Amor sin barreras: Que lo inmortal esté de moda
Se trata de una sintaxis fílmica de alto calado, propio de un maestro en plena confianza de sus facultades más que a un principiante inspirado. Esta es, en ese sentido, una obra de alcance y espíritu propicios a la juventud, a la audacia de esa etapa de la vida, pero que solo puede haberse ejecutado por la madurez creativa de un veterano del cine que no quiere abandonar la frescura ni despejar la oscuridad de la noción de espectáculo, donde solo allí logra al menos pincelarla para que sea uno de los fundamentales resortes de la tensión dramática.
Hay algo en la fotografía, más bien oscura, y en el diseño de producción de esta Amor sin barreras que recuerda a otro trabajo de Steven Spielberg tan disímil como es La guerra de los mundos. El parentesco puede ceñirse especialmente a aquellas escenas de sobrecarga urbana donde los callejones, edificios y ventanas, las panorámicas derruidas, la ciudad como espacio de amenaza latente que se nos viene encima no nos deja otra opción más que concentrarnos en los cuerpos como forma de escapar del agobio. Es una tensión relativa pues su resolución ya está asegurada de antemano en las expectativas que la acción le asignará a dichos cuerpos, correr en un caso, bailar en el otro. Ambos filmes son remakes, solo que Amor sin barreras corre con mucho menos margen al ambicionar la nueva versión de un verdadero clásico y que además es un musical, eco de otra era. Por qué Spielberg habrá soñado a estas alturas con revisionar un musical que además cuenta con el peso de haber ganado diez Oscar allá por 1961, y qué irá a ser de la materialización de esta idea un poco excéntrica en el futuro, más allá de la confirmación y reconfirmación interminable del talento exquisito de un cineasta que siempre coquetea con su lado Disney y nunca tropieza ni con el montaje ni con el brillo de sus seres aventurados y sencillos dispuestos para eventos extraordinarios.
La pandilla de los Jets, jóvenes de ascendencia polaca, se disputa con los Sharks, de origen portorriqueño, un territorio de Nueva York próximo a sufrir un proceso de transformación urbana planificado, una zona hasta ahora degradada por las rivalidades territoriales, la pobreza y el racismo. Su disputa de pandillas, sin embargo, parece colocar a la identidad por el territorio por encima de cualquier otra consideración étnica y como es natural a los códigos tradicionales, prohíbe completamente la delación del enemigo frente a una policía que a diferencia de los polacos no teme en mostrar con total desparpajo (y desapego del territorio en cuestión) su sesgo de segregación racial y favoritismo en boca de un teniente al mando: son ustedes, los polacos, los últimos caucásicos en quedarse en este barrio y vivir mal, haciendo referencia a los otros grupos que evolucionaron en su estilo de vida hacia el sueño americano, irlandeses, italianos, y demases inmigrantes de origen europeo. Por otra parte, María (Rachel Zegler), hermana de Bernardo (David Álvarez), el líder de los portorriqueños, es una joven que ha llegado hace muy poco de la isla a Nueva York y aún no se suma al sentimiento generalizado entre las mujeres boricuas respecto a adaptarse a la identidad “gringa” con mucha más voluntariedad que los hombres. María se mantiene en ese aspecto identitario, en un estado “virginal” aún, colocada en un limbo desinteresado: es solo una humana. Ni más ni menos. Tony (Ansel Elgort) en el otro lado, original fundador de los Jets, ha estado preso luego de un episodio de extrema violencia callejera contra un joven rival y hoy vive amparado por una vieja mujer portorriqueña, interpretada por Rita Moreno, sobreviviente de la película original, quién representa asimismo la reserva moral del pueblo (del barrio) y la fuerza que se mantiene intacta desde la juventud, o mejor dicho desde la anterior película matriz en línea directa hasta esta. Cabe preguntarse si los tiempos han cambiado tanto realmente y en profundidad, porque el hecho de que ahora los portorriqueños sean interpretados por actores y actrices latinas en vez de caucásicos oscurecidos por el maquillaje como en 1961, es obviamente un acto material de realismo cinematográfico que solo resalta con mayor precisión sensible la barrera de subjetividades que se abre en arco desde la diferencia de pieles y rasgos.
Desde el inicio la película de Spielberg da cuenta inmediata de lo que será el manejo de la cámara, la luz y el montaje, sin temor a establecer planos medios donde los cuerpos entran en acción, en particular en las escenas donde música y danza van al encuentro de una cámara que se les acerca con vigor pero sin llegar a empalagar, en un tiempo cinematográfico destinado a cada plano cuasi perfectamente elegido en los cortes. Se trata de una sintaxis fílmica de alto calado, propio de un maestro en plena confianza de sus facultades más que a un principiante inspirado. Esta es, en ese sentido, una obra de alcance y espíritu propicios a la juventud, a la audacia de esa etapa de la vida, pero que solo puede haberse ejecutado por la madurez creativa de un veterano del cine que no quiere abandonar la frescura ni despejar la oscuridad de la noción de espectáculo, donde solo allí logra al menos pincelarla para que sea uno de los fundamentales resortes de la tensión dramática. La fusión entre danza y pelea o rivalidades puede dar cuenta de algunos de los momentos más fascinantes del filme: la escena del baile donde María y Tony se conocen y enamoran cual cuento de hadas o el intento de este último por arrebatarle el revólver a Riff (Mike Faist) actual líder de la pandilla fundada en el pasado por ambos, en un escenario de muelles, disputándole los pasos a los agujeros en la madera que se abren hacia el mar. Pero es todo el conjunto el que yace con una cohesión cuasi perfecta como una suma de los ajustados saberes de Spielberg, brillo, oscuridad, movimiento, narrativa, humor, amor y tragedia.
El placer de visitar esta nueva Amor sin barreras no nace solo, como es natural, del hecho de su cinética desarrollada hasta el cansancio por un montaje que debería ganar el Oscar, sino también y justamente por la conciencia de la máxima: si no duele no vale. La película existe porque su esencia cinematográfica radica en que la materialidad, es decir, los cuerpos, danzan, luchan y viven en ese equilibrio representativo que no le teme a aventurarse ni hacia la oscuridad ni a una luz que a veces puede llegar a ser conscientemente cursi. Su único temor o prudencia que evita con felicidad, es el de exagerar hasta la deshumanización, y ese concepto de clásico es rara avis hoy en día, al menos ejecutado con tanta precisión y dominio. En ocasiones históricas, el cine estadounidense entregó su potencial festín, aquello que puede lograr como espectáculo feliz y doloroso, a través del género musical: Cantando bajo la lluvia, West side story, Cabaret, All that jazz. Que Hollywood y Spielberg lo hayan hecho de nuevo no puede ser una casualidad. O esperemos que no lo sea.
Título original: West Side Story. Dirección: Steven Spielberg. Guion: Tony Kushner. Basado en el musical de Jerome Robbins, Leonard Bernstein, Stephen Sondheim y Arthur Laurents. Coreografía: Justin Peck. Fotografía: Janusz Kaminski. Montaje: Michael Kahn. Reparto: Rachel Zegler, Ansel Elgort, David Alvarez, Ariana DeBose, Rita Moreno, Mike Faist, Josh Andrés Rivera, Corey Stoll, Brian d'Arcy James, Maddie Ziegler, Ana Isabelle, Reginald L. Barnes, Jamila Velazquez. País: Estados Unidos. Año: 2021. Duración: 156 min.