La invención & la herencia (11): El Cine Arte Alameda
Que todo aquello esté hoy deshecho por el fuego estremece por la memoria que desaparece, por un espacio que durante décadas construyó un intangible cultural que crece y se multiplica con mayor rapidez ahora que su estructura yace en el suelo como un gran caldero enterrado.
Revisando mi antigua edición de El Sueño Eterno encontré atrapada una vieja boleta del Cine Arte Alameda -antes de que se disolviera la sociedad Rialto Ltda. y se convirtiera en Centro Arte Alameda- que usé para marcar la página. Era abril de 1994 y en esos días la sala estaba presentando una retrospectiva de François Truffaut, la mejor que se había hecho hasta entonces, que se exhibió en impecables copias en 35mm gestionadas a través de la Embajada de Francia.
Era el tiempo en que los cinéfilos jóvenes, como yo en ese entonces, creíamos que el formato de película sería indestructible y que nada aplastaría la experiencia de ver cine en la oscuridad de un espacio amplio y cerrado. Ante las imágenes de Besos Robados -con un más joven Jean-Pierre Léaud tratando de cortejar a una chica mientras intenta llevar adelante su improvisado oficio de detective-, uno podía pensar en la sublime perspectiva que se abría para las salas a mediados de los noventa, con la Dictadura que parecía alejarse en la distancia.
Hasta el viernes 27 de diciembre el proyecto cultural que con tanta voluntad había levantado Roser Fort desde 1993 estaba presentando una muestra en homenaje a Luis Buñuel con el apoyo del Centro Cultural de España. Los tiempos, es obvio, no son los mismos. Las embajadas e institutos binacionales, cercados por recortes de presupuesto, comenzaron a restringir sus catálogos audiovisuales y a centrarse exclusivamente en material digital. Paralelamente la televisión por cable, luego la reorientación de la cinefilia hacia las series y el apabullante ingreso de los sistemas de streaming, transformaron el ya arriesgado oficio de la exhibición cinematográfica en algo cercano a una locura. El Centro Arte Alameda, como el Cine Arte Normandie y El Biógrafo, soportó esa transformación que fue a la vez tecnológica, cultural y de contenidos, y que terminó por arrasar proyectos como el Cine Arte Tobalaba, la Sala El Ángel y el efímero pero voluntarioso aporte de las salas de BF, entre otros.
Más que sobrevivir, el Centro se levantó durante ese proceso como un espacio único que asumió riesgos al exhibir y distribuir películas para expandir el horizonte de una cartelera cada vez más estandarizada. Mi Mundo Privado, de Gus Van Sant, Perros de la Calle, de Quentin Tarantino, y la copia restaurada y remontada de Sed de Mal, de Orson Welles, junto a las más recientes El Desconocido del Lago, de Alain Guiraudie y Los Jóvenes Salvajes, de Bertrand Mandico, se proyectaron exclusivamente en su cine, así como una versión urgente de La Última Tentación de Cristo -armada con rollos de distinta procedencia y calidad- se estrenó apenas el filme pudo ser liberado de más de una década de prohibición en Chile.
En todo ello hubo siempre una dimensión de acto político, una manera de entender cuál debía ser el lugar del cine e, incluso más importante, cuál debía ser también el lugar del espectador. Por eso el mayor compromiso de Roser y Jano Parra fue hacer de la sala un asilo relevante para el cine chileno. Desde los primeros filmes de José Luis Sepúlveda y Carolina Adriazola, de Wincy Oyarce o de Che Sandoval, la curatoría del Alameda entendía la presencia de producción local en sus dos salas como un asunto de moral y defendió ese principio dándole cobijo a cintas que no hubiesen encontrado, ni siquiera en el circuito de exhibición alterativo, un espacio para darse a conocer.
Hasta ese viernes Un Perro Andaluz y Viridiana convivían con las exhibiciones de Guasón, Doctor Sueño, Historia de un Matrimonio, Lemebel, Perro Bomba, Araña y Los Reyes, en una combinación que atendía a la multiplicidad de públicos y sensibilidades. Era un sitio activo que, así como abrió sus puertas a muchas manifestaciones culturales, expandió su deber ideológico al apoyo del movimiento social y entregó parte de su espacio a la labor del SAMU y a la atención de heridos por la represión.
Que todo aquello esté hoy deshecho por el fuego estremece por la memoria que desaparece, por un espacio que durante décadas construyó un intangible cultural que crece y se multiplica con mayor rapidez ahora que su estructura yace en el suelo como un gran caldero enterrado.
Durante esa noche, mientras esquivaban la aún irracional acción de Carabineros, amigos y funcionarios del Centro Arte Alameda intentaban rescatar objetos, afiches y cuadros como impulso para salvar esa historia. Yo me he quedado con el viejo boleto de hace 25 años, suspendido y liberado nuevamente, como esperanza en que, quizás, no todo está perdido.