Cabros de mierda (2): El ocaso de los ídolos

El cine chileno vive sin duda alguna un momento estelar. Con significativas nominaciones en los premios más importantes de la industria mundial, galardones de primer nivel en los más destacados festivales de cine alrededor del globo y con una producción interna que aumenta en número, distribución y alcance, el cine chileno pasa por, tal vez, los años más relevantes de su historia. Este fenómeno encuentra explicación en una serie de factores, desde eclosiones culturales y económicas de índole local hasta panoramas internacionales que se abren a determinados discursos. En todo este proceso puede apreciarse distintas voces, estilos diversos, películas grandilocuentes con enormes presupuestos y otras más acotadas, encerradas en espacios pequeños de producción y puesta en escena. Hay cineastas de distintos orígenes, provenientes de diferentes partes del país, con historias de vida totalmente distantes. Los encontramos recién egresados de la universidad o ya con 4 o 5 películas en el cuerpo. Lo que no encontramos aquí son realizadores de una generación previa, quienes ya con varias décadas de trabajo, parecen no ser capaces de aprovechar este vuelo y proponer desde el peso de sus propias trayectorias proyectos contemporáneos que logren vincularse de manera consistente con el público y la crítica.

Nuevamente surgen diversas explicaciones posibles. Sin detenernos en esas consideraciones, cuya extensión sobrepasaría por mucho los límites de este escrito, lo cierto es que, recientemente, cada vez que un cineasta chileno “mayor” exhibe su última película, esta ha puesto en evidencia una suerte de cortocircuito desde la producción, lo narrativo y lo visual, que los muestra aislados, cerrados sobre sí, completamente ajenos al “momento” que anunciábamos al comienzo. Es natural que, al pertenecer a una generación distinta, no haya muchos puntos de conexión. Pero el hiato se percibe muy extenso y en las producciones de estos cineastas hay pocos elementos propios que los hagan sostenerse por sí mismos. Cirqo de Orlando Lübbert (1945), Allende en su laberinto de Miguel Littin (1942), y ahora Cabros de mierda de Gonzalo Justiniano (1955), son tres nítidos ejemplos de este punto, los tres coincidentemente rondando la temática del a Dictadura Militar en Chile a partir del cine de ficción.

Cabros de mierda cuenta la historia de Gladys (Nathalia Aragonese), una mujer fuerte, activista y pobladora de La Victoria. Corre el año 1983 y en Chile se vive un periodo de protestas y represión. A la población llega Samuel (Daniel Contesse), un misionero norteamericano, que viene a predicar a un barrio pobre, cumpliendo la orden divina de llevar la Palabra a los más necesitados. La atracción entre ambos personajes se hace patente desde el primer minuto, donde la seductora Gladys aparece como una constante desconcentración para el tímido Sam, quien pondrá a duda sus convicciones ante la aventura que le ofrece una mujer en tierras extranjeras.

El “Tío Sam” registra todo lo que ve con cámaras de foto y video, desde la actividad en la feria hasta violentas manifestaciones en las calles de este sector marginal. Estas imágenes, obtenidas de manera original por el propio director del filme, funcionan como piedra angular para la propuesta de la película: mostrar la dictadura cómo fue. El ánimo documental se mezcla con una serie de situaciones conocidas sobre la represión: detenidos gritando sus nombres mientras son llevados por la policía, sujetos clandestinos usando chapas para identificarse y así. El resultado de estos ejercicios es dispar, pues mientras algunos funcionan de forma orgánica -tal vez el más elocuente en el personaje del pequeño Vladi (Elías Collado), niño que vive el clima de violencia de manera muy particular y lo evidencia en su lenguaje- hay otros que convencen poco, y caen en el cliché, como el agente torturador vestido de Tony Montana y amante de Estados Unidos.

