El Patio (1): Detalle y testimonio

El sepulturero reúne con atención el cadáver, lo toma como se toman las cosas que se desmigajan, es decir, con extremo cuidado, le habla, le da explicaciones, que a su vez lo transforman en algo más que huesos y vestimentas. Tendrá una nueva casa, le dice y, como haciendo un paréntesis, agrega explicaciones ahora dirigidas a un familiar que presencia el movimiento de tumbas: le cuenta qué le pasa a los cuerpos en la tierra, por qué los huesos están de esta u otra manera. Si el sepulturero le habla al cuerpo muerto de alguien no es necesariamente porque crea en los fantasmas, sino porque ha comprendido que su oficio no es solo una técnica de huesos y tierra, sino también un trabajo de cuidar a la gente que sufre una pérdida. Y, sin embargo, ¿qué pasa si las condiciones para hacer bien ese trabajo fueron hechas desaparecer durante un momento? ¿Qué pasa con las palabras que ayudan, o con los detalles previos y posteriores que sostienen un buen entierro? A mi parecer, el documental El Patio llega a este problema como efecto de un trabajo detallado de rastreo de fragmentos, una suerte de desentierro y lectura de los restos que han quedado inscritos en un grupo humano y en su espacio, dependiendo de una atención puesta al detalle con la que la directora Elvira Díaz logra una precisa conjunción de memoria y espacio.

El Patio es un documental que hace hablar a algunos de los sepultureros del Patio 29, en el cementerio general de Santiago de Chile, terreno donde se sepultó clandestinamente a ejecutados políticos de la dictadura de Pinochet, con esfuerzos activos por dificultar el reconocimiento o llanamente para hacer desaparecer los cuerpos. En este ejercicio surge una posición llena de sinsabores; la de quienes tuvieron que afrontar la experiencia de la represión y el asesinato político en el rol de trabajadores del cementerio, implicados colateralmente en las actividades de ocultamiento. De ahí que este documental asume una tarea a todas luces compleja, al intentar explorar el cruce entre un espacio, un trabajo y una experiencia de violencia que queda por testimoniar.

El eje narrativo de la película son las palabras y las reflexiones de los sepultureros y otros trabajadores del cementerio, dirigidas a la directora o a sus colegas, con particular énfasis en la vivencia de aquellos que tuvieron que realizar entierros fuera de norma en esa época. Sin embargo, mediante la inclusión de un tercer sepulturero más joven (que actúa como un ayudante en la investigación de la documentalista), surge un elemento intergeneracional que ayuda a que los viejos puedan contar lo sucedido y lo vivido en el marco de una transmisión del oficio y de las historias de sus labores. Así, el cajón, el funeral, la tierra y las tumbas son centrales en este relato, pero también el registro, el protocolo, el papel y la anotación. El acto del entierro de los cuerpos ocupa un lugar central en la película; se habla del mismo y de los modos en que se alteró su procedimiento regular, se recrean mental y físicamente los trayectos burocráticos y concretos que ocurrieron en el Patio 29 (y también otros, como por ejemplo el entierro de un torturador). No obstante, dada la intensidad de la experiencia de los sepultureros, el lugar que esta tuvo sobre sus vidas es ineludible, y en torno a ella se levantan las tensiones internas, subjetivas y grupales, así como los modos de tramitar esta herencia incómoda.

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Si el tono de algunos de los documentales chilenos recientes en su cruce entre memoria y pasado autoritario explicitan una narrativa de investigación o de elaboración, muchas veces autobiográfica (El color del camaleón, El eco de las canciones, El pacto de Adriana, Mi vida con Carlos, etc.), se podría decir que El Patio continúa esta senda indagatoria, pero con la salvedad de construir su relato desde ciertas distancias a la experiencia que se busca explorar: tanto la distancia de la documentalista, cuya voz y extranjería quedan marcadas en el filme; como la distancia de los protagonistas, que habiendo experimentado situaciones de violencia, ocupan un lugar de testigos frente a las mismas (antes que una posición marcada de víctima o victimario). Así, la narración también sigue un esquema que nos introduce a una memoria no muy elaborada, siguiendo el punto de vista de una persona que comienza a hacer preguntas aún incómodas para un grupo humano y a fijarse en los detalles del quehacer de estas personas a las que les cuesta hablar, debido tal vez al miedo (inscrito en las amenazas recibidas por los sepultureros frente a su participación en el documental, o en los recuerdos de colegas “perdidos” en la locura o el alcoholismo) o, quizás en lo que puede ser el meollo de la película, debido al terreno éticamente intermedio en el que han quedado situados.

