Intimidad digital: Soledad y comunión frente a la pantalla
Desde hace algunos años varios textos comienzan aseverando que estamos en “la era del streaming”, en un momento histórico en el que la rápida masificación de este formato de acceso a las películas ha transformado el panorama cinematográfico de manera profunda. Sin embargo, más allá de constatar que este se ha convertido en uno de los formatos principales de visionado, ¿qué significa realmente decir que estamos en “la era del streaming”? ¿Existe una sensación distinta al ver una película de esta forma que se diferencia tanto de la experiencia en sala (esto es obvio) como de las copias digitales descargadas (esto no lo es)?
¿Qué se puede hacer salvo ver películas?
Dentro de la oleada de películas liberadas al inicio de la cuarentena, La flor (Mariano Llinás, 2018) se convirtió en uno de los acontecimientos cinéfilos centrales. De cierta manera, era esperable que la película de Llinás fuese un furor durante el encierro: había sido una de las películas más comentadas desde su estreno en BAFICI y, sobre todo, sus 14 horas parecían ideales para ocupar el tiempo durante el confinamiento. Como mucha gente, me sumé a este entusiasmo y seguí con atención las instrucciones de El Pampero Cine, quienes anunciaron que irían liberando la película por partes. No fue sino hasta el día de la primera liberación que recordé un detalle: La flor estaba alojada desde hace meses en la carpeta “Películas” de mi escritorio, a solo un par de clics de distancia.
Poco antes del comienzo de la pandemia, la película había sido compartida clandestinamente por las redes a través de una carpeta de Google Drive. Después de enterarse de la filtración, El Pampero lanzó una advertencia hacia el grupo anónimo de piratas diciendo que, si bien podían verla, también debían recordar que “se trataba de una película”. Es decir, que una película de estas características (¿o de cualquiera?) se vería degradada por esta versión fuera de la sala de cine. Sin embargo, frente al contexto de la compulsión de películas compartidas durante el encierro, la productora pareció resolver sus dudas ontológicas al colgar la película por voluntad propia. Solo una vez que esto ocurrió, decidí que era un buen momento para ver La flor desde casa.
Desde hace algunos años varios textos comienzan aseverando que estamos en “la era del streaming”, en un momento histórico en el que la rápida masificación de este formato de acceso a las películas ha transformado el panorama cinematográfico de manera profunda. Sin embargo, más allá de constatar que este se ha convertido en uno de los formatos principales de visionado, ¿qué significa realmente decir que estamos en “la era del streaming”? ¿Existe una sensación distinta al ver una película de esta forma que se diferencia tanto de la experiencia en sala (esto es obvio) como de las copias digitales descargadas (esto no lo es)?
El comienzo de los confinamientos mundiales significó para el cine, a pesar de algunas resistencias iniciales, asumir que sus principales lugares de encuentro no podrían funcionar durante un tiempo, o sea, los festivales y las salas de cine. Mientras que varios festivales entraban en la discusión de si se asumía momentáneamente la vía digital (donde también asomó la idea de “eso no es un festival” en un comienzo), la discusión general se volcaba a reformular (y revivir) la pregunta sobre los cambios acontecidos desde la revolución digital a comienzos de siglo y, más alarmantemente, a replantear la posibilidad de imaginarse un mundo sin salas.
Al hacer una búsqueda rápida en Google con los términos “I miss movie theaters”, los primeros resultados nos arrojan artículos de medios de diversa índole con títulos casi idénticos entre sí publicados entre abril y mayo: “God, I Miss Movie Theaters” en Variety; “I Miss Movie Theaters” en Super Massive Pop; “What I Miss Most About Movie Theaters” en The New Yorker; “What I miss most about going to movie theaters” en Broad Street Review; “Movie Theaters, I Miss You” en Cosmopolitan; “The 15 Things We Miss Most About Movie Theaters” en Screen Crush, etc. Considerando que el cierre general de los cines en Estados Unidos se concretó a mediados de marzo, podría ser válido arrojar algunas interrogantes sobre la intensidad de esta nostalgia prematura. En realidad, estos textos parecían responder a un debate y a una oposición que existía desde bastante antes de los efectos de la pandemia. Ahora -un ahora que lleva algunos años- que las salas no son la fuente principal de acceso al cine, el cuestionamiento por la validez y la amenaza de de los medios “sustitutos” regresaba con más fuerza.
