para comenzar la cena, las conversaciones incluirán tanto problemas personales, peleas familiares, encuentros de opinión sobre la política nacional, el pasado comunista de Rumania, la contingencia terrorista y hasta teorías paranoicas sobre el ataque a las torres gemelas.
La verborrea familiar, inherente a reunir en un mismo lugar al mismo tiempo a toda la gama de generaciones y personas familiares, explotará en momentos de tensión, humor y absurdo resultando intensa y por momentos claustrofóbica.
El nombre del título -Sieranevada- no es nada, no refiere ni al barrio ni al lugar donde se filma o basa la historia. Porque esta familia, sus problemas, su relación con el mundo que los rodea y su historia podría suceder en cualquier parte, y la descripción realista con que Puiu la filma nos acerca brillantemente a esa sensación.
Hermia & Helena
Matías Piñeiro, director argentino radicado desde 2011 en Estados Unidos, conocido por sus adaptaciones de la literatura al cine, comenzó trabajando con los escritos de Domingo Faustino Sarmiento y luego se sumergió en las obras de Shakespeare y sus personajes femeninos. A Viola y Rosalinda, arraigadas en lo teatral, y La princesa de Francia, que traslada los diálogos a su variante radial, se le suma ahora Hermia & Helena, donde se resguarda en la materialidad de las palabras explorando el mundo de la traducción.
Camila (Agustina Muñoz) es aceptada en una residencia artística de medio año en Nueva York para terminar la traducción al español de Sueño de una noche de verano, la cual pondrá en escena una vez de vuelta en Buenos Aires. Carmen (María Villas) es amiga suya y acaba de volver de la misma residencia donde al parecer no logró avanzar, ni retroceder, mucho en su trabajo.
Camila, en su afán de traductore traidore, tomará su puesto, sus pendientes y sus amores allá en Nueva York. Veremos también cómo sus afanes interpretativos la sobrepasan, imprimiendo sobre la pantalla los textos de Shakespeare que se esfuerza en traducir correctamente al español, y cómo sutilmente una de las frases más célebres de Setsuko Hara -a quién Piñeiro ha dedicado el film- sale de sus labios: la vida es decepcionante.
Luego está el tema de la migración, que es también una forma de traducir tu vida y tu persona en otro país, a otro idioma. Es también algo traicionero, ya que al fin y al cabo siempre terminas estando y no estando en ambos lugares al mismo tiempo, como esos largos fundidos encadenados entre el metálico puente de Brooklyn y la arboleda de la calle Pedro Goyena que logran una bella superposición visual de ambas ciudades.
Siendo la primera película que rueda y sitúa fuera de su país natal, mezclando además a su tradicional repertorio de actores trasandinos caras conocidas de la escena del cine independiente neoyorquino, como son Keith Poulson, Dustin Defa, Dan Sallitt y Mati Diop, Piñeiro reafirma que no hace solo películas, sino que crea con cada una de ellas un mundo propio, un universo en constante expansión, que se siente como un tarde de visita donde los amigos de toda la vida.
El auge del humano
La ópera prima de Eduardo Williams (de quien hace dos años atrás Valdivia ya había realizado una retrospectiva de su brillante carrera como cortometrajista) continúa indagando en los mundos enrarecidos, juveniles y masculinos, en junglas naturales o de cemento que ha abierto y explorado en su obra fílmica, expandiéndolos y extremándolos de forma ambiciosa en este largo que se presenta como una extrañeza de 100 minutos.
En lugares geográficos tan distantes como son Argentina, Mozambique y Filipinas viven Exe, Alf y Canh. Son tres veinteañeros que viven en los entornos empobrecidos de sus países y tienen empleos mediocres como el de reponedor de supermercado. Bastante aburridos de la vida que el mundo contemporáneo les impone pasan el día deambulando con sus amigos. Su desafección ante la productividad imperante parece verse castigada por medio de la dificultad que tienen para acceder a la tecnología comunicacional, sus celulares, computadores, señales de Wifi, parecen esquivarlos o rechazarlos de formas sutiles pero efectivas.