Esta indagatoria es trabajada sin grandes juegos ni innovaciones formales. La cámara es subjetiva y persigue los decires de los protagonistas por los pasillos del cementerio y otros espacios. Sin embargo, el gran acierto del montaje es su atenta escucha al habla registrada y al modo en que sus cruces construyen una memoria que está fragmentada. El documental despliega interesantes momentos de artesanía en la conjunción de frases sueltas y detalles visuales, que van acumulando pistas sobre lo que queda por recordar o lo que aún ronda de la experiencia vivida en este lugar. Por ello es comprensible que la mirada documental también se vuelque al cementerio mismo, a sus espacios y sus particularidades, como buscando en sus materialidades una memoria que no está inscrita en las palabras todavía. De allí el retrato constante de la “vida” del cementerio en secuencias y elementos que rescatan, por ejemplo, la continua presencia de la vegetación y los animales que habitan el Patio 29, las visitas, la marcha del 11 de septiembre, los pasillos de la morgue y el Servicio Médico Legal. El documental muestra esta vida cotidiana haciendo volver a cada momento el pasado de violencia sobre los escenarios actuales, ya sea en una voz en off que agrega la descripción terrible de los cuerpos apilados que antes ocuparon un pasillo o en un fuera de campo silencioso, guiado por las miradas perdidas y los desmarques que los sepultureros actúan frente a su propio relato.

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De esta manera, la indagatoria de El Patio gravita finalmente en torno a un cierto desbalance existencial de los protagonistas y el espacio. La documentalista busca en el relato no solo los hechos sino además las emociones de sus entrevistados; les dice, por ejemplo, ¿Sientes Culpa? ¿Tienes Rabia? Y, sin embargo, de vuelta solo hay una emoción extraña, una vacilación entre la distancia ofrecida por el trabajo que se hizo obligadamente y la posibilidad exigua, pero siempre presente, de haber podido “hacer algo distinto” en aquel pasado terrible. Al tiempo que se nos relatan las acumulaciones de cadáveres con la frialdad de quien trabaja constantemente con la muerte, el documental se vuelca a los detalles innecesarios de ese trabajo, como si esta imposibilidad de haber actuado frente a la desaparición y el ocultamiento de los cuerpos se redirigiera ahora al cuidado del espacio y sus habitantes: en la recolección detallista de osamentas cuando se abre un nicho nuevo para “ahorrarle el momento incomodo a las familias”, en la reparación de las tumbas en mal estado, en la cosecha de una huerta, en la camaradería de un chiste con los colegas, etc.   

Quizás esa emoción incómoda también sea la ignorancia sentida por estos expertos en el trabajo de enterrar muertos, la ignorancia en que se les obligó a vivir en relación a los cuerpos mal-enterrados y sus destinos en el espacio que habitan a diario. Pareciera entonces que la violencia de Estado hubiera transformado a su vez el cementerio en un espacio ajeno a sus trabajadores. En ese sentido, hay que considerar que este documental no es solo un documental sobre memoria, sino también un documental sobre la relación entre trabajo y violencia. Por lo tanto, la ambigüedad que recorre estos testimonios podría ser algo que habita como un fantasma a este grupo de trabajadores obligados en un punto de su historia a “hacer mal” su trabajo (lo que un psicoanalista como Cristophe Dejours llama el “sufrimiento ético” en el trabajo, efecto de verse obligado a trabajar de una forma que atenta contra las propias consideraciones éticas). Y allí, el documental mismo se inserta como un modo de empujar la elaboración de la memoria de un grupo definido por su labor, pero también como una forma de reparación de esa falla en el trabajo, un modo de obligar a transmitir entre las generaciones de trabajadores, al menos, la experiencia vivida con sus duelos por hacer y sus posibilidades por encontrar.

 

 

Nota del comentarista: 6/10

Titulo original: El patio. Dirección: Elvira Díaz Guión: Elvira Díaz. Producción: Nathalie Combe. Fotografía: Elvira Díaz. Montaje: Florence Jacquet. Música: René Lagos-Diaz. Sonido: Claudio Vergara, Boris Herrera, Andrés Carrasco. País: Chile. Año: 2016. Duración: 82 min.