El pasado (Asghar Farhadi, 2013)
En Farhadi, todo parece comenzar cuando algo se fractura. Así como La separación (2011) es un film emplazado en el caos y la fragilidad de un quiebre, esta nueva entrega, El pasado nos habla desde la remanencia del fin, desde ese poderoso sustrato residual que queda, cuando aparentemente, todo ha concluido.
Podríamos hablar de una cierta poética de la escisión, una forma de narrar desde un constructo que se divide y de las formas en que ambas partes conviven, de las estrategias que el presente instaura para sobrevivir, indefectiblemente quebrado. Es imposible no remitirse a ese algo, profundamente iraní que se debate en el cine de Farhadi. Un retrato bipartito, que si bien no se ejemplifica de manera descubierta en su lenguaje, si se manifiesta de soslayo, en ese “todo” que se fisura en dos. Esa división del Irán tradicional y el moderno, de la nación fundamentalista y la pacífica, y de una cinematografía nacional de la evasión y el divertimento, que no pudo refrenar la emancipación de obras que entendieron la premura de ideologizarse y densificarse a través del fortalecimiento de códigos, que como túneles, pudieron recorrer la tierra fértil de un vasto territorio fílmico, fuertemente silenciado.
El pasado es eso, y mucho más. Si bien Farhadi se ha independizado de cierto silencio narrativo, no ha tenido la desidia de dejarlo todo en manos de las posibilidades literarias de la historia. Aunque el plano es siempre preciso, la cámara es tímida, no por falta de atrevimiento, si no por la búsqueda de personajes intensos, que se muevan en el plano con la voracidad del melodrama, pero simultáneamente, con la templanza de una historia que se piensa a si misma a través de los múltiples puntos de vista que la pueblan.
Ahmad, un hombre que tras cuatro años de separación, vuelve a Francia desde Teherán para formalizar los trámites de divorcio con Marie, tras la decisión de ésta de rehacer su vida con Samir, con quien convive y ha formado una familia. En el medio, están los hijos de ella y de él, una relación materno-filial fracturada y Ahmad, cuyo advenimiento, nos damos cuenta a poco rato de metraje, no es más que una mera excusa que Marie intenta como forma de escudriñar en las razones que su hija mayor tiene para rechazarla. Ahmad será el encargado de investigar cuál es la razón para que el vínculo entre su hijastra y su ex mujer se haya deteriorado, y en esta búsqueda aparecerá el caudal de información que terminará haciendo de la atmósfera del film una realidad irrespirable.
El pasado de Farhadi, es un pasado recargado, complejo, freudiano. Es aquello “extraño inquietante” que retorna impertinentemente, familiar y desconocido a la vez, porque viene personificado en la figura de alguien a quien se amó, que trae consigo un pasado conocido, pero impensable en la proporción de sus resultados. Un pasado que, macerado por el ocultamiento de los años, ha devenido informe e irreconocible. Ahmad deviene mero portador de una verdad fantasmática, la necesaria corporeización de algo que por intangible, ha pasado desapercibido. Por eso su regreso logra desatar en la historia aquello que debió permanecer oculto. Ahmad se transformará en un arqueólogo del tiempo, devolviéndole actualidad al pasado, revitalizando traumas, y dándole voz a una trama poblada de silencios.
Esto mismo configura y divide el film (nuevamente la división como lenguaje) dándonos la posibilidad de acudir a dos estados de la historia con gananciales interesantes, pero disímiles. Un primer momento, el de lo inefable, cuando nada de esa verdad nos es transparentado, y nadie parece conocerla. Todo está contenido en una fuerza que se retroalimenta en la medida en que sólo avisa detonar, pero en aquel mismo presagio, parece suspenderse aún más. Intuimos que algo sucederá, pero no sabemos por qué y mucho menos, quien saldrá vencido, delatado o victorioso. Todo permanece encubierto, acudimos a la escenificación de una desintegración que no se detiene a explicarnos el porqué de su desmoronamiento. Junto con esto, se revitaliza esa decimonónica imagen del director-autor, que como un ídolo pagano maneja las claves siniestras de un devenir del cual solo seremos víctimas. El y sólo El, administra el contenido del pasado, un pasado que moviliza las estructuras del presente, en las cuales personajes y espectadores estamos imbuidos, pero lo hacemos como autómatas, ignorantes y despojados de nuestro porvenir.
Todo podría haber quedado aquí, pero la información comienza a develarse aceleradamente, y este ídolo plenipotenciario, deviene guionista, planificador, mero estratega. En la medida que sabemos, nos distanciamos, empatizamos, tomamos parte. La vida real, aunque controvertida y fatal, se vuelve plausible. La imagen vuelve a respirar, se diluye su claroscuro, su abigarramiento. El último núcleo inexpugnable, en el centro de esta prosa, ha capitulado.
Suena fatídico, pero créanme, es perdonable. Porque a fin de cuentas aquel ejercicio de llevar las posibilidades de una historia a su límite, de desbordar incluso, sin la tentación del desgarro o la pirotecnia, puede ser suficiente, ante un cine industrial que siempre dice más de lo que muestra. Porque a fin de cuentas, es loable en Farhadi, la capacidad de construir una imagen fílmica a través de ese “todo” dividido, a través de estructuras interpersonales desdibujadas, construir una imagen fílmica en ese pliegue, frágil y doloroso, en el cual todo lo construido, parece desmoronarse.
Luna Ceballo