La Mirada de los Comunes (1): La desterritorialización de los cuerpos
El problema no es la imposibilidad de representar el goce femenino en el modo que lo hace una crítica concebida a sí misma como meramente negativa; esto es que se presenta en la forma “en contra de X”, donde X es cualquier cosa que huela a patriarcado. Sino que se nos invita a pensar en la posibilidad afirmativa de constituir identidades heterogéneas y provisionales. En ese sentido, Carri parece sugerir que la respuesta se halla en la presentación de cuerpos diversos sin un fin distinto que hacerlos circular creativamente junto a otros.
En una sala de cine atiborrada en el centro de la capital la película comienza unos minutos más tarde de lo anunciado porque, según informan, se está a la espera de la cineasta argentina Albertina Carri que dará inicio a una retrospectiva de su trabajo que se proyectará durante cuatro días siguiendo la estructura de un cortometraje y un largometraje por sesión. Con una voz que se sobrepone a un pequeño cuerpo cuya marca registrada son unos anteojos que al cabo de unos minutos pasan de ser un objeto extraño a mostrarse como si fueran parte esencial de él, agradece a los espectadores por su entusiasmo a pesar del frío porque “hace mucho frío para mí”, dice.
Nos cuenta que en lo que sigue veremos un cortometraje llamado Pets (2012) que surgió como un destello precedido de una oscuridad absoluta mientras revisaba archivos fílmicos para otro proyecto. Inmersa en los innumerables anaqueles cayó en cuenta que cada vez que abría una cinta individualizada con un nombre que desentona y ubicada como si quisieran que la persona adecuada la encontrara, se enfrentaba a material pornográfico empolvado por el paso del tiempo. Impulsada por la curiosidad que le provocaba ese ocultamiento inicial, montó el material seleccionado dando lugar a una especie de irónico manual de cómo tener buen sexo dirigido a una pareja heterosexual. Es así como se escucha una voz que acompaña las imágenes móviles dando instrucciones del tipo: “2. Es importante comunicar lo que se ha aprendido de la estimulación de una misma a la pareja”. Dicha voz se ve inmediatamente contrariada por lo que ocurre en una pieza de burdel en la que primero se muestra un atraque violento de un hombre hacia el cuerpo de una mujer que penetra sin mesura, y luego a dos mujeres que, sucesivamente, se disponen para tener sexo con un perro quien les brinda un goce casi inagotable. Como si quisiera desafiar el hecho que la retrospectiva hubiera sido construida aplicando un criterio grueso (“temático”, como se dice) Carri nos transmite que su último filme Las hijas del fuego (2018) es, contrario al corto, “un filme iluminador”.
Es así como, dejando atrás la ironía que marcaba el tono del corto, nos embarcamos junto a una pareja de lesbianas en un viaje cuyo destino olvidamos a medida en que avanza el filme, del mismo modo en que la pareja abandona su estatus de protagonista al encontrarse con otras mujeres que se incorporan sin motivo aparente a él. Esta paulatina pérdida de protagonismo de la pareja y de la condición del viaje como uno de regreso a la ciudad natal, es anticipada por los créditos iniciales del filme. Vemos nombres de mujeres que se suceden formando una red que no conoce de jerarquías, roles, o cargos, tanto así que es casi imposible de identificar el “Albertina Carri” en medio de cualquier otro.
Como si la brutalidad del corto fuera teñida de una felicidad inusitada, a lo largo del viaje la acumulación de encuentros entre cuerpos de mujeres que son muy diferentes entre sí parece ignorar sufrimientos. Cada una a su manera interactúa con una y con otra, y con varias al mismo tiempo con una naturalidad que desafía todo canon, toda regla que determina qué cuenta como una relación amorosa. Lo interesante es que esta aproximación celebratoria de encuentros casuales que devienen en sexuales, no impide que alguna de ellas pueda reconocerse como pareja de la otra. Lo que quiere decir que el punto no es negar la posibilidad de una relación estable y fundada en cierto compromiso, sino que de explorar la posibilidad de una relación no privativa al multiplicar las instancias experimentales de goce.
De este modo, Carri apuesta por mostrar relaciones que conviven con el goce que le brindan cuerpos diversos, dejando atrás la amargura, la tristeza y el padecimiento con las que tradicionalmente se vincula la experiencia sexual entre mujeres. El único momento en el que estos cuerpos parecen aliarse tras un objetivo común distinto del goce que le reportan las caricias, los besos, y las penetraciones, es cuando una de ellas cuenta a las otras la historia de una querida subyugada por el marido en el mismo pueblo que le da el nombre al cortometraje realizado antes por la cineasta argentina Lucrecia Martel, Rey Muerto (1995), y deciden contribuir a lo que conciben como su liberación. Pero incluso esa acción que toma ribetes reivindicativos de un género sobre otro es rápidamente absorbido por la continuación de un viaje sin paradero en el que las marcas que distinguen a un cuerpo de otro comparecen en el goce. Y entonces el problema no es la imposibilidad de representar el goce femenino en el modo que lo hace una crítica concebida a sí misma como meramente negativa; esto es que se presenta en la forma “en contra de X”, donde X es cualquier cosa que huela a patriarcado. Sino que se nos invita a pensar en la posibilidad afirmativa de constituir identidades heterogéneas y provisionales. En ese sentido, Carri parece sugerir que la respuesta se halla en la presentación de cuerpos diversos sin un fin distinto que hacerlos circular creativamente junto a otros. Lo anterior es explicitado en la propia voz de una de las viajantes que, sabremos tempranamente, se encuentra intentando filmar una porno cuando dice que “el problema no es la representación de los cuerpos; el problema es cómo esos cuerpos se vuelven paisaje frente a la cámara”.
Esta frase en último término traslada el problema de la posibilidad de una crítica afirmativa a la propia inscripción del filme de Carri en el género del porno. Contrario al modo tradicional en el que éste último se entiende, los encuentros de estos cuerpos gozantes parecen ser simplemente eso: encuentros que entonces no se someten a la tiranía del orgasmo como cierre de la acción sexual. No hay consumo de cuerpos ni menos conquista de ellos, sino que solo hay expresión de un goce que los cruza hasta convertirlos en paisaje. Un paisaje que en su multiplicación a ratos agobia, pero muchas veces ilumina con la potencia de lo que puede ser transitado una y otra vez sin que alguien puede reclamar propiedad sobre él. Quizá el modo más polémico de mostrar el punto es la última escena del filme en el que un solo cuerpo es estimulado por su propia extremidad relegando a segundo plano las múltiples orgías de las que formaba parte. Con ello se mostraría que el goce no se reduce solamente al encuentro con otros cuerpos, sino que también implicaría abandonar el sentido de propiedad sobre el de una misma al hacerlo participar en pie de igualdad de aquella disolución de las fronteras en un paisaje.