El Señor de los Anillos: Los Anillos de Poder. Muchos encuentros (Parte 1)

En definitiva, a pesar de que ciertos puntos se sienten débiles, algunas de las subtramas poco fundadas, y eventuales modificaciones a la historia de base pueden confundir a las y los seguidores más puristas (entre los que me encuentro, por cierto), una primera impresión de Los Anillos de Poder no puede sino dejarnos expectantes.

Desde que se confirmó que Amazon Prime iba a desarrollar una serie ubicada al interior del Legendarium creado por J.R.R. Tolkien, inmediatamente surgieron una certeza y una duda. Lo cierto era que en la disputa por la hegemonía de los servicios de streaming, Amazon quería su propio Game of Thrones —una producción capaz de instalarse en la cultura popular, atraer millones de espectadores, despertar teorías, especulaciones, críticas y, ojalá más, alabanzas. La duda nacía por el ángulo en el que el material original podía tomarse para conseguir tal objetivo. Si algo probó la serie de HBO es que, en los tiempos que corren, los gigantescos mundos provenientes de la literatura fantástica sí tenían lugar en la pantalla chica. Con lo vasta que es la escritura de Tolkien, particularmente en relación con los sucesos anteriores a la historia contada en El Señor de los Anillos, las posibilidades eran infinitas. Así mismo, era imperativo cubrir huecos en una narración que abarca cientos de años en tan solo unos cuántos párrafos. En una palabra, adaptar.

En medio de fandoms hiperventilados y la búsqueda por una representatividad cada vez más inclusiva, los primeros capítulos de Los Anillos de Poder intentan cimentar su lugar en el peligroso panorama de las series que apuntan a la masividad. Lo primero que hay que decir es que para quienes disfrutamos y hemos seguido la obra de Tolkien, volver a la Tierra Media es un verdadero agasajo. Mucho se ha dicho sobre las polémicas en torno a si la serie violenta el carácter original de las escrituras tolkeinianas, ya desde los aspectos modificados, ya en el color de piel de ciertos personajes, polémicas bien resumidas en este artículo. Sin querer perder tiempo discutiendo esto, solo sumo que la diversidad presente en los textos de Tolkien debería ser prenda de garantía para desbocar la imaginación, jamás restringirla. Enfoquémonos mejor en analizar los principales elementos de esta nueva propuesta, y cuáles son sus rendimientos específicos, ya estrenada la primera mitad de la temporada.

La mencionada referencia a Game of Thrones no es solo en términos productivos. Narrativamente, Los Anillos de Poder toman prestada la premisa característica de su par basado en la saga Una Canción de Hielo y Fuego, esto es, diferentes núcleos dramáticos que acontecen en alejadas latitudes de un mismo territorio, que abren historias con un pasado común y un posible futuro entrelazado. Las distintas razas que habitan la Tierra Media se reparten estas líneas. Entre los Altos Elfos que habitan en la ciudad de Lindon, hasta los pelosos, una suerte de antecedente a los hobbits, nómades y profundamente conectados con la naturaleza. En medio se encuentran los enanos del reino de Khazad-dûm, los orgullosos hombres de Númenor y los mortales venidos a menos, habitantes de las tierras del sur, vigilados por los elfos dadas sus antiguas alianzas con el Mal. Luego de la caída del señor oscuro Morgoth, y tras una aparente paz, más y más signos comienzan a indicar el regreso del Enemigo, esta vez encarnado en un personaje familiar, Sauron.

Las conexiones con la trilogía dirigida por Peter Jackson obtienen rendimientos dispares durante la instalación de la historia. Los casos de Galadriel (Morfydd Clark) y Elrond (Robert Aramayo) son interesantes, en tanto que muestran versiones “juveniles” de aquellos sabios elfos que conocimos en las películas, mostrándolos como erráticos, vengativos, susceptibles a la mentira y el engaño. El desarrollo de ambos aparece como una tarea atractiva que la serie puede asumir.

De esta manera, por un lado, aquellos nombres y lugares reconocibles aportan un grado de familiaridad útil para anclar un relato a la vez diverso y complejo. Pero por otro, determinados vínculos parecen algo forzados, demostrando que, en esa necesidad de hilar nudos reconocibles, si esto no se hace con cierta sutileza, resultan repeticiones poco creativas. Dos ejemplos demuestran esta dualidad. Primero, la varias veces visitada relación afectiva entre personajes de distintas razas, representado aquí en los personajes de Arondir (Ismael Cruz Córdova) y Bronwyn (Nazanin Boniadi). Esta relación se percibe orgánica al interior del mundo que estamos conociendo, con personajes que se presentan ya desde una complicidad que es naturalmente conflictiva. Segundo, la emergencia de Halbrand (Charlie Vickers), un humano que rehúye de su pasado real y la herencia de su sangre, optando por el anonimato en una tierra lejana. En este caso, el símil con la historia de Aragorn resulta algo innecesario y repetitivo (Galadriel describe la posición de Halbrand del mismo modo que Elrond lo hace para con Aragorn en la primera cinta de la trilogía). Será tarea del cierre de la primera temporada demostrar si vuelve a comportarse solo como una reiteración, o se le incluye algún giro que le otorgue un nuevo color al personaje.