Aislados del medio laboral, informático y comunicacional que los rodea, el filme los rescata y conecta entre sí reduciendo la distancia que los separa de formas digitales -a través de las pantallas de un videochat- o subterráneas -por medio de un hormiguero gigante-. La película habla así de los marginados de la globalización y del capitalismo, de esos intersticios al margen de la tecnología y la productividad, de vidas humanas igualables en su desidia y que desde sus lugares originarios podemos imaginar cinematográficamente en continuidad unas con otras.
Territorio
La ópera prima de Alexandra Cuesta, directora ecuatoriana radicada en Nueva York de quien el festival ya había realizado una retrospectiva de sus trabajos en 16mm, la acerca al formato digital, a lo rural y a su tierra natal, un lugar familiar pero al mismo tiempo desconocido.
No es un filme puramente observacional, pues la cámara, y por tanto su autora, es (tanto para los filmados como para el espectador) una presencia evidente. Con ella, Cuesta recorre distintos pueblos de Ecuador y captura pequeñas escenas en formato de cuadros fijos en los que la relación entre las personas y su registro se materializa en constantes miradas a cámara que no quedan solo en una cuestión de incomodidad sino que generan una atmósfera de intimidad. Las personas le responden la mirada, le toman fotos, le coquetean y le cantan, logrando construir un espacio colaborativo y performático en ese espacio entre la cámara y lo filmado que normalmente tiende a volverse transparente. Es el viaje de una directora para descubrir su país natal, pero ese territorio se presenta tan curioso e intrigado como ella por descubrirla.
Los tiempos muertos pero habitados -como debe ser en la mayoría de esos poblados- es algo que se impregna y vitaliza en el filme, sostenidos en pequeñas duraciones. La experiencia y el resultado son entrañables y para nada soberbios, pensando incluso cómo lo formal -en términos de limitación- genera una apertura a un determinado tipo de experiencias donde estas ventanas autoconscientes nos permiten acércanos en igualdad a un grupo humano y desde allí imaginar su lugar, su paisaje y el territorio que conforman. Nos recuerda que hacer cine es siempre un acto político.
Le Parc
Si uno rankeara los filmes por la cantidad de tiempo que destinó luego de su visionado para discutirlo, este sería el top one de la Competencia Internacional. Lo introduzco así porque quizás no sea el mejor filme del festival, pero por distintas razones uno volvía una y otra vez a él.
Veinticuatro horas en un parque. La primera cita entre dos adolescentes. Maxime y Naomi, dos torpes y tímidos jóvenes, se encuentran por primera vez en sus vidas y pasan el día junto conociéndose, charlando y caminando por el parque de su vecindario. La conversación es en un comienzo algo brusca y forzada, luego algo más cercana y finalmente entregada al encanto del amor.
Al caer la tarde, repentinamente Maxime decide irse del parque y Naomi queda recostada en el pasto. Retoman la conversación vía mensajes de texto y algunos gestos reticentes del chico cobran sentido cuando le explica que le gusta ella pero que aún está con otra chica. Naomi no entiende y, ya de noche, espera aferrada a su celular alguna respuesta convincente. El brillo de la pantalla ilumina únicamente la decepción de su rostro y el fuera de campo sus ilusiones rotas.
Finalmente responde que si pudiera retroceder el tiempo para así nunca haberlo conocido, lo haría. Cae dormida de cansancio y pena. Cuando despierta está en una especie de trance, se levanta y comienza marcha atrás a borrar con sus pasos todo el recorrido del día. Pero como ya es de noche, el parque que abrazó su encuentro y falso chispazo de amor está desolado y oscuro, tornándose peligroso, agresivo, fantástico y hasta terrorífico.
