Ema (2): Maternidad interrumpida

A diferencia de los anteriores trabajos de Larraín, que tenían una paleta de colores más apagada y sobria, en Ema las tonalidades vibran gracias a un diseño de vestuario extravagante, una dirección artística con personalidad y una iluminación expresiva. La realidad que busca crear Larraín con esta película es una que se aleja del naturalismo mesurado, prefiriendo en cambio un resultado más vehemente. Incluso en los diálogos se nota un dinamismo en los registros utilizados.

Las circunstancias que ponen en movimiento a la película Ema de Pablo Larraín, y que dan forma al conflicto de la obra, ocurrieron antes de los hechos narrados en la cinta. Los detalles de lo que pasó no son explicados de inmediato, sino que se hacen algunas alusiones incompletas, a partir de las cuales vamos completando el puzle. Lo primero que sabemos es que se trata de un niño que ya no está en custodia de la protagonista (Mariana di Girolamo) y que esta se ve impedida de recuperarlo. Luego esos aspectos se van precisando y descubrimos que el niño había sido adoptado, pero debido a un comportamiento errático, que provocó un accidente con graves secuelas, fue regresado al cuidado de las instituciones estatales, donde la antigua madre adoptiva ya no puede tener contacto con él, pese a que se arrepintió de su decisión.

La joven, cuyo nombre da título a la cinta, es una bailarina que está casada con un coreógrafo mexicano llamado Gastón (Gael García Bernal). Ambos viven en la ciudad de Valparaíso, donde trabajan junto a un conjunto de baile en obras que incorporan elementos de la danza moderna. Debido a que Gastón es estéril la adopción se convirtió para ellos en la única manera de tener un hijo, así que la llegada de Polo debía ser una alegría para su hogar. Sin embargo, la tendencia del niño a realizar acciones extrañas y hasta sádicas, como jugar con fuego, alcanzaron el punto de mayor gravedad cuando le quemó la mitad de la cara a la hermana de Ema, dejándola en el hospital. Superada por estas dificultades, la protagonista devolvió a Polo al sistema de adopción, lo que ha provocado diversas consecuencias.

En un comienzo, las emociones que dominan a Ema están marcadas por la impotencia. Primero, por no poder cumplir con su rol de madre, sintiendo remordimiento por lo que ocurrió con Polo, y luego por no ser capaz de revertir las secuelas de su decisión, ya que está impedida de recibir información acerca del actual paradero de quien fuera su hijo. El sufrimiento de la joven no está limitado solo a su entorno doméstico, donde existen duros cuestionamientos mutuos entre ella y su marido, en los que él intenta asignarle toda la culpa. Las reacciones a lo ocurrido también aparecen fuera de esos límites, tanto en la funcionaria que los había ayudado en el proceso de adopción, como en el grupo de baile de la protagonista y en el colegio donde trabaja como profesora. En todos esos lugares recibe las miradas o comentarios de personas que ven en su comportamiento una especie de traición a lo que se esperaba de ella como figura materna.

Su rol resignado, en el que se limita a ver lo que ocurre con Polo y posteriormente a recibir los comentarios del resto de las personas, da paso a una conducta más activa, cuando decide aprovechar el poder de su autonomía. Parte de la motivación parece estar en el recuerdo de su hijo adoptivo, ya que a lo largo del metraje hace referencias a él y lo vincula con algunas de sus acciones. Esto ocurre, por ejemplo, cuando recuerda que a Polo le gustaba el reggaetón, ritmo que Ema comienza a privilegiar por sobre los trabajos de Gastón, quien desprecia ese tipo de música. Más clara es la conexión con el fuego, debido al hecho que provocó el quiebre con el niño, y que la protagonista adopta gracias a un lanzallamas que había conseguido su marido para una de sus presentaciones.

La primera cosa que vemos en la película es un semáforo en llamas, que flamea en medio de la noche, mientras la protagonista lo observa en silencio. Armada con este implemento, Ema recorre las calles de la ciudad en diferentes escenas, para probar su potencia, quemando juegos infantiles, vehículos, estatuas o simplemente expulsando el fuego a la atmósfera, lo que crea algunos de los instantes más hipnóticos de la obra. Baile y destrucción, música e imágenes, se van mezclando en esta cinta para dar forma a un relato que apela a los sentidos del espectador, el que a veces debemos seguir guiados no por la historia narrada sino por las sensaciones que va generando.

A diferencia de los anteriores trabajos de Larraín, que tenían una paleta de colores más apagada y sobria, en Ema las tonalidades vibran gracias a un diseño de vestuario extravagante, una dirección artística con personalidad y una iluminación expresiva. La música compuesta por Nicolás Jaar complementa las imágenes del director de fotografía Sergio Armstrong con un ritmo que toma la iniciativa y no se contenta con ser solo un ruido de fondo para las escenas. Valparaíso tampoco es relegada a un simple telón ubicado atrás de los personajes, y la manera en que la película la muestra va más allá de la típica postal a la que nos tiene acostumbrados la publicidad. Armstrong aprovecha la composición de los planos y las variaciones en la profundidad de campo para posicionar a los personajes en sus diferentes rincones, otorgándole un sello propio a ese lugar.

