El Gran Hotel Budapest (Wes Anderson, 2014)

A ratos tengo la impresión que el problema, o si se quiere, la dialéctica sobre qué fue primero “el huevo o la gallina” es algo que se puede aplicar a gran parte de nuestra vida. El cine no es la excepción. Algunos directores parecen privilegiar por sobre todo el discurso, dejando de lado la puesta en escena. Otros casos son más artificiosos y pirotécnicos y la forma, y no el fondo, se vuelve predominante y por lo mismo muchas veces es difícil saber qué hay detrás del ornamento, si es que hay algo. También hay una serie de directores y películas que transitan en medio y están en un constante tira y afloja entre forma y fondo sin un estilo marcado o una opción determinada.

 

Sin embargo, hay otra opción: directores que imprimen en sus películas una huella identitaria, reconocible, a veces inconfundible, donde reúnen a la perfección visión de mundo y la manera en que ésta se muestra. No se trata entonces sobre qué fue primero. Ya no vale la pena preguntarse si el discurso antecede la estética, o si éste es sólo un móvil para un ejercicio visual. Ambos se vuelven tan consistentes y orgánicos en sí y entre sí, que no podemos desprender uno del otro. Y eso, tal vez, es lo que hace las grandes películas. Porque el cine, como cualquier arte – y por qué no la vida misma -, es forma, contenido, y por supuesto, alguien al otro lado de la pantalla.

 

El Gran Hotel Budapest, el último film Wes Anderson,cuenta la historia de Gustave H., administrador del Hotel  Budapest, y Zero Moustafa, el nuevo lobby boy del lugar, que rápidamente entabla una relación de amistad y camaradería  con Gustave, en un lejano país de Europa del Este llamado República de Zubrovka durante los años ’30, es decir en pleno periodo de entre guerras y con la amenaza latente de un nuevo conflicto bélico. Gustav, un firme enamorado de viudas octogenarias, recibe la herencia de una de una de sus amantes lo que gatillará el conflicto central, en tanto la familia de la anciana se opondrá a que el administrador del hotel reciba su cuantiosa herencia.

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Anderson una vez más presenta un film con una cuidadosa dirección. La fotografía con encuadres simétricos y equilibrados, se complementa con una dirección de arte que conjuga elementos de ilustración, maqueta, miniaturas, y en este caso claras referencias al arte modernista, ya sea en las locaciones, decorados, o en los vestuarios de los mismos personajes, como por ejemplo Madame M. que recuerda a más de un cuadro de Klimt. Esta suma de detalles se ajusta a un estilo que ya se ha vuelto una firma única y a una película llena de referentes: una pieza de Egon Schiele – que fue discípulo de Klimt –; un cuadro robado con referencias a Durero; una mancha con la forma de México en el rostro de la joven enamorada de Zero; o secuencias completas (incluso de suspenso) que parecieran hechas a mano.

 

Ahora bien, aunque Anderson profundiza y perfecciona su estética, también lo hace en el contenido del film, ya sea a través de su sentido del humor; el estilo actoral; la posibilidad de llevar a un nivel absolutamente fantástico la historia, renunciando al mundo para crear un nuevo universo; en una trama con tópicos que ya se han hecho parte de su cine: amistad, hermandad, relaciones padre/hijo, lealtad, amor. Con esto vemos como en Anderson la creación va más allá de un mundo de maqueta y delicado, donde los personajes se mueven como si fueran marionetas. También hay una forma de mirar las relaciones humanas que se traduce en cada decisión estilística, y es en este punto donde se conjugan forma y fondo..

 

Si el móvil de la película son las lealtades y la civilización en los tratos humanos en un mundo de absoluta decadencia, los protagonistas se contraponen a esto y sus acciones, muchas veces inconscientes, parecen ser la lucha por mantener vivo algo que podría denominarse la “decencia esplendorosa”. Esta premisa se convierte en un hilo invisible que articula la propuesta estilística que, en su afán por construir lo que se está cayendo a pedazos, convierte la decadencia y las ruinas en algo hermoso, pero siempre vacío y frágil, donde las relaciones de los protagonistas se vuelven reales y consistentes en medio de un universo fantástico.

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Por lo tanto, si pensamos el cine como una experiencia sensible, en tanto ésta es por sobre todo inteligible, donde un film permite la contemplación prolongada de lo que tal vez podría ser algo así como una obra de arte; entonces, la acción de ver y escuchar una película, estará marcada por los recursos que ésta presente a los espectadores. Sonido e imagen dialogan con un espectador que está a merced del film, con la intención de recibir los estímulos que se presentan ya sea durante una, dos, tres horas. A partir de esta noción podemos quedarnos en la idea que Wes Anderson crea en cada plano un mundo absolutamente minucioso y bello, en el que sólo podemos dedicarnos a contemplar y disfrutar. Sin embargo, hay algo más que eso, y es que a fin de cuenta lo estético no sólo recae en términos formales y una apreciación sensorial del mundo, sino también en la forma de cómo pensar la realidad. Por lo mismo, y a partir de lo cautivadora que logra ser El Gran Hotel Budapest, con sus pliegues, rincones, engranajes y personajes repletos de detalles, podemos decir que el cine de Wes Anderson es en sí mismo una ética y estética.

 

María Luisa Furche Rossé