Fourteen: Qué hicimos con el tiempo, nosotras, que nos habíamos necesitado tanto
Sallit filma a estas dos amigas de infancia en una serie de retratos donde la cámara nunca se apura por decirnos algo antes de que ellas lo hagan, sin primeros planos sobreexpresivos de sus emociones que pudieran abrirnos la puerta a sus identidades más secretas y con muy pocas tomas generales. Sin embargo, es una película que está lejos de una visualidad en función exclusiva de las actuaciones, esto porque la madera de la que está hecha este filme es el tiempo.
Uno puede encontrar algunas reminiscencias en este trabajo de Dan Sallit con los de Richard Linklater y Barry Jenkins, en particular de Boyhood y Moonlight: la cotidianeidad de existencias sometidas al tiempo, esa temporalidad del cine al servicio del tiempo existencial. Pero ahí donde ambas exponían dicha cotidianeidad también como un telón de verdaderos ritos de pasaje a la adultez y al misterio de la propia identidad, es decir, con un cierto objetivo final dentro de una continuidad temporal sin un cierre propiamente dicho, Fourteen, hecha al margen de cualquier tipo de industria y lejana a los marcos de distribución que pudieron tener las cintas mencionadas, se plantea en clave más baja una tarea aún más radical. No hay aquí un experimento espectacular de filmar durante trece años con el mismo elenco y actor protagonista que pasa de niño a adulto, ni tampoco la visualidad expresiva de Jenkins y los cambios físicos (y de pérdida de identidad) extraordinarios que sufre el personaje (dos actores) desde un frágil adolescente constantemente atacado por los matones de turno a un adulto fisicoculturista irreconocible.
Sallit filma a estas dos amigas de infancia en una serie de retratos donde la cámara nunca se apura por decirnos algo antes de que ellas lo hagan, sin primeros planos sobreexpresivos de sus emociones que pudieran abrirnos la puerta a sus identidades más secretas y, con alguna excepción bastante marcada, con muy pocas tomas generales. Sin embargo, esta es una película que está lejos de una visualidad en función exclusiva de las actuaciones, esto porque la madera de la que está hecha este filme es el tiempo, uno que se va tornando casi físico, encarnándose en la carne de sus personajes, en una secuencia de planos y eventos de tono similar al de capítulos, donde la evolución no parece ir en una dirección muy evidente de un secreto por descubrir sino de la revelación de pequeños y vivos momentos siempre presentes, una fatalidad sosegada, incluso serena en esta relación de amistad femenina asimétrica, donde una de ellas, Jo, mujer que cumple ciertos requisitos considerados de atractivo físico: rubia, delgada y alta, representa el misterio de una inestabilidad que ronda lo patológico, y Mara, su amiga de infancia, parece ser su oposición, pequeña y más desgarbada, sin mucha confianza en sus talentos pero de un carácter más afable y una personalidad más centrada, es a través de quien observaremos el deterioro progresivo de Jo mientras la película centra alrededor de ella, Mara, las preguntas de la que está hecho este tiempo fílmico: cuál es la naturaleza de la comunicación entre estos seres, y qué tanto de esta se debe a sus voluntades o al curso y la inevitabilidad de las cosas.
Dan Sallitt, para construir esa sensación de cine como tiempo puro de vida requiere no solo de ritmo por supuesto, sino también de una materialidad que parte de un guión muy planificado y conciso, de actuaciones naturalistas, de una idea de cotidianeidad que no solo obedece al prejuicio evidente que puede surgir aquí: el del retrato de vidas mínimas o perdidas, sino que se articula también como un verdadero espacio de resistencia ante el curso temporal en que esas vidas van intentando componer cuadros con algo de sentido. La cotidianeidad consume y expresa frustraciones y perdidas, pero también pareciera ser un espacio (igualmente hecho de tiempo y, por ende, fugacidad) donde ocultarse constantemente, ironía de ser una especie de refugio donde trazar los afectos y poner a prueba las confianzas y la fidelidad en el interés de la una hacia la otra.
La parsimoniosa ambivalencia de poder y atractivo (físico o carismático) entre Mara y Jo comporta posiblemente uno de los ejes en el guion con que Sallitt mantiene cierta tensión desde el arranque. Una escena que podría partir al relato en dos partes tampoco lo termina haciendo. Sallitt detiene la cámara durante algunos minutos en un plano fijo, general y cenital situado sobre una estación de trenes donde los seres transitan como fichas que entran y salen. Son minutos que ponen a prueba la paciencia o el aburrimiento de la audiencia hasta que alcanzamos a visibilizar a Mara quien se dirige a la casa paterna de Jo, donde descubriremos que esta ha intentado suicidarse. Mara le confiesa que se siente invisible en la ciudad que les tocó para vivir, Jo le responde: eso es un privilegio. Tampoco es un clímax, aunque llegará. Cada momento tiene su pequeña revelación. Estas vidas más que mínimas son de una verosimilitud representativa del concepto poético de vidas, un catálogo de honestidades e incertezas valido para cualquiera, aunque sea a ratos. Sallitt no juzga ni menos toma altura moral o intelectual sobre los seres que describe, como es común a muchos cineastas en la actualidad. Su naturalismo a lo Éric Rohmer no lo soportaría.
Uno podría volverse escéptico o paradójicamente elitista al preguntarse sobre quien podría dejar esta película a media sesión, para responder que solo aquel que se aburra con sus propios silencios, que necesite de constantes variaciones y luces de artificio, porque la verdad es que este no es un filme de vocación comercial ni muy popular, pero podría serlo. A diferencia del filme de Linklater, esto no va con esa revelación como sensación “final” del tiempo simultáneo. Su intensidad es un susurro en que una de las partes termina agotando su vacío y la otra solo sigue adelante. Es un filme más pequeño. No cuenta con imágenes delicadas y brillantes como un cristal o porcelana para el caso de Jenkins o la ambición totalizante de Linklater. Muchas cosas quedan en suspenso, latiendo con fuerza, como en el clímax: la revelación del alma de Jo en una noche más de departamentos. Pone a prueba una estructura ordenada de tiempo y espacio que sabe bien, y casi siempre muy bien, cómo revelar sus materiales y que a pesar de ese mismo orden termina pareciéndose mucho más a la secreta vida explícita que a un reloj, incluso más que las otras hermosas películas de las que he hablado.
Título original: Fourteen. Dirección: Dan Sallitt. Guion: Dan Sallitt. Fotografía: Christopher Messina. Reparto: Tallie Medel, Norma Kuhling, Lorelei Romani, C. Mason Wells, Dylan McCormick, Kolyn Brown, Willy McGee, Scott Friend, Evan Davis, Ben Sloane, Caroline Luft, Strawn Bovee. País: Estados Unidos. Año: 2019. Duración: 94 min.