Hasta los huesos (1): Morir de amor
La película es tan repugnante como conmovedora, dualidad complementada de las muchas cosas cautivantes que el filme es al mismo tiempo y, si bien esto tiene el potencial de fortalecer, en vez, tropieza con un guion que se va hundiendo poco a poco conforme le entra el agua de lagunas transparentes. Así, la novela de DeAngelis se transforma en un espectro que, una vez pasado el prometedor primer acto, empieza a importunar con recordatorios poco amigables sobre aquello que no se está mostrando.
¿Y si la consumación de la tragedia de “Romeo y Julieta” no hubiese sido la voluntaria muerte de la pareja en los brazos del otro? ¿Qué acuñaría el pináculo del concepto de romance que no conoce oponente hasta ahora? Cómo sería, entonces, la noción universal del amor romántico. ¿Es satisfactoria una historia de amor sin el factor fatídico? Hablando, por cierto, dentro del marco de su idealización en la ficción. Semejante sentimiento intenso bordea de manera alarmante con el dolor -es incontenible, apabullante, asfixiante. Te descuidas un poco y ya te has vuelto loco. La poesía y música más hermosas, y a la vez dolorosas, se inspiran en el romance. El amor de pareja y el sufrimiento conforman una amalgama que el arte, en sus variadas expresiones, adora como musa. En el cine, se le ha sacado provecho a través de las más diversas interpretaciones a esta dualidad. Puede ser un querer no confesado que quema a fuego lento y la melancolía de lo que pudo ser en “Con ánimo de amar” (Wong Kar-Wai, 2000) o la manifestación literal del borroso límite entre el placer y el dolor físico que impulsa hacia un heterodoxo tipo de homicidio en “Matador” (Pedro Almodóvar, 1986).
Detengámonos un minuto en el thriller semi erótico de Almodóvar. La película, cuya pareja principal comparte la incontrolable necesidad de asesinar hacia el clímax del sexo, pide prestada la pecaminosa sensualidad de arrebatarle la vida al otro que introdujera la figura del vampiro. Por más letal que sea, y por ende criminal, la acción de succionar la sangre del amante está dotada de un romanticismo irresistible. Así es como la conjunción de amor y daño es llevada al extremo, siempre en virtud de la (fantasiosa) idea de abandonarse como individuo para entregarse en cuerpo y alma al otro; la voluntad de ser lastimado -y consumido- por esa persona como la prueba más magnánima de compromiso. En “Matador”, aunque no trate de vampirismo, se presenta a dos amantes entregados a la bestial condena cuyas naturalezas comparten, un salvajismo tan poco común que los junta inexorablemente como el mito oriental del hijo rojo.
Esto nos encamina a una nueva interpretación del horror carnal como vínculo: el canibalismo. ¿Y si las estrellas decidieran unir en simbólico matrimonio a dos criaturas solitarias y desadaptadas a través del improbable instinto comedor de personas? Las criaturas se llaman Maren y Lee, los protagonistas de “Hasta los huesos”, adaptación fílmica de la novela de Camille DeAngelis.
Pero sin confundirse; “Hasta los huesos” no es solamente una historia de amor. Aunque eminentemente lo es, no deja de ser al mismo tiempo una historia de autoaceptación, de coming of age, de encontrar tu lugar en el mundo, del trauma, de las heridas de la crianza disfuncional y, cómo no, una historia de gore y horror. La trama es simple: década de 1980. Al cumplir la mayoría de edad, Maren (Taylor Russell) es dejada a su suerte por su padre por motivos que, tras la reveladora secuencia introductoria ya sospechamos, pero que él explica en detalle en una grabación de cassette que ella escucha en su walkman. Sucede que, desde pequeña, Maren tiende a comerse a la gente, lo que obligó a su padre a estar en constante huida de la policía. Sola en el mundo, la chica decide ir tras la huella de su madre ausente para tratar de comprender su comportamiento. Es en este viaje donde, por primera vez, Maren conocerá a otros como ella. Uno de ellos será Lee (Timothée Chalamet), un joven rebelde que carga sus propios demonios.
Considerando la popularidad de Chalamet, se le agradece al director Luga Guadagnino el no perder el norte y enfocarse, como corresponde, en primer lugar en Maren, y después en Lee. En “Hasta los huesos” se presiente el afecto por la chica a través de un tratamiento que sigue su aventura con una mirada vigilante casi paternal, como sustituyendo lo que acaba de perder. Empatizamos con ella y permanecemos pendientes -o, mejor dicho, alertas- durante su sucesión de nuevas experiencias, como cuando conoce a Sully (un sólido Mark Rylance), un desconcertante caníbal de mucho mayor edad que ronda el desarrollo de la historia como una sombra. Este apego por Maren, sin embargo -que poco y nada cuestionamos a pesar de constituir ella misma una fuente de peligro- no solo surge porque observamos el mundo desde sus lozanos ojos, sino también gracias a la honesta interpretación de Russell que sabe ocupar su noviciado en protagónicos a su favor, transmitiéndole su propia inocencia al personaje.
