Informe XXIII Festival de Valdivia (3): Si escuchas atentamente
Experimentar Valdivia, año tras año, es como tener un entrenamiento físico. Es un constante fluir de diversas realidades cinematográficas, y aquí no sólo hablo de las diversas experiencias de países de todos los continentes, sino también de formas distintas de entender lo que es el cine, de cómo este se realiza, se entiende, tanto de manera moral como política, cuál es su fin y la historia que tiene detrás. Es también un entrenamiento para los sentidos, son siete días intensos de cine en los que yo siempre trato de visionar lo más posible y de lo más variado que tiene para ofrecer… y en esta ocasión el sentido que más me tocó poner a prueba fue el oído.
Por ejemplo, en las mañanas cuando despertaba, debía saber mantener el suficiente silencio interior para poder notar si estaba lloviendo, por el ruido que hacía el agua al chocar contra las tejas o el discurrir natural de la canaleta que estaba junto a mi ventana. El saber que llovía en las mañanas apuraba mi rutina, al saber que todo va un poco más lento, que el cruce del puente iba a ser más difícil (con la lluvia mojando horizontal en vez de verticalmente), que había que prepararse para la clásica lluvia festivalera para evitar el posterior clásico resfrío festivalero. También el oído se vuelve particularmente tendencioso cuando se juntan grupos a hablar de las películas vistas, a distinguir el entusiasmo de la precaución, la exaltación a la putrefacción.
Pero principalmente fueron las películas las que me hicieron entrenar este necesario sentido a la hora de disfrutar del cine. No mucha gente presta demasiada atención a la música usada, a la mezcla de sonido, y debo admitir que me cuento entre esas personas que dan ese tipo de cosas por sentado. Sólo últimamente he tratado de caer en ese tipo de entrenamiento para así poder establecer comparaciones técnicas y semióticas, hablar más de lo técnico, de lo que es cinematográfico de forma pura, por decirlo de alguna manera.
El primer asalto visual fue el documental I Had Nowhere to Go (Douglas Gordon, 2016), parte de la sección Nuevos Caminos, dedicada a las películas que podrían pertenecer al avant garde, que ocupan nuevos lenguajes, o que se consideren más experimentales. Lo único que sabía de esta película era que se trataba de un documental/adaptación sobre uno de los libros del cineasta inmigrante Jonas Mekas, basado tanto en su experiencia de disforia como su vida escapando de la Segunda Guerra Mundial. Supuse que su conexión con el programa de Nuevos Caminos estaba dado por el solo hecho de ser sobre el director que nos ha dado los diarios fílmicos experimentales más interesantes de la historia del cine… pero no podría haber estado más equivocado.
I Had Nowhere to Go es una película de 100 minutos, de los cuales 90 son la pantalla absolutamente oscura, con la voz de Mekas resonando por el espacio del cine, leyendo el libro del mismo título, una memoria sobre su niñez, su juventud y sus primeros años en Estados Unidos. De alguna manera, Gordon se hace cargo de la idea, de que él mismo no puede representar estas memorias de forma alguna, que lo que escuchamos ya existe, es una memoria, casi como que una película es superflua, pero al mismo tiempo, nos pone en el contexto absoluto de la imaginación y la creación de la imagen mental, donde es el audio la primordial fuente de sentido, reflexión y también de emoción. Alejándose completamente del estilo de Jonas Mekas para discurrir sobre memorias y encuentros, Gordon encuentra una nueva profundidad en el silencio y el vacío propio de le existencia mundana, algo que es alimentado por los pasajes seleccionados de la memoria: días deambulando por las calles de Nueva York, el vacío diario de un trabajo repetitivo que te lleva al vacío mental… pero también recuerdos del trabajo forzado impuesto por los alemanes en una fábrica, la sensación de ahogo existencial en que deviene la vida tras huir de la guerra, el ansia del inmigrante, lejos de casa y al mismo tiempo sin posibilidad de volver a ella. Esa pantalla en negro, con la voz adorable y aguardentosa de Jonas Mekas son la representación precisa de eso, y no es necesario nada más.
Douglas Gordon también prueba haciendo un diseño sonoro creativo que acompaña algunos de los pasajes, introduciendo incluso a veces pequeños flash de colores, ya sea acompañando el motor de una máquina, el sonido de los aviones, o una explosión ensordecedora (que seguramente despertó a buena parte del silente público). Es en las anécdotas finales cuando la oscuridad adquiere más sentido estético en conjunto con la voz de Mekas, que suena distendida pese a hablar del despertar en medio de la noche y encontrar sólo oscuridad alrededor de uno. Ese grito en el vacío emociona y le da la suficiente fuerza como para justificar todo este proyecto.