La realidad que busca crear Larraín con esta película es una que se aleja del naturalismo mesurado, prefiriendo en cambio un resultado más vehemente. Incluso en los diálogos se nota un dinamismo en los registros utilizados, fluctuando entre las expresiones más cercanas al habla cotidiana de las personas y las conversaciones que presentan una cargada (y excesiva) alusión simbólica. Son recurrentes también las declaraciones de insólita honestidad entre los personajes, como si no existiese una barrera que separa lo que piensan de lo que dicen, lo que genera una particular atmósfera, que recuerda a las obras de Yorgos Lanthimos, aunque sin alcanzar los niveles de extravagancia de algunas de sus cintas.

Una de las dimensiones exploradas por la protagonista es su sexualidad, que vive con hombres o mujeres, en pareja o en grupo. La relación con Gastón se ve afectada por la pérdida de Polo, lo que provoca un constante vaivén entre ellos, quienes, pese a reconocer el amor que sienten el uno por el otro, se separan, sienten celos y se desean con muestras de gran intensidad. En medio de todo esto Ema conoce a Aníbal (Santiago Cabrera), un bombero, y a Raquel (Paola Giannini), una abogada, que se ven hechizados por la influencia de la protagonista y se sumergen en unas complicadas aventuras con ella.

En Ema la autodeterminación de la protagonista se convierte en el principal motor de la obra, y no es difícil identificar en el relato la importancia que tiene el género de dicho personaje en cómo se desenvuelve dentro de su mundo. Su papel como madre ocupa un lugar fundamental dentro de la cinta, mientras que la solidaridad que encuentra en su grupo más íntimo de amigas la convence de seguir adelante. Pero la película no toma estos elementos para entregar un mensaje simple e inocuo del tipo “libre, linda y loca”, sino que opta por una posición más atrevida, hasta intimidante. Podemos notar esa aproximación en la actuación de Di Girólamo, que interpreta a Ema con intensidad y una cierta distancia impersonal que la hacen difícil de descifrar.

El guion, escrito en conjunto por Larraín, su colaborador de años recientes Guillermo Calderón y el dramaturgo Alejandro Moreno, no se detiene en cuestiones morales relacionadas con la protagonista, ya sea para condenarla o justificarla. No existe un ánimo por dilucidar, por ejemplo, si estamos ante una buena o mala madre, dado que no se revelan muchos detalles acerca de la influencia que tuvo en Polo durante los meses que estuvo bajo su cuidado, ni lo que ocurrirá en caso de recuperar la custodia del niño. Lo único claro es su impulso por volver a estar con él y lo que pase después queda sumergido en la incertidumbre. Es en esa visceralidad donde la obra encuentra su energía narrativa, aunque no es algo que quede claro de inmediato.

Durante su primer tercio, el relato deambula a través de escenas que retratan el entorno y vida de Ema, dando la impresión de que veremos una historia más nebulosa de lo habitual. Pero a medida que la protagonista se va apoderando de su destino, queda claro que sus acciones están dirigidas hacia un objetivo, el que no es revelado de antemano, pero cuyo trayecto nos indica que vamos avanzando. Ya cuando estamos cerca del final, las piezas empiezan a encajar y las implicancias de lo planeado salen a la luz con una apariencia algo retorcida, con unos guiños a cierto tipo de cine surcoreano de las últimas décadas, lo que nos hace pensar que una versión alternativa de esta película podría ser perfectamente dirigida por alguien como Bong Joon-ho.

Pero esa versión hipotética no tendría algunos de los rasgos que convierten a Ema en algo tan peculiar y específico de esta parte del mundo. A final de cuentas, el reggaetón y las calles de Valparaíso le dan un aire propio a la cinta, el mismo que permite la aparición de personajes como los de Amparo Noguera o Catalina Saavedra, tan propios de nuestra cultura y que se unen a los aspectos más destacados de la película.

 

Título original: Ema. Dirección: Pablo Larraín. Guion: Alejandro Moreno, Guillermo Calderón, Pablo Larraín. Producción: Juan de Dios Larraín. Casa productora: Fábula Films. Fotografía: Sergio Armstrong. Montaje: Sebastián Sepúlveda. Música: Nicolas Jaar. Reparto: Mariana di Girolamo, Gael García Bernal, Santiago Cabrera, Paola Giannini, Catalina Saavedra, Mariana Loyola, Giannina Fruttero, Cristián Suárez, Amparo Noguera. País: Chile. Año: 2019. Duración: 102 min