Érase una vez en Anatolia (Nuri Bilge Ceylan, 2012)
Erase una vez en Anatolia ofrece una visión esquemática y aglutinadora de los recursos cinematográficos que identifican a Ceylan. Con un abultado metraje (casi dos horas y media de duración) y una abierta vocación hacia el silencio narrativo, películas como éstas requieren la presencia de un espectador comprometido con esta praxis cinematográfica y con un manejo del tiempo decididamente distante de las convenciones del cine clásico.
Más de tres cuartos del film transcurren arriba de un auto policial. En su interior un reo acusado de asesinato guía a la policía hacia el lugar en donde enterró el cadáver. Su indecisión dilatará las horas de viaje e irá instalando el trayecto en su periferia, desplazando poco a poco el leit motiv de la búsqueda hacia áreas en donde el nudo dramático no busca resolverse, haciendo del viaje una excusa que justifique un tiempo abandonado de toda acción contundente.
Es aquí donde la realidad actúa con sus fisuras, con su devenir a veces ilógico, intrascendente, haciendo que la valía de este cine radique en el gesto de presentar esas fisuras y transformarlas en una poética. Conversaciones descolgadas, tiempos muertos, silencios incómodos, el vacío físico que muchas veces genera en pantalla la puesta en obra de una duda, van a reproducirse para poblar un camino cuyo recorrido dice relación con evidenciar las estrategias comunicacionales que la realidad despliega para entrampar al tiempo, para solazarlo en la idea de que “algo” lo ocupa. Ciertamente la realidad le teme al silencio y es un gesto de enorme valentía que cinematografías como ésta expliciten ese temor, y por lo mismo, lo superen. Es allí donde encontramos una clara referencia a lo que Antonioni definió como la conformación de un nuevo realismo, un “realismo objetivo” en donde va a ser necesario poner de manifiesto todas las operaciones que la realidad ejecuta, aun cuando éstas no sean deducibles en información que nos permita hacer del relato fílmico una historia literaria. Esto hace del cine de Ceylan un espacio en donde lo único que se nos entrega con claridad es un mapa en donde las coordenadas son preguntas que apuntan hacia un fin mucho más trascendente que la resolución de una trama, si no que versan acerca de las posibilidades del cine y sus mecanismos de acción, sobre su capacidad de despojarse de una construcción atávica de la realidad.
Para esto Ceylan utilizará un modo fílmico cercano a la escuela soviética, planos largos que respiran en los detalles que evidencian, preciosismo fotográfico, una cierta tendencia a la trascendencia a través de pequeños espacios de tiempo desbordados por la belleza del paisaje que los ocupa, personajes principales excesivamente contenidos en un silencio que los protege de lo cotidiano y prosaico que a veces puede resultar el lenguaje y la utilización de la realidad como soporte y a la vez enmascaramiento de una voluntad metafísica, nos hablan de un lejano emparentamiento con el cine de Tarkovski.
El viaje en auto, al igual que en Kiarostami es el viaje inmaterial de una idea, es el tempo de un proceso y su culminación. Por todo esto, es necesario perder el temor al extravío. Vamos a enfrentarnos a un cine cuyo valor esta en connotar, en entender dicho camino como una falange que va fortaleciéndose en la medida en que dejamos de preocuparnos por un destino que Ceylán apenas se preocupa de esbozar. Vamos a encontrar una justa dosis de ironía, un fresco algo pesimista del estado de las cosas en una Turquía que se debate entre el primer-mundismo de la comunidad internacional a la que pertenece y la precariedad que es la que realmente determina el funcionamiento de las instituciones, pero esto no es importante, esto funciona apenas como diminutos dispositivos de normalidad, como señales instaladas en medio de ese inhóspito recorrido en automóvil para hacernos creer que estamos en terreno seguro, que hay algo concreto, cognoscible, una fábula que nos reubique en nuestro estado material. Habrá seguramente quienes se atrevan a moverse en esa esfera de lo in-aparente. Pero los habrá también, y serán mayoría, quienes mirarán desde lo inteligible aquello que pasa más arriba, en el inalcanzable espacio que transforma lo cotidiano en el constructo de una épica.