Dentro de esta variedad, “The Moviegoer: Our Critic Misses Sitting in the Dark With You” de Manohla Dargis, publicado en The New York Times, condensaba con precisión varias de las ideas centrales de los escritos anteriormente mencionados. El artículo de Dargis no se dedicaba a elogiar la ausencia más evidente, es decir, las diferencias técnicas entre el visionado en sala tradicional y el doméstico. No se pone el énfasis en las dimensiones de la pantalla, la maximización de la experiencia sonora, la comodidad del espacio a oscuras o la posibilidad de una inmersión efectiva. Para Dargis, como señala desde el título, la verdadera carencia de los visionados en casa es otra: la posibilidad de compartir un espacio físico junto a un grupo de personas que no conocemos. La gracia de ir a una sala de cine, entonces, tendría que ver con la experiencia compartida y simultánea, con la posibilidad de reír en sincronía en una parte graciosa, o de sorprenderse de pronto al lado de alguien cuyo nombre desconocemos.
Sin embargo, la inquietud por establecer esta diferencia desde esta dimensión de lo colectivo también venía desde bastante antes de los efectos del confinamiento. Como indicó Serge Daney, la primera estrategia de defensa del cine frente a la creciente popularidad de la televisión fue empezar a elogiar el ritual del cine por sobre las películas. Por lo tanto, la idea de que el atractivo principal de la experiencia en la sala de cine se basaba en esa comunión había llegado tardíamente, en el momento en que la popularidad de otros formatos se había convertido en una amenaza hacia este. Por lo tanto, frente a la pregunta de “¿por qué vas al cine?” formulada a alguien durante la primera mitad del siglo XX, cuando todavía se trataba de la forma de entretenimiento principal, se puede conjeturar que la respuesta más probable hubiese sido “por las películas”.
Esta apología general del espacio compartido me llevaba, inevitablemente, a indagar en mis propios placeres en el hábito de ir a salas de cine y en su diferencia con el hábito de verlas en casa. Para no basarme nada más en mi experiencia, empecé a consultar a distintos cinéfilos y cinéfilas cercanas. En esta rápida encuesta empezó a aparecer un aspecto mucho menos comentado. En varios casos, antes que las dimensiones de la pantalla o la compañía de extraños, la diferencia más obvia con la experiencia en salas tenía relación con la existencia de otras pantallas, digamos, no-cinematográficas, especialmente el computador. ¿No es en sí mismo el acto de reproducir una película para alejarse de las teclas y verla durante dos horas un tipo de experiencia radicalmente opuesta a nuestro uso cotidiano del aparato?
Se podría decir que existe un tabú para quienes vivimos la mayor parte de nuestra cinefilia desde el computador: las interrupciones. Más que por un mero efecto de distracción, la condición táctil del computador nos invita a parar las películas, casi como un impulso natural. Como propone Vilém Flusser, un posible modelo de la historia de la cultura podría reducirse a la fórmula siguiente: “mano-ojo-dedo-punta del dedo”, siendo el punto final de esta cadena una consecuencia de la interacción permanente con teclas y botones. Se trata de un aparato táctil y manipulable, por lo que las pausas no se podrían reducir solamente a la idea de desatención.
¿Cuántas veces se puede pausar una película para ver el correo, Twitter, Instagram, o para leer un artículo? Por más que no lo mencionemos nunca, pude comprobar que entre mis amistades no era poco común que el visionado de una película de 1 hora y media se extienda hasta 3 o 4 horas debido a estas pausas, las cuales bien podían incluir preparar el almuerzo o dormir una siesta. Por otro lado, también existe la seductora amenaza de las pantallas alrededor. ¿Cuántas veces no hemos resistido la tentación de revisar la notificación de un mensaje en Whatsapp mientras la película se reproduce ahí frente a nosotros, esta vez sin siquiera pausarla?
