El Señor de los Anillos: Los Anillos de Poder. Muchos encuentros (Parte 2)
¿Sauron? ¿El Extraño? ¿La perdición de Durin? En los últimos episodios pudimos ver cómo se perfilaban estas líneas específicas, sentando las bases para la continuidad de la serie. Algunas de estas resultaron bastante obvias, otras más orgánicas, algunas sorpresivas y otras algo superficiales. Este es un buen horizonte para analizar esta apuesta ya con el panorama más claro.
Muchas de las preguntas con las que cerraba la primera parte de esta columna, obtuvieron respuesta en los últimos capítulos de la temporada inaugural de Los Anillos de Poder. ¿Sauron? ¿El Extraño? ¿La perdición de Durin? En los últimos episodios pudimos ver cómo se perfilaban estas líneas específicas, sentando las bases para la continuidad de la serie. Algunas de estas resultaron bastante obvias, otras más orgánicas, algunas sorpresivas y otras algo superficiales. Este es un buen horizonte para analizar esta apuesta ya con el panorama más claro. Las sensaciones son buenas, aunque las sombras se alargan sobre ciertas decisiones especificas. Vamos en orden.
Lo más satisfactorio de la adaptación es, sin duda, la presentación del mundo. La serie no escatimó en gastos y el valor de producción se percibe, antes que nada, en sus ciudades, sus paisajes, las erupciones y las marejadas, tan importantes en la mitología tolkieniana. Parece evidente que el equipo realizador se impuso la tarea de asentar la acción en lugares verosímiles a la vez que esplendorosos. Privilegiar esto, antes por ejemplo que grandes nombres en el reparto, habla de una apuesta que tiene, naturalmente, dos filos. Lo atractivo es poder engastar la historia en un territorio materialmente concreto, habitado por pueblos cuyo pasado y presente se deja sentir en la ambientación y los decorados, la utilería y los maquillajes. El riesgo está en que el relato no puede sostenerse solo a partir de la visualidad y la atmósfera, y que, si el desarrollo de los personajes y las tramas no es coherente, los andamios comienzan a tiritar.
La grandilocuencia visual no tiene un correlato directo en términos de una épica narrativa. El clímax es más bien acotado y se resuelve de manera directa. Esto no está mal, es solo la primera temporada. En este sentido, se produce un desplazamiento desde la bélica a la intriga; es menos relevante cómo se resuelve la pugna entre los orcos y los hombres del sur y más cómo los secretos y la supervivencia de las razas están en entredicho, y que armas necesitarán para afrontar un futuro incierto. ¿Qué busca Sauron? No es solo dominar el mundo, en el sentido más inmediato. Quiere sanarlo de sus males, devolverle su grandeza, usando poderes ocultos, enterrados por debajo de la roca, la tierra o la piel. Aquí se interconectan la trama de fantasía con un comentario que resuena en mareas geopolíticas contemporáneas, dándole un toque de actualidad al relato, siempre importante para anclarlo en su presente de exhibición.
Si bien este componente de intriga es interesante, obtiene justificación desde una premisa dudosa y, a mi parecer, el punto más débil en términos narrativos. Para que el misterio funcione hasta el cierre de la temporada, es necesario que los personajes principales se mantengan en la ignorancia. Hay una decisión por hacer a los protagonistas poco astutos, alejados de la intuición y la sabiduría que, podemos imaginar, debiese ser innata a su posición y lugar en el mundo. ¿Cómo los altos señores de los elfos no son capaces de ver el Mal justo frente a sus ojos? Es cierto, Sauron es también conocido como el Embustero, pero varios de estos ardides se perciben poco establecidos, más bien recursos funcionales al guion para hacer avanzar la trama.
Es en este tipo de elementos que podemos tasar la calidad de la adaptación propuesta, y si bien muchos puntos destacan, esta distancia con la fuente original es curiosa. De aquí surge una reflexión, complementaria a uno de los puntos propuestos en la primera parte de esta columna, vinculada a las deudas con los textos de Tolkien, con la trilogía de Peter Jackson y sus referencias explícitas. Más allá de líos de derechos y cuestiones legales, es posible concluir que la inspiración está mucho más en las películas que en los libros. Esto lo vemos en aspectos concretos, por ejemplo, en el diseño del Balrog; y en la banda sonora, pero también en el cariz de ciertos personajes como Halbrand o el Extraño, que tienen menos sentido en el esquema literario de la historia, y mucho más a modo de antecedente y continuidad retrospectiva con las películas. Ahí obtienen justificación paralelos y repeticiones entre las cintas de Jackson y la serie, dejando de lado ciertas nociones presentes en los libros.
En este horizonte, dos ejemplos permiten ilustrar esta dualidad entre decisiones narrativas y visuales. Por un lado, la incapacidad de las sacerdotisas para detectar a su Maestro: visualmente la escena del enfrentamiento entre ellas y el Extraño es notable, sin embargo, el por qué están ahí no tiene sentido desde un punto de vista argumental, más que para generar una duda poco sostenible y que rápidamente se disipa. Por otro, pese a que la secuencia de la forja de los Tres Anillos funciona muy bien como cierre de esta primera entrega, los pasos que nos llevan a ella son acelerados y atolondrados. Me refiero tanto a las justificaciones de porqué los elfos los necesitan como a la repentina clave para su creación. No obstante a esto, la escena resulta uno de los puntos más altos de la temporada. A base de planos detalle y con un despliegue de recursos que van desde la música a los movimientos de cámara y el montaje, este momento condensa la tensión entre lo gigante y lo diminuto, aquella que resume tan bien Boromir hacia la mitad de La Comunidad del Anillo, cuando toma la cadena que se le cae Frodo mientras la Compañía intenta hacerse paso por la montaña de Caradhras: “qué extraña suerte es que tengamos que sufrir tanto miedo e incertidumbre por una cosa tan, tan pequeña”.
¿Los enanos? Al debe: su línea se siente como poco más que un apéndice de la historia de los elfos —algo que ya indignaría a cualquier enano. ¿Los pelosos? Todo lo que está bien. Encarnan varias de las premisas fuertes al interior de este universo, como la importancia de los lazos de amistad y compañía, o la voluntad para enfrentarse a lo que nos aterra. Entre estos vaivenes, el saldo es positivo. Muchas de sus faltas son atribuibles a una producción aún en ciernes, todavía inmadura. En la vereda opuesta está la otra gran producción de fantasía de este solsticio, La casa del dragón, de HBO. En esta, precuela a Game of Thrones, la realización se percibe mucho más prolija, confiada en sus recursos dramáticos y visuales, y con el peso de una trayectoria que se deja sentir. Incluso podemos ver baches similares en las dos —ambas apuestas suelen condensar información y ofrecen a ratos poco desarrollo de personajes— pero el relato sobre la familia Targaryen se presenta, por ahora, más robusto. Ahora, si todo lo anunciado en Los Anillos de Poder se continúa desarrollando, y en el camino va puliendo esta compleja alquimia, imposible pero imperativa para las series masivas actuales, que mezcla adaptar, innovar, representar y no defraudar, la serie tiene posibilidades de encaramarse a la altura de sus inspiraciones.