La Mirada de los Comunes (20): El Negro, la sobrevida del cronista
Es impropio afirmar que Palma Salamanca borró su pasado: no es que Ricardo sea distinto de Esteban, o que el Negro sea distinto de Ricardo. Si ello es así se estaría asumiendo que la identidad es pétrea, que el cuerpo de quien lucha es un solo cuerpo. Antes bien, en este filme Palma Salamanca hace ingresar su pasado en un presente tan contrariado como lo es el proceso de producción de sí al que se enfrenta cualquiera. Lo relevante de ponerlo en escena es que nos hace preguntarnos por lo que somos hoy.
Una de las escenas que más se repite en la actualidad es la de los defensores de las causas justas escandalizados por las fake news. Las pantallas se llenan de personas que advierten de la peligrosa inauguración de la época de la “posverdad” o de la “política posfactual” en la que, dicen, los “hechos objetivos” son desplazados por una estrategia de apelación a las emociones con el objetivo de manipular la realidad. En las redes sociales se multiplican los comentarios de sospecha en los que subyace la idea de que el periodismo habría abandonado su misión constitutiva de informar lo que “realmente sucede”. Sin negar que casi no existen medios que no sean propiedad de los mismos de siempre, estos juicios presuponen que existe algo así como una historia hecha a la medida de los hechos, una historia que participa del orden de la ciencia comprendida como mera constatación, y que entonces sólo bastaría detenerse en lo sucedido para que emerja automáticamente el único modo que existe para nombrarlo. Como si la historia pudiera ser escrita a la manera de quien deja registro de una receta después de haber cocinado y, entonces, la verdad dejara de ser lo que es: un problema a ser disputado.
En este contexto se estrena El Negro (2020), filme de Sergio Castro San Martín que se hace de un hecho que fue sepultado de la historia de Chile por concebirse como un obstáculo para el despliegue inmaculado de la transición a la democracia. Y es que si no se eliminaba con la velocidad de un ave rapiña nos obligaría a gastar nuestros esfuerzos, que ahora estaban orientados hacia el futuro, en dar una lectura del pasado teñido de sangre y de saqueo, rompiendo con ese sueño unificante de “la alegría ya viene”. A contrapelo, el filme desentierra lo ocurrido una tarde del 1 de abril de 1991: el asesinato de Jaime Guzmán, ideólogo de la Constitución de 1980 en la que se cristaliza la lógica neoliberal impulsada por la Dictadura, de la mano de un par de militantes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Uno de ellos era conocido como “el Negro” Palma, chapa que le da el nombre al filme, y que fuera al cabo de unos días detenido y apresado en la cárcel de alta seguridad de Santiago de la que se fugó en helicóptero sin que le opusieran resistencia. Estos “hechos noticiosos” son dispuestos en el flujo del filme en las palabras e imágenes de quienes compartían la intimidad de Ricardo Palma Salamanca, dejando aparecer esas valoraciones que en su momento se prefirieron acallar.
La particularidad de esa operación es que muestra que la historia no puede ser más que una producción compartida. Lo que hace recordar a Jacques Rancière cuando sostiene que la existencia de la historia se explica porque no hay una relación natural entre las palabras y las cosas, dado que las primeras se hallan siempre en exceso o desfase temporal respecto de las funciones vitales de quien las pronuncia. De lo que se puede desprender, ahora con Erich Auerbach, algo simple pero importante, sobre todo de cara al discurso de las fake news: toda historia es un producto de la narración. Lo que, sin embargo, exige detenernos concienzudamente en la forma que adopta dicha narración que le da tiempo a los hechos brutos. Una alternativa entre muchas es la epopeya que es la que utiliza el propio Negro cuando dice, mirando fíjamente a la cámara, “se trataba de una batalla épica”; o puede ser la de ese periodismo convencido que su tarea es entregar “información verídica” como si fuera posible que una mirada sea neutral. Ni la una ni la otra, este filme se hace de la forma de la crónica construyendo un relato que toma pequeños detalles revoloteantes para mostrar la complejidad de la experiencia del presente. Detalles como el paso de un cuerpo flaco a un cuerpo macizo determinado por el ingreso al Frente, el testimonio de la masacre de un cuerpo familiar mientras se desnuda en el baño, la única carta que una madre recibe de su hijo de quien no sabe hace veinte años.
Pero no sólo la historia es una producción, también lo es la identidad. Judith Butler formula esta idea bellamente: la identidad es una repetición estilizada de actos. De lo que se sigue que bastaría interrumpir esa cadena de actos para reconfigurarla. Lo que a su vez significa que no estamos atados a esencia alguna como tampoco estamos condenados a contarnos siempre la misma historia. Se podría decir que este filme articula ambos asuntos recordándonos que, en último término, el relato con tintes biográficos no hace más que poner dicha repetición al servicio de un historia compartida vista desde el aquí y ahora. Por ello es impropio afirmar que Palma Salamanca borró su pasado: no es que Ricardo sea distinto de Esteban, o que el Negro sea distinto de Ricardo. Si ello es así se estaría asumiendo que la identidad es pétrea, que el cuerpo de quien lucha es un solo cuerpo. Antes bien, en este filme Palma Salamanca hace ingresar su pasado en un presente tan contrariado como lo es el proceso de producción de sí al que se enfrenta cualquiera. Lo relevante de ponerlo en escena es que nos hace preguntarnos por lo que somos hoy. Como nos muestra con precisión quirúrgica el filme No (2012) de Pablo Larraín, quienes sí pretendieron borrar el pasado en nombre de un futuro que nunca llega fueron tanto los que sostuvieron la Dictadura como los artífices de la transición: en el inicio y en el final del filme el protagonista pronuncia la frase publicitaria “ahora Chile piensa en su futuro”, transformando el potencial transformador anidado en el plebiscito en una anécdota estéril a los ojos de la actualidad.
Con todo, también hay que evitar caer en la nostalgia de quien cree que el pasado fue mejor. Y es que a lo que nos llama este filme es a recuperar el gesto del cronista que desentierra un hecho para leer su propio presente. En este caso, se podría decir que El Negro nos muestra que vivir el octubrismo hoy implica reconciliarnos con la derrota subyacente a cualquier intento de construir un relato sin fisuras. Que “la historia sea nuestra” significa interrumpir la lógica de expropiación de la posibilidad de ingresar a una historia que no es más que una constelación de fragmentos anudados, sin más futuro que aquel que aparece cuando dejamos de pensar en él para comprometemos con los otros que son nuestro presente.