Otra película que me hizo pensar en cómo trabajar el sonido y que me hizo “parar la oreja” fue el híbrido ficción/documental The Dreamed Ones (2016) -parte de la sección de Galas del festival, que se dedica a dar la última película de grandes directores, consagrados por el festival o por la crítica internacional. En este caso se trata de la última película de la directora Ruth Beckermann, conocida por sus documentales sobre la experiencia judía, pero que en este último largometraje se acerca más a la ficción con el uso de actores, que hacen el papel de… actores.
En un edificio donde hay varias salas de grabación, dos actores alemanes (un hombre y una mujer) se juntan cada cierto tiempo para leer y grabar las cartas de dos amantes del siglo pasado -los poetas Paul Celan e Ingeborg Bachmann-, un intercambio que se extiende por más de una década y que involucra visitas, confesiones amorosas, despecho, muerte, enfermedad y variados tipos de demostraciones extremadamente poderosas, que llegan a afectarlos en su vida diaria, así como psicológicamente. Los actores se toman turnos para interpretar las respuestas de las misivas previas, a veces en un tono monocorde, alejándose de las fuertes palabras que se reproducen, pero eventualmente la evolución de la relación los empieza a afectar, especialmente en las conversaciones que tienen fuera de la sala de grabación.
La forma en que la cinta juega con la yuxtaposición entre el sonido grabado y la imagen es interesante, sobre todo por lo aparentemente genérico de la construcción de la “trama”. Los primeros planos en la pantalla grande llenan el espacio mientras la voz en alemán discursa sobre el amor y la poesía. Es gracias a esos planos cercanos de los actores que podemos ver los pequeños tics y momentos en que esas palabras afectan, sobre todo cuando cada uno de ellos representa una de las partes. Hay una enorme tristeza, proveniente del amor no correspondido, que permea tanto sus relaciones (que en un principio son muy cercanas y que con el tiempo se vuelven cada vez más frías) como la forma en que Beckermann encuadra a los actores en cuanto a su entorno, poniendo cada vez más espacio entre ellos, aumentando también los movimientos dentro del espacio, expresando a través de sus caminatas la desesperación y la aceleración en el ritmo de las cartas. Una película sobre el amor que traspasa no sólo las clichés barreras del tiempo, sino también las de lo performático.
Como estaba tan aclimatado a ocupar mi oído, era obvio que empezaría a estar más atento a eso en las películas que viera a continuación. Por ende fue decepcionante el encontrarme con Pastora, primer largometraje de Ricardo Villarroel, y que formaba parte de la Competencia Chilena del festival. La cinta es un documental con un gran énfasis en el paisaje del altiplano chileno casi con una total ausencia humana. Las escenas del pastoreo de camélidos -como llamas y vicuñas- es también el escenario de la muerte del hijo de una pastora aymara, quien lo habría dejado a la intemperie. Todo lo que cuento ahora suena como una gran oportunidad para trabajar la mezcla de sonido de la película, la cual tiene unas posibilidades enormes de transformarse en una pieza contemplativa de gran nivel técnico, comparable con las realizadas por la Harvard Sensory Etnography Lab… pero no.
La mezcla de sonido en la película chilena es no sólo decepcionante por la ausencia absoluta de juego y de aprovechamiento semántico, sino porque está mal hecho. El audio disminuye abruptamente momentos antes del ingreso de alguna de las voces entrevistadas de otras pastoras que hablan de su realidad y de lo que pasó con esta pastora en específico, y vuelve a subir el audio de ambiente de manera artificial una vez estas voces terminan. Las voces, además, están todas grabadas de muy mala forma, como si el micrófono hubiera estado pegado a sus labios y por ende no se les entiende lo que dicen a primera oída (se comprende gracias a los subtítulos, los cuales no habrían sido necesarios si se hubiera hecho un buen trabajo desde un principio). Además, varios planos tienen un eco metálico, efecto que deviene solamente de una mala post-producción de sonido, donde se ocupa un programa automático que reduce el “ruido” y deja ese sonido un tanto artificial.
No tengo nada en contra de la fotografía de la película, que creo que funciona muy bien y tiene grandes aciertos, pero el total descontrol y poco cuidado que hubo con el sonido (especialmente luego de haber visto estas dos películas tan fijadas en el audio), hace que buena parte del tema se pierda en los meandros de la pura contemplación, que se ve perjudicada enormemente al no poder tener un audio que acompañe el cien por ciento del tiempo lo que se está viendo. Aunque tampoco ayudó que en la introducción que realizó el director y el equipo contaran todo lo que pensaban del tema, así que cuando vi el documental sentí que no aprendí nada nuevo, ni sentí que tenía que ver la hora y pocos minutos que duraba para sentir el punto de vista del equipo, que me quedó claro antes de que la cinta empezara.
El festival me siguió sorprendiendo, mis oídos siguieron experimentando, pero eso queda para otra vez.
Jaime Grijalba