La invención & la herencia (8): La resistencia del arte y la prueba de las imágenes

Durante el estado de excepción constitucional y también después de que fue levantado las imágenes grabadas por la gente a veces desde sus ventanas y otras desde la propia calle poniendo el pecho a los balines, constituirán archivos de la crisis de derechos humanos más grave que ha vivido Chile desde la vuelta a la democracia. Las cámaras de elementos tan comunes y masificados como los celulares se convirtieron en los ojos vigilantes de miles de chilenos y chilenas que multiplicaron su mirada atenta a las vulneraciones de derechos fundamentales, por más que las fuerzas policiales apostaran a la ceguera de los más de 150 casos de trauma ocular severo. Les quitaron los ojos,  pero el pueblo no dejó de ver.

El malestar social que derivó en estallido tras 30 años de la imposición de un modelo económico que privatizó los derechos sociales y que le dio preeminencia a la propiedad por sobre cualquier otro derecho en la Constitución, tenía antecedentes por lo menos 20 años antes en los Informes de Desarrollo Humano del PNUD, que diagnosticaban una asincronía entre subjetividad y modernización: los beneficios del desarrollo económico no estaban llegando a las personas y se estaban distribuyendo de manera desigual oportunidades y riesgos.

El alza de $30 de los pasajes de metro se constituía en la punta del iceberg de una reivindicación masiva y transversal mucho más profunda por poner fin a un modelo impuesto a sangre y fuego por la dictadura, que con las reformas estructurales de fines de los 70 y principios de los 80 (privatización de la educación, salud, previsión) y una Carta Fundamental que incluye amarras para impedir cambios de fondo, se ha constituido en una olla a presión que finalmente estalló.

Las movilizaciones estudiantiles de 2006 y 2011 que irrumpieron en el régimen democrático (que a estas alturas parece más post dictadura) reivindicando el derecho a la educación y, particularmente, a la calidad de ésta, agregaban un antecedente más al descontento que se estaba incubando en la sociedad. Gracias a las y los estudiantes secundarios, en un primer momento, y universitarios, después, se evidenciaba el profundo descontento con la mercantilización de la educación, que el modelo entendía como un bien de consumo y no como un derecho social.

Se instalaba en Chile un incipiente y esperanzador debate por la necesidad de cambiar el modelo y una propuesta de una Nueva Constitución, que la férrea oligarquía que ha persistido nuestro país más allá de los regímenes políticos, la elite económica que se enriqueció en dictadura con el saqueo a las empresas estatales y la clase política que terminó acomodándose y administrando el modelo en democracia, no permitieron que se concretara.

El gatopardismo actuó impidiendo la transformación del modelo, haciendo cambios para que finalmente nada cambiara, con proyectos legislativos que no apuntaban a una real redistribución del poder y de los ingresos. La administración privada de los fondos de pensiones que en la práctica actúa como un sistema de ahorro forzoso que alimenta al sistema financiero; la integración vertical de isapres y clínicas que incrementan las ganancias del sistema privado de salud; el negocio de las universidades privadas que lucran a través de empresas inmobiliarias; los recursos naturales y estratégicos privatizados (y en manos extranjeras), al igual que las cuentas básicas, habían construido un andamiaje de intereses que los poderes fácticos no estaban dispuestos a derribar.

Una política pública fallida como el Transantiago, que por diez años ha generado externalidades negativas en los santiaguinos que se desplazan por la ciudad en un sistema ineficiente y caro que los agrede en su dignidad a lo menos dos veces al día, agregaba más presión a la olla. Año tras año las y los santiaguinos soportaron largas esperas en los paraderos, debiendo luchar en la hora punta por conseguir un espacio en buses atiborrados de gente y viendo convertirse al Metro -otrora orgullo y ejemplo de un transporte público moderno y eficiente- en un sistema colapsado por la presión del Transantiago, que cada día aumenta su precio y en el que la autoridad recomendaba ofensivamente a los trabajadores levantarse más temprano aún para aprovechar una tarifa más económica.

Tal como reza la consigna de estos tiempos, no son 30 pesos, sino 30 años de promesas incumplidas de la democracia: el régimen que prometía igualdad no sólo en el acto de emitir el voto, sino en el acceso a bienes y servicios, terminó reproduciendo la desigualdad; el propio voto voluntario y su sesgo de clase hizo que quienes tienen menos recursos (económicos y culturales) sean los que menos voten. La apatía electoral se convirtió en una forma equívoca de protesta contra una clase política desconectada de las preocupaciones ciudadanas, instalando la pregunta por la legitimidad de las elecciones de los representantes: cada vez menos estaban decidiendo más. Cada vez más señales del enorme hervidero que se estaba incubando.

