120 latidos por minuto (1): Menos es más

El 27 de Marzo en el Centro Arte Alameda se estrenó la tercera película de Robin Campillo, 120 latidos por minuto. Ahí tuvo lugar una pequeña presentación previa a la proyección que sirvió para contextualizar sobre lo que fueron las luchas sociales de los '90 para frenar la propagación del VIH, y también para hablar del lugar que han ocupado los movimientos de mujeres, trans y organizaciones LGBTI en Chile desde los '80, haciéndose mención a Las yeguas del apocalipsis, al caso de Daniel Zamudio (la fecha coincidía con que se cumplían seis años desde su muerte) y a Katiuska, la trans de Conchalí que falleció el mismo día. Así, la película francesa llegó a Chile situándose desde un carácter de lucha y universalidad, subrayando la vigencia en cuanto a la deuda, en Chile y el mundo, de los derechos a la educación sexual.

Desde un tratamiento “histórico y dramático”, la película se centra en recrear la lucha contra el VIH, en particular los métodos de la organización Act Up (1987), un grupo de activistas de diversas orientaciones sexuales que nace en Francia después de la gran epidemia, y que busca presionar a las autoridades en transparentar los avances científicos y posible curas para los seropositivo.

La película pareciera tener dos hebras centrales que no logran congeniar del todo en un resultado unificador. La primera, las dinámicas del Act Up a través de recreaciones de sus intervenciones y largas discusiones políticas. La película se abre rápidamente a presentar al grupo en confrontación con los enemigos -en acciones que van desde tirarle sangre falsa a un político mientras expone en un escenario, hasta discusiones densas entre cuatro paredes- y contra diversas instituciones, como farmacéuticas, médicos o establecimientos educacionales. Todo ello se vive como un bombardeo unido por la agilidad del montaje y las disputas sin respiro. A su vez, en la segunda hebra tiene cabida, desde un tratamiento más intimista y pausado, el avance de la enfermedad, encarnada en uno de los protagonistas, Sean (Nahuel Perez), y anclada en su historia de amor con un seronegativo, Nathan (Arnaud Valois).

Ambas partes logran unirse desde el espacio-tiempo común que permite la existencia del grupo Act Up, pero mantienen un desequilibrio de tratamientos que no logra armar un todo. Hay un intento por ahondar en las discusiones, al estilo realista propio del cine francés (un antecedente es Entre les murs, dirigida por Laurent Cantet, película que fue co-guionizada por Campillo), que retratan ese clima hostil entre escenarios de intereses que nunca van a congeniar. A ratos se abordan temas de gran interés, pero en muchas escenas ello se vuelve redundante, en un engolosinamiento innecesario por retratar confrontaciones que diluyen la trama y le quitan fuerza a todos los elementos que se abordan.

Ello también le quita espacio a la otra búsqueda narrativa, relativa a los protagonistas y a cómo su relación abre caminos en torno al VIH desde las vivencias personales. Se destaca una sutil utilización de material de archivos, grabaciones en VHS de personas marchando con fotografías de los rostros de los fallecidos, algo ya visto en el cine, pero también se filma una revista de la época, en la que aparecen fotografías de una pareja homosexual. En la primera aparecen sanos, en la segunda, se ven sus rostros desfigurados, enfermos, mientras la voz en off de Nathan le cuenta a Sean que el miedo que le provocó esa imagen lo llevó a privarse de todo contacto y lo salvó de la epidemia. Así  el material de archivo tiene fuerza en la diégesis y abre dimensiones interesantes sobre sus pasados y la historia del SIDA.

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La propuesta sobre cómo hacer una representación de la enfermedad se logra desde un retrato realista, en ningún caso se instala desde la psicología o con un carácter reflexivo. Sean incluso hace un monólogo sentimental que termina por ser una parodia, buscando alejarse de la victimización. La enfermedad en el personaje es tratada desde lo sensorial, desde su avance en el cuerpo y mente: en los remedios y las inyecciones, en las imágenes de las células, en el compañero que se desmaya, en su irritación anímica y en cómo va percibiendo su entorno. Aunque (pienso, en comparación, en el tratamiento de La escafandra y a la mariposa de Julian Schnabel) pudo haberse puesto mayor foco en la propuesta acerca de un derrumbe que avanza invisible y que se esconde en el mismo activismo efervescente.

El desafío de abarcarlo todo encasillan la película de Campillo dentro de un estilo ambicioso, en una búsqueda por hacer una radiografía de un panorama social con infinitas dimensiones y que dilata la trama en un collage de elementos que confunden lo relevante con lo irrelevante. Las confrontaciones con la mafia farmacéutica, la desinformación médica, la educación sexual, la discriminación, la cotidianidad del mundo gay y, por otro lado, la relación de amor LGBTI, la muerte. Quizás adolece de cierto criterio o foco narrativo en donde menos es más. Aun así, detrás de este estilo hay cierta pretensión o motivación política valorable, en que se intenta salir de posibles estereotipos y mostrar los matices del conflicto. Se ve en la gama de personajes y situaciones retratadas: no todos los contaminados son producto de homosexualidad, no todos los profesores son antieducación sexual.

Finalmente, 120 latidos por minuto es una película con emoción y fuerza, su consistencia la logra en gran medida por interpretaciones actorales sólidas que penetran y traspasan la pantalla, en un avance dramático que va de menos a más, y que toma fuerza en la relación de amor hasta llegar a la catarsis emotiva.

 

Laura González Márquez

Nota comentarista: 6/10

Título original: 120 battements par minute. Dirección: Robin Campillo. Guión: Robin Campillo, Philippe Mangeot. Fotografía: Jeanne Lapoirie. Reparto: Nahuel Pérez Biscayart, Adèle Haenel, Yves Heck, Arnaud Valois, Emanuel Ménard, Antoine Reinartz, François Rabette. País: Francia. Año: 2017. Duración: 143 min.