¿Dónde está ella?: Naturalismo cinematográfico
Inspirado en la propia vida del director, esta suerte de autoficción mezcla dos tipos de historias que pocas veces se juntan: una propia de los grandes relatos -el sindicalismo y el abuso laboral- con otra de los pequeños relatos -el íntimo y familiar-.
Retratar la vida de forma impoluta ha sido una de las ideas que más ha sido asociada al cine en sus más de cien años de historia. La imposibilidad de la mímesis entre la realidad y la representación en la pantalla, por tanto, se intenta subsanar con el lenguaje que el propio cine entrega y es este el lugar en que ¿Dónde está ella? (Nos batailles, 2018) se posiciona.
Dirigido por el belga Guillaume Senez, el largometraje cuenta la historia de una familia compuesta por un padre, una madre, un hijo mayor y una segunda menor. En un principio, todo parece “normal”. Olivier (Romain Duris), sale a trabajar de madrugada y forma parte de la dirección del sindicato de la empresa, por lo que es Laura (Lucie Debay), su esposa, quien se encarga de toda la crianza y el cuidado de los niños. Pero todo cambia cuando, de un momento para otro, la mujer se va de la casa.
Hace veinte años, el relato probablemente habría girado en torno a la crucifixión de Laura por abandonar a sus hijos, sin embargo, Senez se las arregla para dejar claro desde el primer minuto las válidas razones para la desaparición repentina de la madre -fuera de cámara-. Y si bien recién al minuto veinte se presenta el drama sobre el cual girará el largometraje, desde la primera escena ya se puede identificar que el que aparentemente huye -en cámara- es Olivier, pues lo enfocan cual ladrón escapando de una casa a oscuras, antes del alba. Por eso queda completamente justificado el “retraso” en la aparición del quiebre, si consideramos su intención de mostrar, no el abandono, porque el amor entre la pareja existe, sino la incompatibilidad afectiva entre el cuidado familiar y un sistema laboral abusivo y las luchas políticas que estas conllevan.
Inspirado en la propia vida del director, esta suerte de autoficción mezcla dos tipos de historias que pocas veces se juntan: una propia de los grandes relatos -el sindicalismo y el abuso laboral- con otra de los pequeños relatos -el íntimo y familiar-. Y lo destaco, pues no es parte del subtexto ni trata de hacerlo de forma delicada, literalmente habla de estos mundos e incluso de cómo el protagonista replica la historia de su propio padre, quien también presidió la agrupación obrera en su tiempo.
Pero esta película no se sostendría sin la presencia de los personajes secundarios, los que llenan la pantalla con sus matices y su humanidad. Estoy hablando de Laetitia Dosch en su papel de Betty y Laure Calamy en el de Claire. La primera es de un frescor increíble y le entrega una naturalidad que antes no se sentía. Vale decir que Senez, según sus propias palabras, no entrega guiones a los actores y deja que improvisen en base a la situación que se está filmando. Y es con estas dos actrices -en su interacción con Romain Duris- en que de mejor forma sale a relucir la libertad que les entregan. Donde mejor se grafica es cuando se sobreponen diálogos entre los actores y actrices, y en vez de cortar y regrabar, los dejan continuar como una muestra de la naturalidad que el director busca.
Y es que si hubiera que definir de alguna forma a ¿Dónde está ella?, es como naturalista en el mejor de sus sentidos. Desde la fotografía hasta el uso (o el no-uso, para ser precisos) de la música, se va construyendo esta estética donde todo parece querer replicar a la vida misma, lejos de una pulcritud matemática, como se ve en las variadas cámaras en mano, o de un filtro idealizante de nuestra existencia, lo que se grafica en la ausencia de canciones en momentos en que los pondría un drama tradicional.
Si bien la fotografía y la música no destacan a lo largo del film, sí hay momentos que podemos definir como claves desde la formalidad lingüística, y estoy pensando en el único momento en que salimos del intento de naturalismo: el cumpleaños del hijo mayor. Mediante el paso de una canción diegética a una extradiegética, Senez da pie a una escena que podríamos catalogar como a lo que en la vida cotidiana nos referimos a “un momento de película”, con elipsis temporales, cámaras ralentizadas y un quiebre musical abrupto que corta estos momentos de ensueño que no podemos experimentar más que viéndolo en una pantalla. Es en este escenario en el que hay un encuadre particularmente decidor, cuando vemos a Elliot soplando las velas de una torta. Su padre, cortado desde la cadera hacia arriba, queda fuera del cuadro a la izquierda del plano, el niño ocupa el centro de la pantalla y el espacio en el que la madre debería estar en la formación familiar tradicional es reemplazado por el vacío, el que “cubre” la mayoría de la interesante representación.
Este chispazo de semi-surrealidad es prácticamente el único en los 98 minutos de largometraje y, si bien esto algunos lo podrían criticar como una falta de emotividad de la película (lo que a ratos se siente), el apego irrestricto a esta idea le entrega cierto valor por el compromiso con su propuesta. No es que la película carezca de momentos emotivos, porque sí los tiene, lo que no hay es una magnificación de estos a través del lenguaje cinematográfico.
Es por eso que la intervención de las personajes secundarias cobra tanta relevancia, pues le entregan a la película completa una frescura que es necesaria para suplir la falta de estímulos más allá de las buenas actuaciones y la narración dramática. Se conforma así, a modo de resumen, un largometraje con una visión ideológica propia de nuestros tiempos, donde más que culpar se trata de entender. Curioso que poco se hable de las culpas del propio protagonista, que si bien se muestran en pantalla, no se verbalizan.
En un drama que busca cruzar las grandes batallas con las personales (y por eso me quedo mil veces con la traducción inglesa del título original: Our struggles, Nuestras batallas), Senez se la juega por una búsqueda de la naturalidad de los conflictos humanos que interpela a la estética estrambótica de los dramas familiares (cuando terminas una relación no aparece mágicamente una canción triste) y opta por una puesta en escena sobria, pero efectiva a la hora de probar su punto.
Título original: Nos batailles. Dirección: Guillaume Senez. Guion: Guillaume Senez, Raphaëlle Desplechin. Fotografía: Elin Kirschfink. Edición: Julie Brenta. Reparto: Romain Duris, Laure Calamy, Laetitia Dosch, Lucie Debay, Basile Grunberger, Lena Girard Voss, Dominique Valadié. País: Bélgica-Francia. Año: 2018. Duración: 98 minutos.