La serie arranca, si se quiere, con el freno de mano puesto. Los primeros episodios, aunque coquetean con algo de la épica que la historia despierta, se sienten poco explotados, tanteando terreno, sin arriesgar. El prólogo no se demora en explicaciones —nuevamente podemos rastrear la referencia aquí a Game of Thrones y una distancia con La Comunidad del Anillo—, y las razones que configuran el mapa geográfico y político son someramente explicadas. El problema con esta estrategia es que grandes relatos son introducidos durante el avance de la trama, volviéndolos todos superficiales. Esto tiene particular relevancia en la aparición de Númenor, cuyo pasado y presente pueden contener el núcleo del relato hacia adelante, y a primera vista aparece confuso y algo irrelevante. 

En la vereda opuesta, los pelosos han resultado una grata sorpresa, y un modelo desde el que la adaptación audiovisual puede obtener positivos rendimientos. Se trata de una raza cuyas características son solo esbozadas en la obra de Tolkien, pero que el guion complementa y da luces nítidas sobre su cultura, su mitología y sus tradiciones. Son representados como un pueblo nómade, que vive y muere en la posibilidad de desplazarse y esquivar los riesgos de la vida salvaje, a la vez que poseen una estructura social y jerárquica. Claro, su lugar en la Historia es menor, lo que permite que las posibilidades creativas respondan a criterios más libres. Sea como fuere, la promesa es que la joven Nori (Markella Kavenagh) tome la posta de ser aquel personaje indistinto, anónimo, parte de las gentes pequeñas, pero que logra involucrarse e influir en los grandes giros del mundo.

La dimensión visual de la serie es otro de los elementos que incita inmediato interés. Como es sabido, el plano general permite abrir el mundo a las y los espectadores. La figura humana se empequeñece, otorgándole protagonismo al espacio, sus colores y texturas, al paisaje donde ocurren los acontecimientos. Esto, una de las marcas registradas en el trabajo de Peter Jackson (particularmente en el plano general aéreo y en movimiento), permitió conocer una Tierra Media que, para la Tercera Edad del Sol, estaba en decadencia. Abundan las ruinas, las minas abandonadas y el otoño de los grandes bosques. Ahora, en la Segunda Edad, somos capaces de atestiguar el auge de las civilizaciones que pueblan estos territorios. Este es uno de los rasgos más llamativos a explotar; la grandeza, maravilla y tal vez la obliteración de unos lugares asombrosos. Su tratamiento puede también, retrospectivamente, entregar una nueva luz a las imágenes que ya conocemos de la Tierra Media.

Las cintas de Jackson, ya con 20 años a cuestas, siguen siendo impecables en términos fotográficos y de efectos prácticos y digitales. Si bien el avance de la tecnología es elocuente y permite ver ciertas escenas como “viejas”, la trilogía de El Señor de los Anillos es un categórico ejemplo de correcta integración entre cinematografía clásica, maquillaje y CGI. En Los Anillos de Poder, la respuesta tiene, nuevamente, altibajos. Los estratosféricos presupuestos se dejan sentir en los grandes escenarios, las presentaciones de las ciudades y el trabajo con algunos personajes —desde esta humilde tribuna, destaca particularmente la caracterización de los orcos que trabajan en lo que parece ser los cimientos de Mordor. Pero al mismo tiempo, el tratamiento del color puede hostigar, abusando a ratos de lo prístino y brillante, que, remarcado digitalmente, acerca a la serie peligrosamente a aquellas representaciones idílicas de una fantasía hedonista y superficial.

Es común en muchas series actuales que se quemen muchos cartuchos de entrada, intentando asegurar su continuidad en futuras temporadas. Si bien aquí se condensa harta información, también se observa una opción por apuntar largo y guardar cartas fuertes para más adelante. Evidentemente, esto es más sencillo con el dinero en los bolsillos, pero de todas formas se agradece un enfoque a contrapelo de lo que el streaming ha exigido en el último tiempo. En definitiva, a pesar de que ciertos puntos se sienten débiles, algunas de las subtramas poco fundadas, y eventuales modificaciones a la historia de base pueden confundir a las y los seguidores más puristas (entre los que me encuentro, por cierto), una primera impresión de Los Anillos de Poder no puede sino dejarnos expectantes. ¿Dónde está Sauron? ¿Quién es el Extraño al que Nori se empecina en ayudar? ¿Qué es lo que distrae al joven Isildur en el lejano extremo de la Isla de Númenor? ¿Veremos la Perdición de Durin en esta temporada? ¿Sabremos algo de los propios Anillos de Poder, fundamentales obviamente, y hasta ahora ausentes? Todas estas preguntas permiten ser optimistas ante una producción que ha logrado evocar un mundo fascinante, pero que debe saber llevarlas a cabo. Solo el tiempo dirá qué senderos toma esta aventura y si camina por los correctos, aquellos que corren al oeste de la Luna, al este del Sol.