J'accuse (1): El huevo de la serpiente
Polanski dirige su interés a las enfermizas dinámicas de poder entre un Estado que busca aplastar al ciudadano y suprime sus derechos fundamentales en vista de un discurso xenófobo y degradante. El filme ilumina en cuanto es un manifiesto de las injusticias, arbitrariedades y abusivas formas que adquiere el mal. Un mal personalizado en el ejército y el Estado. En este sentido, esta es la película más cívica, política y “exterior” de las realizadas por Polanski. Un alegato al Leviatán y una defensa a la conciencia libre. Tal vez, y solo en último lugar, es una explicación, una parábola clara y directa de las vicisitudes que ha vivido el director polaco encarnadas en la figura de Dreyfus.
El 5 de enero de 1895, en un evento-síntoma que traería consecuencias insospechadas al resto de Europa, se condena por crimen de traición al capitán del regimiento de artillería francesa, Alfred Dreyfus. Una corte marcial lo acusa y culpa de espionaje para el ejército alemán. El castigo es ejemplar y admonitorio: la degradación militar y posterior deportación a la Isla del Diablo. El oficial y el espía es la descripción condensada, detallada y parabólica de este acontecimiento. Desde las primeras escenas se percibe el aire antisemita que impregna al ejército francés. El grito de las muchedumbres insultando a Dreyfus en el bochornoso acto público en donde se le expulsa del ejército, los comentarios de pasillo de los generales franceses (el castigo a Dreyfus implica sacar de raíz “un cuerpo pestilente”), los numerosos flashbacks que insisten en la idea de un juicio irregular, premeditadamente imbuido de un espíritu vindicativo. Alfred Dreyfus como chivo expiatorio, son indicios de un odio que engendrará monstruos venideros en la vieja Europa.
Polanski realiza un retrato riguroso, frío y descriptivo de cómo Dreyfus está condenado, por sus orígenes judíos, a perecer bajo una maquinaria institucional inmensa por su poder y alcance destructivo. El ejército francés y, por ende, el Estado, huelen a pestilencia. Polanski lo reafirma cuando el coronel George Picquart, el nuevo jefe de inteligencia que duda de la culpabilidad de Dreyfus, ingresa a su nuevo trabajo: un edificio oscuro, apestoso, infecto de malas prácticas y opacos sentidos de la obediencia y la lealtad profesional. En esa correlación del espacio físico con la moralidad que cubre a los personajes Polanski logra momentos intensos y de fría ironía. Por supuesto, la intención alegórica, el ejercicio vicario de vincular el destino del capitán Alfred Dreyfus a los variados y oscuros incidentes vividos por Polanski es evidente, aunque no el más feliz y ni siquiera el más interesante.
Al contrario de lo que ha dicho la mayor parte de la prensa, si algún interés tiene El oficial y el espía no es en la conexión biográfica que muchos han querido forzosamente ver entre los destinos individuales de Dreyfus y Polanski, o qué tan convincente sea esa ligazón. Polanski, quiéralo o no, dirige su interés a las enfermizas dinámicas de poder entre un Estado que busca aplastar al ciudadano y suprime sus derechos fundamentales en vista de un discurso xenófobo y degradante. El filme ilumina en cuanto es un manifiesto de las injusticias, arbitrariedades y abusivas formas que adquiere el mal. Un mal personalizado en el ejército y el Estado. En este sentido, esta es la película más cívica, política y “exterior” de las realizadas por Polanski. Un alegato al Leviatán y una defensa a la conciencia libre. Tal vez, y solo en último lugar, es una explicación, una parábola clara y directa de las vicisitudes que ha vivido el director polaco encarnadas en la figura de Dreyfus.
En estos múltiples ejes se mueve la última película de Roman Polanski. Y es en su insistencia en su discurso público en donde El oficial y el espía quema todas sus naves: no estamos en presencia de los demonios privados, en donde el horror, la sexualidad, la obsesión y el suspenso se mezclan en oscura simbiosis. Aquí el monstruo es externo, visible y encarna diversos rostros: la de los mediocres y pusilánimes funcionarios del ejército francés. También los encontramos en los generales que falsifican evidencia para inculpar a Dreyfus y posteriormente hacen caer en desgracia a Picquart (un fabuloso Jean Dujardin). Polanski ofrece su talento para entregar un bestiario de personajes grotescos que encarnan el mal con sus banalidades cotidianas.
En medio de un filme frío, procedimental, el director polaco muestra que aún no ha perdido el toque distintivo de su cine: una sensualidad que se expresa en la relevancia de los sonidos, en la decisión un uso mínimo de la banda sonora para acrecentar la sonoridad de los personajes y los objetos: unas llaves que se mueven para abrir una puerta, el carruaje y los caballos que cabalgan por las calles parisinas, el acompasado recorrer de los expedientes y las páginas por parte de los involucrados, los casi imperceptibles pero aun audibles bocanadas de humo que salen de las bocas, los timbres, el sonido de los revólveres que pasan de mano en mano, la sensorialidad visible aplicada a la caligrafía que condena a Dreyfus, etc. En esos rasgos autorales Polanski permanece como un exquisito director de cine, preocupado del detalle de la puesta en escena; oponiendo a la impasible exposición de los hechos la fascinación por la fisicidad del mundo.
Título original: J'accuse. Dirección: Roman Polanski. Guion: Roman Polanski, Robert Harris. Fotografía: Pawel Edelman. Música: Alexandre Desplat. Reparto: Jean Dujardin, Louis Garrel, Emmanuelle Seigner, Grégory Gadebois, Hervé Pierre, Wladimir Yordanoff, Didier Sandre, Melvil Poupaud, Mathieu Amalric, Laurent Stocker, Eric Ruf, Vincent Pérez, Michel Vuillermoz. País: Francia. Año: 2019. Duración: 126 min.