La Mirada de los Comunes (30): Tenet, la neutralización del azar
Que este interés de Nolan por temas que entran en el dominio científico se exprese en el cine no es casual: se podría perfectamente afirmar que el cine revolucionó la visión de las dimensiones espaciotemporales al posibilitarnos percibirlas en simultaneidad. Lo que significa que el cine no sólo es capaz de capturar el tiempo con la cámara -como le gusta decir al propio Nolan-, sino que permite exhibir una multiplicidad de planos espaciales y temporales en un mismo filme. Así, en su última entrega, Tenet (2020), Nolan se muestra fiel conocedor de estas potencialidades, volviendo a poner en escena la pregunta por el paso del tiempo incursionando ahora en el manoseado género del espionaje. El problema es que Nolan parece querer tapar el sol con un dedo negando el carácter inherentemente disputable de las teorías científicas sobre las que se basa: la historia de la ciencia consiste en una colección de intentos fallidos de medir el caos.
Hace unos días se transformó en noticia un hecho que en nuestros tiempos es cada vez más intrascendente: la presentación de una tesis doctoral. Lo que llamó unánimemente la atención de la prensa es que su autor fuera un hombre de 104 años que aprovechó el confinamiento para terminar la tarea que había dejado en suspenso décadas atrás. Sin embargo, si hay algo que vale la pena destacar no es su edad, sobre todo pudiendo considerarse un acto velado de repudio a la vejez, como si se estuviera diciendo: ¡vaya, los viejos aún pueden pensar! Más bien habría que reparar en que el objeto de la tesis haya sido resolver un “enigma de hace dos siglos”, tal como lo tituló un periódico nacional. Y es que, a pesar de que vivimos convencidos de que hemos superado la ignorancia de la Edad Media, la ciencia aún opera como si se tratara de un arte de descifrar misterios. Sin embargo, lo que la distingue de la mística o de la mera superstición es que tiene una potencia transformadora tal que hasta un destacado matemático, llamado Alexander Grothendieck, advirtió a los estudiantes protagonistas del movimiento del 68’ que no serían los políticos los que acabarían con el mundo, sino que los científicos que “caminan como sonámbulos al Apocalipsis”. Tan fuerte fue dicha creencia que en 2010 el matemático le envió una carta a un amigo pidiéndole que sacara de circulación todos sus textos, que hiciera que “todo desaparezca de una vez”, emulando el gesto realizado por Franz Kafka antes de morir.
Como si se hiciera eco de las palabras de Grothendieck, el cineasta Christopher Nolan ha tomado un camino que se distancia de la industria cinematográfica. En lugar de mostrar las maquinaciones del poder político, Nolan se ha enfocado cada vez más explícitamente en tratar problemas desde la perspectiva científica, en especial aquellos relacionados con el modo en el que opera el tiempo. Ya en su primer filme, El seguidor (1998), se puede encontrar un indicio de su experimento: aplica la fórmula, que volverá a usar en El gran truco (2006), de iniciar la película con el final de la historia. En Memento (2000) radicaliza lo anterior, al narrar el recuerdo de un crimen interrumpiendo a la mitad la linealidad de la trama para hacerla transcurrir en reversa. Mientras que en El origen (2010) complejiza la ocurrencia de un clásico atraco, sometiéndolo a la lógica temporal de los sueños, y en Interestelar (2014) aborda una misión espacial mostrando lo extraterrestre como una dimensión en la que se puede ampliar y concentrar el tiempo, solo por nombrar algunos ejemplos de su abultada filmografía.
Que este interés de Nolan por temas que entran en el dominio científico se exprese en el cine no es casual: se podría perfectamente afirmar que el cine revolucionó la visión de las dimensiones espaciotemporales al posibilitarnos percibirlas en simultaneidad. Lo que significa que el cine no sólo es capaz de capturar el tiempo con la cámara -como le gusta decir al propio Nolan-, sino que permite exhibir una multiplicidad de planos espaciales y temporales en un mismo filme. Así, en su última entrega, Tenet (2020), Nolan se muestra fiel conocedor de estas potencialidades, volviendo a poner en escena la pregunta por el paso del tiempo incursionando ahora en el manoseado género del espionaje. El filme narra los intentos de El Protagonista (así, literal) de detener al traficante de armas, Sator, quien pretende recuperar el “algoritmo”. El “algoritmo” es un aparato inventado en el futuro conformado por nueve piezas que fueron desperdigadas por la propia creadora en tiempos y lugares distintos para evitar que sea usado, ya que con él se pueden destruir periodos temporales alterando el flujo de la entropía. El motivo por el cual Sator emprende dicha tarea es la constatación de los efectos que en el futuro provoca el cambio climático, bajo el supuesto que, destruyendo a las generaciones que contaminan, dicho presente-futuro no acaecerá.
