Hater: ¿Quién es el manipulador?
Eso que hablamos antes sobre un potencial empobrecimiento de la interpretación de la realidad, mediada (¿o creada?) desde las imágenes y ajustada al criterio de unas pocas “palabras clave”, que pueden accionar mecanismos completos y complejos de manipulación al servicio de la pura y dura competencia, está en el centro de lo que podría denominarse como fresco sociocultural contemporáneo en el que Hater desarrolla su acción de thriller. Sin embargo, es esta última dimensión de género al que poco se le puede reprochar al filme. Entretiene, impacta, provoca y todo ese limitado etcétera tan presente en mucho del cine actual.
“Yo soy el odiador. En una agencia me pagarán por dañar la imagen de terceros inventando noticias falsas en internet, y nunca me detendré. Aparte de ese detalle levemente casual, quiero ser parte de una familia de alta burguesía que conocí desde mi infancia en el campo y la pobreza, y en realidad es este último mi único y verdadero norte en la vida. Y al igual que al joker, no me interesa ni la izquierda ni la derecha, solo aspiro al premio mayor de mi futura felicidad”.
Podría esta ser la presentación ficticia con que el protagonista de Hater, un personaje tan oscuro como veinteañero, Tomas Giemza, se autodefina. Se trata de un ser de condiciones extraordinarias para ejercer la manipulación sin dejar de ser él mismo. Tomas es la gran araña de este laberinto donde todas las piezas o peones, pertenecientes a rangos sociales más altos que él, o bien viven en el doble estándar progresista chic que va desde lo políticamente correcto hasta el chismoseo más clasista, o están perdidos en la alienación monstruosa de la soledad, los video juegos y un triste, bizarro intento de acoso sexual a la propia abuela, o son simples animales, mientras que Tomas transita entre la simpleza y el enigma, polos con que puede llegar a disfrazar el uno con el otro, un poco como el filme en sí.
El mundo de Hater es uno donde Dios parece haber definitivamente muerto, ¿dónde podría ubicarse dicho ser en medio de tanta tecnología de las imágenes sobre imágenes y de palabras clave que en un número muy reducido tienden a influir y mediar nuestra experiencia de la realidad, en particular la realidad política, con el resultado de un potencial empobrecimiento del discurso que el ser humano hace sobre sí mismo y el medio que lo rodea? A dios, o la búsqueda de sentido en un mundo donde las ideologías yacen muy subsumidas tras capas de discursos entre técnicos, modernos (en el sentido de sofisticados) y políticamente correctos, tal vez se lo quiera recuperar desde el mismo mito de la política, la democracia, etc. ahora amenazados por la intolerancia y el peligro de la extrema derecha que juega con otros mitos: cristianismo y unidad racial. Tomás, sin embargo, es un joven sin ideología visible. No especialmente carismático ni de atractivo físico, pero si implacable. No parece cometer errores y, como en tantas películas contemporáneas, es poco lo que sabemos o intuimos de sus procesos mentales y su personalidad, quedándonos por tanto con su infinita capacidad de manipular, allí donde el mundo virtual es solo un medio para su ardiente deseo de ser importante, de influir en los demás, y vaya si lo hace.
Eso que hablamos antes sobre un potencial empobrecimiento de la interpretación de la realidad, mediada (¿o creada?) desde las imágenes y ajustada al criterio de unas pocas “palabras clave”, que pueden accionar mecanismos completos y complejos de manipulación al servicio de la pura y dura competencia, está en el centro de lo que podría denominarse como fresco sociocultural contemporáneo en el que Hater desarrolla su acción de thriller. Sin embargo, es esta última dimensión de género al que poco se le puede reprochar al filme. Entretiene, impacta, provoca y todo ese limitado etcétera tan presente en mucho del cine actual. Queremos de algún modo ver el morbo del mecanismo de la manipulación y el espionaje, cuál es el límite de la falta de códigos y el espectáculo de dominantes que finalmente resultan víctimas, o víctimas que desean ser victimarios y terminan siendo los más manipulados. El gran show del abismo de un mundo muy vacío de ideales pero lleno de deseo, donde la cultura es reducida por los mismos medios en la que las realidades, empíricas, virtuales, discursivas, se superponen y confunden, y donde todo, en especial las prácticas o ideas que se pretendan tomar en serio, tiende a la sátira, la ironía, porque no existe un dónde empezar a hacerlo.
Tomas puede ser un espíritu sensible, o posiblemente no; su dolor puede ser profundo y a la vez frívolo, las acciones derivadas del deseo suyo y de los otros son puramente prácticas, nada se detiene efectivamente en este mundo, como las noticias en la TV o los chat de conversación en la web. Tomas lo tiene todo muy claro, no hay dudas en él, a diferencia de los que lo rodean, aun sin tener nada en común. Pero, para él y los otros, la claridad de los fines o de aquello que se rechaza de plano solo parece tener un muro accidental: el llanto. Todos van hacia adelante, y al menor tropiezo o piedra que los bloquee pueden caer en la impotencia y literalmente llorar, casi como niños caprichosos de un mundo que debe ser transparente para ellos pero que no siempre lo es. Las emociones pueden ser la última mercancía del capitalismo virtualizado que ofrece día a día toda la información necesaria para saberlo todo.
Es discutible la capacidad de la película para ensamblar fidedignamente aquel fresco social casi satirizado de un mundo implacable (¿la Network de la era online?, a años luz probablemente) con el relato de un joven arribista que lucha y complota por ascender a una familia tan bien como progresista y antipática. La secuencia interminable de acciones y reacciones está tan bien armada para la intriga que el grueso de las escenas, a excepción tal vez de aquellas donde la cinematografía se afea con la estética de esa otra pantalla nuestra de cada día, los ordenadores y la red, nos hace seguirla entre confiados y desconfiados por un camino de otros personajes tan desagradables como el manipulador, sin que finalmente quede nada de humanidad, ni una luz al final o al origen de este túnel que toma la forma de círculo perfecto.
Esa es una condición que padece el relato circular de tan rotundo cierre. Allí donde la humanidad parece no tener donde buscar el oro de la honestidad entre los seres, donde a cada derrumbe de las pruebas los que podrían hacer o decir algo lúcido están igualmente ciegos por la hipocresía, la sátira feroz puede perder algo de su dirección y objetivo, en particular político. El manipulador los desnuda, es cierto, pero también es frágil, con algún tipo de sensibilidad que claramente y entendiendo su abyección, no afecta mucho. Como el mundo que representa, Hater puede correr el riesgo de caer en cierta frivolidad filosa, en una falta de profundidad que, sin embargo, no deja de comportar un peligro latente para los seres que la pululan: la de que alguien inteligente pero sin ideología ni muchos contenidos los observe desde todos los ojos disponibles en el cuerpo y el mercado.
Título original: Sala samobójców. Hejter. Dirección: Jan Komasa. Guion: Mateusz Pacewicz. Fotografía: Radosław Ładczuk. Edición: Jarosław Kamiński. Reparto: Maciej Musialowski, Vanessa Aleksander, Danuta Stenka, Jacek Koman, Agata Kulesza, Maciej Stuhr, Adam Gradowski. País: Polonia. Año: 2020. Duración: 135 min. Distribución: Netflix.