La discusión del impacto del cierre de las salas como efecto del Covid-19 ha supuesto para varios profundizar una suerte de dicotomía entre la experiencia de la película en casa y la de los cines. Quienes insisten en que la experiencia en sala implica un ritual comunitario, a su vez, hacen advertencias respecto al ensimismamiento que supone la experiencia mediada digitalmente. Sin embargo, ¿se podría entender también el furor de ver La flor al mismo tiempo como la búsqueda de otra experiencia en conjunto? ¿Se podría proponer la urgencia de ver Family Romance, LLC (Werner Herzog, 2019) el día de su estreno en MUBI como otra forma de un impulso comunitario? Frente a la simpleza de esta oposición, la salida podría estar en cuestionar la insistencia por establecer una división de experiencias basada en la fórmula soledad-digital/comunidad-sala de cine.
Volviendo al texto de Dargis, el último párrafo expresaba que: “cuando podamos finalmente salir y estar nuevamente uno con otro, espero que inundemos los cines, viendo cada película, desde la cinta de arte más oscura hasta la oferta más tonta de Hollywood” . Este bienintencionado deseo esconde otro de los problemas que existe en esta oposición: pensar que asistir a una sala es un acto comunitario activo en todas sus variantes. Si tendemos a elogiar el lugar de encuentro que suponen los buenos festivales –con las cervezas, los nuevos lazos y los debates posteriores– o las salas independientes, es también porque conocemos de cerca la frialdad del acto de bajar las escaleras de un mall, cruzar el patio de comidas y entrar finalmente a la multisala. La “cita con el pueblo”, como la denominaba Daney, también se ha modificado. Se hace difícil ver comunidad y “resistencia” en la experiencia habitualmente atomizada y clientelar que sucede en las salas ubicadas en un mall.
Me puedo programar: Cineclubismo digital
Por otro lado, existe otro tipo de encuentro que efectivamente supone siempre una experiencia compartida, pero que se da por fuera de la sala: la conversación post-función. Conversar una película supone siempre compartir el fenómeno común que ocurre al verlas porque, y esto es muy fácil de comprobar, las comparaciones y apreciaciones críticas son algo que se da forma espontánea. Ver una película implica recordar y conectar con aquello que hemos visto y vivido, por lo que las salidas al cine en conjunto siempre implican pequeños acuerdos y controversias frente a la consulta de “¿qué te pareció?”. La idea del “espectador promedio” es poco más que un desprecio naturalizado con el que la crítica afirma su autoridad.
Antes que la comunión anónima de la sala, para mí era este tipo de conversación el que se veía amenazado con el encierro. Sin cineclubes, ni festivales, ni salas de cine, el horizonte de conversación cinéfila se veía inevitablemente limitado. Frente a este escenario, Rodrigo Vergara propuso una idea al comienzo de la cuarentena en la que nos metimos un grupo de amigos y amigas casi como un juego: un grupo de whatsapp donde se propusiera una película diferente todos los días para comentarla durante las noches por videollamada.
Como varias actividades de cuarentena, en un comienzo lo pensamos como el reemplazo de algo, como la solución temporal a pesar del hecho de no poder reunirnos. Sin embargo, después de más de 100 películas vistas y comentadas en conjunto, comprobamos que las posibilidades de la conversación cinéfila no se reducían necesariamente a ocupar el mismo espacio físico. Este experimento de cinefilia y amistad ha significado revertir el efecto amenazante de la soledad cinéfila durante el confinamiento, e incluso, compartimos la sensación de nunca haber tenido un período de compartir el cine de manera tan activa. Pudimos comprobar que la sensación de compañía comienza incluso desde antes de los encuentros nocturnos: al saber que nos reuniremos para comentar las películas, las vemos con la disposición de hablar sobre ellas después. Esto significa no solo tratar de formar una opinión más o menos articulada en torno a la película, sino también detectar los elementos que nos parecen dignos de poner en común después.
El hecho de asistir a estas “exhibiciones” digitales, especialmente cuando se trata de películas que ya están disponibles en línea, revela también otro placer de participar de este tipo de instancias, tanto a nivel presencial como digital: el placer de que alguien programe por ti. El streaming y la descarga no solo implican la posibilidad de controlar la reproducción de la película, sino también la necesidad de funcionar como un programador a diario: recorrer los catálogos de Netflix es autoprogramarse a diario.