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Había un temor inicial al enfrentarse a esta película, en cuanto a que podía ser solo una excusa para incorporar los mencionados registros documentales, un relleno circunstancial que hiciera poco más que permitir la presencia de un material sin duda valioso, pero a la vez complejo de insertar en un proyecto de largometraje. Estas preocupaciones se van disipando a lo largo del armado, tanto que este archivo, a pesar de su potencia, se vuelve marginal para esta película en sí. Por otra parte, resultan interesantes la reconstrucción de época y el tratamiento de temas significativos -como la introducción de la droga en las poblaciones nacionales-, pero el resultado final no termina por cuajar, el relato nunca logra configurarse de manera sólida, como para sellar de manera clara su propuesta.  

Estas complicaciones se reúnen en un problema de punto de vista. ¿A través de quién observamos la historia? Nunca queda del todo claro si la protagonista es Gladys o Samuel. Al inicio pareciera que el ingenuo misionero es quien lleva la película hacia adelante. Todo inicia con él más viejo, visitando el Museo de la Memoria en Santiago, y la acción se desencadena a partir de su recuerdo. Pero luego el foco se hace más difuso y su personaje, dadas sus reservadas características, las hace más de comparsa de Gladys. El protagonista testigo siempre está al límite de pasar desapercibido y cuando se trata de alguien que no hace ni dice mucho debe haber otros elementos que justifiquen esta decisión. Sin embargo, el guión no se encarga de plantear su proceso interno de forma que comprendamos a cabalidad sus acciones. Porque si un joven extranjero llega a un lugar hostil donde muere gente a diario, algo debe haber que lo impulse a permanecer ahí. La idea de que primero fuera la Obra y luego el encanto de una mujer es interesante, pero nunca termina de dibujarse, porque a Sam las cosas simplemente le pasan.  

Las actuaciones de los personajes centrales no defraudan. Tanto Aragonese como el pequeño Collado le sacan rendimiento a sus papeles, lo que permite que la película en general se mantenga a flote. Pero por lo mismo, el hecho de que estos secundarios adquieran relevancia, aparte de apoyar el problema de focalización apuntado más arriba, hacen que el metraje se sienta demasiado extenso, con muchas escenas satélites, ajenas al conflicto central.

Un caso particular en lo relativo a las actuaciones es el de Daniel Contesse. Resulta extraña la opción de elegir a un actor nacional para interpretar un personaje extranjero, ya que su acento suena fuera de lugar, forzado, más allá de que él mismo no defraude. Es entendible que por distintos motivos de producción no se pudiera contar con un actor norteamericano, pero es una decisión que lastima la propuesta, principalmente cuando la pregunta por el protagonista resuena tanto en la apreciación del filme. En este sentido, el carácter épico, total, con el que se presenta el filme desde su comienzo choca con una limitante en términos de factura, como si la película apuntara más alto de lo que sus propios medios le permiten llegar.

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Es en este tipo de desavenencias que el asunto generacional se transforma propiamente en un tema. Cabros de mierda, así como las otras obras que mencionábamos al partir, no consiguen equilibrar la ecuación entre condiciones de producción y aspiraciones narrativas en su búsqueda por unos grandes relatos que den sentido a nuestra apreciación de la dictadura; tema nunca concluido, más allá de los rendimientos específicos de las obras y los reclamos de los defensores del régimen militar. Hoy parecen cada vez menos necesarios los discursos que nos expliquen a cabalidad un fenómeno, y la obstinación por ese carácter ha condicionado a algunos de los realizadores nacionales de más edad. No se trata de una proposición que podamos afirmar integramente, hacen falta más casos para entender el problema en toda su dimensión. Sin ir más lejos, la última película de Silvio Caiozzi (1944), Y de pronto el amanecer, acaba de ser premiada en el Festival de Cine del Mundo de Montreal, Canadá. Tal vez continúe esta tendencia, tal vez sea la película que rompa este esquema, tal vez sea la excepción que confirma la regla.

Nota comentarista: 5/10

Título original: Cabros de mierda. Dirección: Gonzalo Justiniano. Guión: Gonzalo Justiniano. Producción: Jorge Infante. Fotografía: Miguel Littin Menz. Montaje: Carolina Quevedo. Sonido: Romina Nuñez. Música: Miranda-Tobar. Reparto: Nathalia Aragonese, Daniel Contesse, Elías Collado, Corina Posada, Luis Dubó, Claudio González. País: Chile. Año: 2017. Duración: 118 min.