El filme recurre a la noción de entropía que es, en términos gruesos, la medida del caos de la materia: mientras las partículas de una masa están más ordenadas menos entropía hay en ella. La trama de Tenet se urde a partir de la posibilidad de invertir el flujo de la entropía, y preguntarse qué ocurriría si aquello se consigue. El supuesto sobre el que se basa es que al ser una transferencia de energía que opera cuando algo se deteriora, la entropía puede ser modificada a la vez que se altera el paso del tiempo. En ese sentido, las acciones del filme son posibles gracias al uso de los “tornos de inversión”, grandes máquinas que permiten que las personas y los objetos viajen a través del tiempo. De ese modo, Nolan juega con un flujo temporal comprendido linealmente, disponiéndolo en dos únicas direcciones: la “natural” (hacia adelante) y la “invertida” (hacia atrás). Esta lectura bidireccional es expresada literalmente en el título: “Tenet” es un palíndromo, esto es una palabra que puede ser leída igual hacia adelante y hacia atrás.
El problema es que Nolan parece querer tapar el sol con un dedo negando el carácter inherentemente disputable de las teorías científicas sobre las que se basa, desconociendo aquello que es magistralmente expuesto en el libro Un verdor terrible (2020) de Benjamin Labatut: la historia de la ciencia consiste en una colección de intentos fallidos de medir el caos. De hecho, una de las célebres anécdotas que relata Labatut es la acalorada disputa sostenida en la década de los veinte por el fundamento de la mecánica cuántica, que es la verdadera protagonista del filme de Nolan. Más allá de los sabrosos detalles del recorrido en solitario de los científicos rivales, la discusión presentada por Labatut se puede formular sencillamente en los siguientes términos. Mientras Erwin Schrödinger sostenía que las partículas elementales funcionan al modo de una onda y, por ende, que para entender lo que ocurría en la escala más pequeña de la realidad bastaba con aplicar las mismas leyes que se usan para explicar las ondas; Werner Heisenberg sostenía que el mundo subatómico no se parece a nada que se hubiera conocido y, por ende, había que crear un nuevo lenguaje para hablar de él. Dicho en otras palabras, mientras Schrödinger recurría a metáforas ondulares, cerrando los ojos para imaginar cómo funcionan las partículas elementales; Heisenberg recurría al lenguaje formal puramente numérico de las matemáticas, sacándose los ojos para poder verlas. Lo que, sin embargo, ambos compartían es que a medida que avanzaban en sus cálculos (el primero para determinar la función de onda, el segundo para modelar sus matrices) más tenían la impresión de que se alejaban del mundo real. Tanto es así que el maestro de Heisenberg, el físico Niels Bohr, decía que su modelo parecía la obra de un místico; y Albert Einstein decía que estaba protegido por una “endiablada complejidad” que lo hacía “incompatible con el sentido común”.
La discusión llegó a un punto cúlmine por influjo de Bohr, quien hizo el intento de persuadir a la comunidad científica que, a pesar de que ambas perspectivas eran excluyentes y antagónicas, podían ser complementarias: ninguna era un reflejo perfecto, sino sólo una visión del mundo. Así, Heisenberg se convenció de que la ecuación de su rival tenía una virtud: era capaz de hilvanar los infinitos estados y trayectorias de una partícula en una sola trama mostrándolos superpuestos. Lo que, sin embargo, llevaba a concluir que una partícula tenía muchas maneras de estar en el espacio, pero que si elegía una era por puro azar. De lo anterior se deriva que la preocupación de las ciencias no debía ser la realidad, sino lo que se puede decir de ella, ya que las partículas elementales sólo configuran un mundo de posibilidades y, por lo tanto, no existen hasta que son medidas. Lo interesante es que Heisenberg y Bohr no lo plantearon como un límite teórico, al modo de un defecto de un modelo a ser superado, sino como la constatación de que no existe un mundo objetivo que la ciencia deba estudiar. Los científicos no son observadores pasivos y separados de la realidad, son actores que cambian el modo en el que la vemos.
La forma en la que Heisenberg y Bohr describen la relación de la función de onda con el mundo subatómico es sorprendemente parecida al modo en el que se puede describir el montaje cinematográfico y, con ello, la relación que el cine establece con el mundo. Si el montaje es la hilvanación de múltiples planos que se superponen constituyendo el flujo temporal del filme, los filmes son presentaciones de diversas visiones de mundo. Sin perjuicio de lo anterior, Nolan no puede dejar atrás la aspiración del enemigo declarado de la mecánica cuántica, Einstein, de encontrar un único principio ordenador oculto en todas las cosas, intentado recuperar la creencia en un mundo objetivo exento de caos en el que se puede hablar no sólo de posibilidades, sino de causas y resultados determinados. El filme de Nolan, al mostrar que el tiempo adquiere una dirección lineal negando la existencia de otras posibilidades, admite ser descrito como una reverberación del grito desesperado de Einstein: “¡Dios no juega a los dados con el universo!”. Ante la pretensión de Nolan de afirmar un orden único gobernado por la lógica de causa-efecto, habría que decir que el desafío es aceptar sin temor no sólo la existencia del azar, sino las posibilidades que desde ahí abre el cine. Dicho en breve, la invitación de la mecánica cuántica es comprender que la ciencia y el cine son distintas formas de mostrar que no existe un mundo determinado de una vez y para siempre, sino que múltiples posibilidades que esperan a ser imaginadas.