A partir de esta autoprogramación permanente, encontramos una idea que se ha repetido varias veces a la hora de formular la pregunta por la cinefilia post-digital. El reciente texto "State of Cinema. Cinema in the Present Tense" de Olivier Assayas describe, en sintonía con otros textos recientes, la crisis (o el fracaso, incluso) de la cinefilia. Al pensar la cinefilia digital, Assayas reconoce que, aunque ya sea un lugar común, resulta valioso mencionar que las generaciones actuales tienen acceso “a la totalidad de la historia del cine, así como a su presente”.
Esta idea reaparece, de otra forma, en las primeras entregas de “Cartas para un comienzo de una década”, el intercambio epistolar de los críticos de La Vida Útil publicado en su último número. En la primera de estas, Ramiro Sonzini plantea que el límite para acceder a las películas dio un giro desde el exterior al interior, donde ahora el problema no sería el acceso a las películas y sus restricciones, sino el mareo que produce discernir entre qué ver y qué no ante el nuevo volumen del material disponible. Retomando esta idea, Lucas Granero menciona en la segunda carta que “las generaciones cinéfilas anteriores iban hacia las películas, ahora las películas vienen hacia nosotros”.
Ambos textos aluden a uno de los cambios innegables de la cinefilia post-internet: el aumento de la cantidad de material disponible, incomparable al de ningún período anterior. De cierta forma, el acceso en la actualidad supondría un sueño para generaciones anteriores: la capacidad de enterarse de una película para después rastrearla y verla. Sin embargo, esta suposición de que existe un “acceso total a la historia del cine” ignora el hecho de que también existe un sistema que organiza qué películas se pueden ver y cuales no, el cual se ha modificado de manera bastante menos radical. Así como ahora es común enterarse de una película y encontrarla, también conocemos bien la sensación impotente de no poder localizar algunas películas específicas. Sabemos que hay películas que nunca vienen a nosotros, y esto difícilmente sea una coincidencia.
De cierta manera, la nueva utopía del acceso a la historia del cine choca con las viejas reglas de exclusión del canon, que distingue entre diferencias de género, raza, clase o formato. Por esta razón, más que pensar en el mareo que implica la responsabilidad de organizar el visionado de millones de películas en la soledad, habría que pensar en la dependencia que tendremos siempre del otro para realizar esta organización. Si solo dentro de Chile el mayor acceso (relativo) no ha permitido que La dueña de casa (Valeria Sarmiento, 1975), Diario inacabado (Marilú Mallet, 1982) o Sueños de hielo (Ignacio Agüero, 1993) se reconsideren como las grandes e importantes películas que son, ¿cómo llegaremos a conocer las grandes películas “escondidas” de otras latitudes?
Frente a lo que parece un obstáculo irremediable, la necesidad de establecer este tipo de guías aparece con fuerza en las comunidades supuestamente ensimismadas en internet. Si, por un lado, existe un tipo de cinefilia orgullosa de llegar a películas oscuras “primero” y de tener accesos que el resto no, por el otro, también abunda otra cinefilia cuyo primer impulso después de dar con una película sorprendente es querer que más gente la vea. Allí se encuentran quienes rastrean, subtitulan y hacen disponibles algunas obras no solo por un afán coleccionista, sino porque mantienen una desconfianza militante ante la idea de que las películas que no llegaron a nosotros es porque no lo merecían o porque no eran suficientemente “buenas”.
Es en esta comunidad sin centro donde la sensación es contraria a la del mareo, donde se ejercita el placer de que alguien más elija por ti y te muestre cosas de las que no sabías. Es, a su vez, un grupo que también repleta las salas de cine y que se encuentra a la espera de su reapertura, pero que entiende que no se trata de experiencias antagónicas y excluyentes una de la otra.
El problema de plantear nuevas formas mediales como “sustitutos”, de pensar los efectos inmediatos de la pandemia como una fase experimental antes de que el VOD reemplace para siempre la salas, es que estas formas mediales ya han convivido desde hace tiempo y las salas de cine ya han pasado por embestidas anteriores. La cinefilia pareciera gozar con la crisis permanente (y las declaraciones mortuorias), planteando nuevamente un combate a muerte que terminará en la liquidación final de su objeto amado. Por esta razón, podría hacerse más necesaria la defensa de estas formas colectivas del cine (que incluyen las salas de cine) que el establecimiento de un binomio engañoso respecto a lo técnico.