El minimalismo, el humor, la extrañeza, las actuaciones desafectadas aunque encantadoras, la iluminación y la forma de retratar un lugar que te acoge y luego te rechaza, atrapa la atención del espectador sin su permiso, bajo una coreografía espacial, gestual y corporal que no termina de interrogarnos por la verosimilitud del relato, manteniéndonos distanciados pero completamente entregados al relato.
La maestría con que Damien Manivel escoge y trabaja elementos precisos, tanto narrativos como formales, lo convierten en un gran cuentista del cine con un filme conciso y luminoso. Como un mensaje de texto en medio de la noche.
All the Cities of the North
Aislado del resto de la programación, protegido entre los cortometrajes y el documental sobre Jonas Mekas, en la sección Nuevos Caminos estaba escondido este filme. La ópera prima de bosnio Dane Komljen, alejada de la narrativa convencional y cercana al cine ensayo, es probablemente la película más bella de este FICValdivia.
Imaginen el invierno en todas las ciudades del norte, imaginen cómo debe ser la lluvia, las ciudades, los edificios. Imaginen un lugar que no es ninguno en específico y que es una imagen de todos al mismo tiempo. Imaginen un complejo enorme de edificios abandonados. Solos en un pieza vacía dos hombres pasan los días en compañía únicamente de su carpa y su cocinilla, lavando sus ropas a mano y sus cuerpos con trapos, recolectando bayas, cocinando papas a las brasas, yendo a buscar agua, limpiando su carpa, meando a un costado del edificio y durmiendo tiernamente uno junto al otro.
Ante la desolación y la desmantelación del complejo habitacional ellos esperan aún poder conformar un hogar allí. Un adentro-afuera, una intemperie bajo techo, la precariedad de las utopías fallidas del siglo XX. A través de imagen-sinécdoque de la ex Yugoslavia el film y a través del narrador en off, la película enlaza con otros proyectos tercermundistas que quedaron truncados por la decadencia del progreso. El Lagos International Trade Fair Complex, que en 1960 un arquitecto de la ex Yugoslavia construyó en África, que nunca sirvió para su propósito y que con el tiempo la gente utilizó a su antojo. La Villa Amaury, que los obreros de Brasilia construyen con las sobras de ese proyecto para sí mismos y que fue inundado bajo un lago artificial.
La ex Yugoslavia, África y Sudamérica. Un repertorio de proyectos truncos, de sueños y hogares que desaparecieron del horizonte de posibilidad del presente, espacios distópicos que han dejado utopías vencidas, y la pregunta por las humanidades y las identidades que les acompañan. ¿Cómo habitar un mundo que parece querer erradicarte una y otra vez? ¿Cómo habitar un mundo donde todo lo sólido se desvanece en el aire? ¿Qué hacer con los restos, con lo que queda, con las ruinas, los retazos? ¿Por qué seguir viviendo juntos? ¿Por qué seguir respirando?
Un filme sobre la ex Yugoslavia, sobre una generación que nació en un país que ya no existe y la búsqueda perpetua de un hogar en el mundo, para la que la respuesta que aparece es el cine, cuando el equipo de filmación irrumpe en la pantalla, cuando pensamos al cine como una forma de estar juntos, de hacer cosas juntos, de ver cosas juntos, como otro modo de igualdad.
De la oscuridad radical del desesperado no tener ningún lugar a dónde ir de Jonas Mekas a la luminosidad abrupta con que en el invierno recubre todos los países del norte, el cine y Valdivia siguen siendo el lugar donde siempre encontramos refugio. Como esa niña en medio de una sala de clases del filme de Agüero que, al lado de su hermano que mira su celular y de una niña que molesta, no puede contener su emoción ante lo que ve y gira emocionada su cabeza desde la pantalla hacia el proyector, porque el cine pasa ahí entre lo que son las películas y lo que nos pasa con ellas.
Vanja Milena Munjin Paiva