La actriz, poco conocida más allá de su aplaudido secundario en “Waves” (2019), comprende la psicología y personalidad de Maren; una chiquilla abandonada y perdida, expuesta a extraños en los que no logra descifrar si confiar o no, abrumada de cuestionamientos sobre su origen y tendencias asesinas, en constante debate consigo misma. La Maren de Russell es, entonces, tímida, reservada y temerosa, así como curiosa y voluntariosa. Su interpretación es gratamente modesta, de detalles, de miradas y gestos dudosos, de arrebatos adolescentes y preguntas internas. Este carácter más introvertido contrasta con el imponente de Lee, sumando al atractivo par que conforman los dos en términos visuales. ¿Cómo es posible que una pareja de caníbales nos parezca atractiva? Es que, además de que Russell y Chalamet configuran una pareja fotogénica de la que quieres ver más, volvemos al morbo de los amantes sangrientos. ¿Y qué y si matan? No es más que la manifestación cúlmine de su amor destinado.
Entre perturbadores y puntuales planos descriptivos de la actividad canibalística, y otros amplios y contemplativos del contexto que acompaña el viaje -todo muy propio de la estética road movie estadounidense, con sus carreteras interminables, paisajes abiertos, campos de maíz y bencineras decadentes- Guadagnino teje el periplo introspectivo de los jóvenes con las monstruosidades que son y cometen en una trenza tan larga e inquietante como la que atesora Sully. El italiano justifica el reconocimiento mundial que obtuviese gracias a “Call me by your name” (2017), exhibiendo lo que mejor sabe hacer: ilustrar un relato tenue cuya construcción de tridimensionalidad se alimenta de emociones prístinas que se arraigan de imágenes y melodías de fantasmagórica presencia y evocación profunda, logrando involucrar al espectador sin delatar el esfuerzo en ello. En su más reciente obra, Guadagnino ostenta su sello como director con clase, capitalizando, por un lado, el corte amoroso de la película que lanzó a la fama a Chalamet y, por el otro, el carácter espeluznante de “Suspiria” (2018), el digno remake del clásico de Dario Argento.
Es, no obstante, esta índole multifacética la que le impide a “Hasta los huesos” cerrar el círculo de forma triunfal. La película es tan repugnante como conmovedora, dualidad complementada de las muchas cosas cautivantes que el filme es al mismo tiempo y, si bien esto tiene el potencial de fortalecer, en vez, tropieza con un guion que se va hundiendo poco a poco conforme le entra el agua de lagunas transparentes. Así, la novela de DeAngelis se transforma en un espectro que, una vez pasado el prometedor primer acto, empieza a importunar con recordatorios poco amigables sobre aquello que no se está mostrando. Es que, si bien esperar que la adaptación de un libro cubra todo el contenido importante es naive e inverosímil, en este caso, donde somos testigos de un lánguido relato que progresivamente deja de fluir a causa de lo que solo pueden ser agujeros narrativos, queda poco margen para conceder el beneficio de la duda.
En retrospectiva, en el ADN de “Hasta los huesos” es posible evocar genes que van desde la simbólica conjunción entre la maduración y el espanto de “Raw” (Julia Ducournau, 2016) hasta la luz de ternura en la violencia de “Déjame entrar” (Tomas Alfredson, 2008). Sumándole el contexto de dos amantes en fuga a lo largo de la ruralidad de Estados Unidos al estilo “Badlands” (Terrence Malick, 1973), el último trabajo de Guadagnino, por sobre todas las cosas, se vale de esa concepción bestial e irremediable del romance como tubo de oxígeno en medio de un recorrido que a mitad de camino se empieza a quedar sin aire. El amor entre Maren y Lee es el primer gran amor, y nos encantaría que fuese el único y último, pero qué sería de una epopeya romántica sin la amenaza del dolor. Sobre todo, si esta máxima se presenta de forma -digamos- literal.
Título original: Bones and all. Dirección: Luca Guadagnino. Guion: David Kajganich. Fotografía: Arseni Khachaturan Montaje: Marco Costa. Música: Trent Reznor, Atticus Ross. Elenco: Taylor Russel, Timothée Chalamet, Mark Rylance, Kendle Coffey, André Holland, Ellie Parker. País: Estados Unidos. Año: 2022. Duración: 131 min.