Emociones Clandestinas: mi nuevo estilo de baile (Pablo Berthelon, 2012)

El Yogui habla pausado. Pronuncia muy bien la ‘s’ y muy de vez en cuando se altera. Parece estar interpretando un personaje permanentemente frente a la cámara. Algunas veces lleva un bigote, otras no. En un momento se ve más joven, en otro mayor, delatando el paso del tiempo en el filme. Una polera rockera que evidencia que su cuerpo ya no es el de antes, ese del muchacho delgado con pintas extrañas que se transformaba sobre el escenario; después una camisa de cuello en punta rescatada de alguna tienda memoriosa, nostálgica, de otros tiempos; o de pronto un abrigo para resistir el frío hostil de la calle que enrojece su nariz, dándole un halo beodo al personaje. El Yogui, en definitiva, nunca es el mismo. Siempre se renueva. Siempre se reinventa.

El filme Emociones clandestinas. Mi nuevo estilo de baile (Pablo Berthelon, 2012) es sencillo, sin muchas pretensiones: retrata el auge, ascenso y descenso de una de las bandas chilenas más influyentes y, por qué no, míticas del último tiempo en la escena nacional. Un ritmo ágil, una cadencia original, 3 o 4 notas por canción y una voz inconfundible, teatral, impostada. ¿Quién no ha movido las piernas con ese ritmo frenético e irreverente, de Un nuevo estilo de baile? Cuánta razón tenían los Emociones clandestinas: estaban fundando algo nuevo. Se sentía en el aire.

Pero estos son méritos indiscutibles de la banda penquista. Quizá el filme, por su parte, no logra hacerle justicia, queda corto. Entrevistas directas con fondos inmóviles, intercaladas con imágenes de archivo: escenas caseras de una banda amateur, que aprendió en el camino, que debió hacerse camino desde la precariedad. El espíritu punk encarnado en 4 chicos del sur.

El riesgo es menor, la propuesta formal débil. Pareciera que la película no rescata los recursos afectivos que los mismos entrevistados y la misma historia le entrega. ¿Qué fue de los conflictos entre los integrantes de la banda? ¿Cómo es que Emociones clandestinas es borrado del mapa musical y cultural desde los 90 en adelante? En el filme hay esbozos de una lectura política, que dialoga con el contexto en que desaparece la banda, el mismo Yogui lo evidencia en un momento, pero la dirección no se hace cargo, no es sensible al factor más importante en la desaparición de una agrupación, de un estilo no solo de baile, sino de vida, que la transición se encargó de erradicar.

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Álvaro España es entrevistado hacia la mitad del filme. Su relación con la banda es anecdótica y elocuente, reflejo de una generación desencantada y embriagada. España, en un concierto de los penquistas en Santiago, llenó de ‘pollos’ al Yogui, en un acto de pura e inocente rebeldía. Nadie sospechaba que esa unión líquida, ‘flemática’, los ubicaría como íconos de la contracultura, de la respuesta al oficialismo. Uno de los puntos altos del filme es este. Con decepción me doy cuenta que no lo aprovecha y España pasa a ser un entrevistado más de la película. “¿Es esto revolución?”, podemos preguntarnos luego de ver el filme. Pero seamos justos y rindamos homenaje a quien sostiene el filme, a ese dínamo de inagotable energía que se instala frente a la cámara, en un pacto natural de fotogenia rebelde: “renovarse o morir”, parece decir aún el Yogui, más de 25 años después de ese disco legendario que inmortalizó a un músico, a un personaje entrañable.

Pablo Álvarez