Así como en otras pequeñas y grandes revoluciones, la calle se convirtió en el escenario de disputa -literal y de sentido- que ha encontrado en el arte y las imágenes un dispositivo de resistencia, cuando se han visto restringidos los derechos de las personas, incluso más allá de la ley. La declaración de toque de queda, que tan malos recuerdos trajo a la memoria colectiva de un pueblo que lo padeció por años en dictadura, legalmente implica la restricción sólo del derecho a la locomoción y reunión, no del resto de los derechos y menos del derecho a la vida y a la integridad física. De hecho, desde algunos juristas ha surgido la tesis que infringir el toque de queda constituiría apenas una falta y no un delito, lo que agrega aún más gravedad al uso de escopetas antidisturbios apuntadas directamente a los cuerpos de quienes les tocaba el toque de queda en la calle, por parte de militares y carabineros.

Los agentes del Estado actuaron como si se tratara de estado de sitio (que se declara en caso de guerra), allanando domicilios, secuestrando a personas desde vehículos no institucionales y sin patente, torturando a detenidos en comisarías o en el traslado a ellas, en algunos casos con violencia sexual, disparando no sólo perdigones sino también balines y hasta causando la muerte de personas, incluso en ciudades donde no había toque de queda, como si la historia hubiera retrocedido a los momentos más oscuros de la represión dictatorial.

Concluido el estado de emergencia, carabineros siguió disparando a mansalva a grupos de ciudadanos/as, incluso a aquellos que sólo estaban ejerciendo su legítimo derecho a la protesta social, no sólo trasgrediendo sus propios protocolos de orden público que exige gradualidad en sus respuestas, sino al propio sentido común: con el disparo de balas de goma han generado más heridas oculares en la población en tres semanas que en toda la historia de Chile, situación que no encuentra precedentes en el mundo, incluso en zonas de conflicto como Israel, Palestina, Jerusalén o Gaza.

 

La clave del registro

Las violaciones a los derechos humanos perpetradas por algunos agentes del Estado, que tienen el monopolio de la fuerza y que en estado de emergencia estaban a cargo del orden público, estaban ocurriendo en plena democracia y contra una ciudadanía a la que, como dice la frase que se convirtió en un emblema, le habían quitado tanto, que hasta le quitaron el miedo. Principalmente constituida por una generación de jóvenes nacidos durante el régimen democrático, sin el trauma de muerte y destrucción dictatorial.

Las y los chilenos esta vez contaron con armas no letales (a diferencia de las que tiene el Estado), nuevas herramientas tecnológicas que fueron claves para documentar los abusos de la fuerza pública: los registros de las cámaras de celulares que en las redes sociales se constituyeron en pruebas (los videos tienen carácter probatorio para la justicia) de una realidad que la televisión no estaba mostrando. Las redes sociales se convirtieron en la plataforma que permitió sobrepasar la invisibilización y, a veces, la censura estimulada por las grandes empresas que son auspiciadoras de los canales de televisión y que influyen en la pauta noticiosa.

Durante el estado de excepción constitucional y también después de que fue levantado las imágenes grabadas por la gente a veces desde sus ventanas y otras desde la propia calle poniendo el pecho a los balines, constituirán archivos de la crisis de derechos humanos más grave que ha vivido Chile desde la vuelta a la democracia. Las cámaras de elementos tan comunes y masificados como los celulares se convirtieron en los ojos vigilantes de miles de chilenos y chilenas que multiplicaron su mirada atenta a las vulneraciones de derechos fundamentales, por más que las fuerzas policiales apostaran a la ceguera de los más de 150 casos de trauma ocular severo. Les quitaron los ojos,  pero el pueblo no dejó de ver.

El arte se convirtió en expresión de resistencia. En pleno estado de emergencia, los edificios se convirtieron en soporte en el cual se proyectaron mapping con frases que daban cuenta del sentir popular, siendo una de las más emblemáticas la proyección de los rostros y los nombres de los muertos por la represión, que en cinco casos murieron a manos de agentes estatales.

El propio cuerpo se convirtió en soporte a través de performances callejeras, en algunos casos con desnudos como expresiones atávicas a las que vuelve el ser humano en momento de angustia, ansiedad y revuelta, casi como poseídos por antepasados remotos. Aparecieron imágenes de indígenas, mapuches y selknam que estaban latentes en el imaginario colectivo como expresiones ancestrales. Cuerpos desnudos de hombres y mujeres que se despojaron de sus vestiduras para honrar a las personas asesinadas, torturadas y maltratadas por agentes del Estado. Chile había despertado, con toda su sabiduría popular y memoria histórica detrás.