Diálogos exiliados (52): Las soledades (1993)
En 1992, Raúl Ruiz filmó no una sino tres películas: A TV Dante, Basta la palabra (que quedó inconclusa) y este breve filme encargado para el Channel 4 británico, y que el realizador completó tras su regreso a París. La excusa inicial era referenciar a un célebre poema de Luis de Góngora, pero la intención de fondo era otra: se trata de un trayecto directo al Chiloé de la infancia del realizador; una travesía hacia mitos, supersticiones, relatos orales y sueños espectrales articulados ya no en clave de viaje de ida sino como una ruta de regreso. Ruiz dando la vuelta, comenzando a regresar.
Alejandra Pinto: Una película de 20 minutos que se siente como si alguien te estuviese contando un cuento en una sobremesa. Por si fuera poco, incluye una recopilación de creencias sobre cosas que te pueden dar mala suerte.
Christian Ramírez: Pasan varias cosas con Las soledades, la última de las cuales tiene que ver con el extenso poema de Góngora en el que supuestamente está basada. Por un lado, es una suerte de continuación de El retorno del amante de las bibliotecas. Otra vez es Raúl Ruiz de vuelta en Chile y en busca de algo que se le escapa: en el corto explica que se trata de un “un objeto, figura o signo que pudiese llevar al otro mundo y que me permitiera retornar donde de los vivos a voluntad, evitando los trámites agobiantes que La Recta Provincia de los Brujos impone a los muertos que quieren cohabitar con los vivos” (Nota: La Recta Provincia fue una asociación de magos de Chiloé, formada a fines del siglo XVIII y cuyas actividades hicieron que, a fines del XIX, fuera demandada como asociación ilícita. En 2007, Ruiz recuperó el término para la miniserie que filmó en el sur de Chile). Tal como ocurre en El retorno, el cineasta regresa a un lugar de infancia, pero uno anterior al Quilpué de sus años escolares. Ruiz vuelve a Puerto Montt, donde nació y por extensión a Chiloé, que aquí aparece en una dimensión derechamente mágica. Lo otro, es que Las soledades también es un retorno al cortometraje, formato Ruiz disfruta mucho y en el cual se siente como pez en el agua.
Quintín: Es muy linda esta película, más que la de las bibliotecas, más poética por así decirlo. Tal vez porque no interviene el mundo de su madurez, solo tiene que ver con la infancia. Es como si Ruiz lograra mantenerse en el universo de lo marino, en el que no sólo aparecen los paisajes del sur chileno, sus leyendas, sus historias y su familia, esa amplia familia llena de primos y tíos que mueren y resucitan, sino también de la música que conecta al mundo en una diversidad de lenguas (se oye cantar en español, pero también en inglés, en francés y hasta en algo que parece dialecto cajún). Es un mundo arcaico en el que Ruiz, efectivamente, se siente cómodo y hasta puede incluir esas obsesiones morbosas como los cuerpos mutilados, pero nunca choca con la modernidad de su experiencia en Santiago. Si alguien buscara una prueba de que Ruiz rechazaba el mundo que le tocó de joven, es esta película, en la que se escucha su voz de gran conversador hablando de un tiempo remoto, olvidado, pero extrañamente real. Mucho más real que el mundo de sus películas en la “civilización”.
P: Quiero hacer referencia a lo que señala Q sobre la presencia de los niños. Hace tiempo vimos cómo Ruiz se preocupaba de mostrar a la infancia como algo igual de peligroso que cualquier otro momento de la vida.
R: Ahí radica, de hecho, la intensa conexión que Ruiz posee con Jim Hawkins, el protagonista de La isla del tesoro, y que aparece replicada en tantas películas suyas de los años 80.
P: Esos personajes interpretados por niños suelen ser mensajeros de mucha violencia y, en ocasiones, estos mismos niños son los que la ejercen. En esta película, la presencia de los niños es igualmente aterradora; ellos dan a conocer los mitos y las supersticiones, pero es curioso: aunque advierten de la mala suerte, pero el efecto que logran es extrañamente reconfortante. Puede ser porque estos mitos se han convertido en algo real y aceptado por todos. La prueba, me parece, son las preguntas que hace la profesora en una sala de clases, en donde todos los alumnos deben hablar del Caleuche, leyenda que también podemos vincular con esta sensación marina que señaló Q.
Q: Hay en la película una frase que es muy impresionante, la de que el hombre tiene tres edades. En la primera habla con los muertos, en la segunda con los vivos y en la tercera consigo mismo. Y eso es lo que ocurre en la película: a instancias de un primo muerto (con el que habla de su propia muerte), Ruiz se conecta con Chiloé y con los muertos de su infancia y, salteando la segunda parte, intenta poder hablar consigo mismo. De algún modo eso implica preguntarse quién es y cuál es el sentido de su arte. Es conmovedor que Ruiz, ya pasada la mitad de su carrera, piense que tiene que encontrarse a sí mismo, ser definitivamente él mismo. Por eso la película tiene esa extraña profundidad, esa mirada sobre el misterio que se abre hacia el futuro. Claro que Ruiz no dice nada de todo esto, pero hay una paz y un encanto en la película que funciona como un sortilegio, conectado con la búsqueda del amuleto que le permita estar con los muertos y los vivos al mismo tiempo. Y ese es el Ruiz que se busca a sí mismo: el que puede habitar los dos mundos porque ahora sabe quién es.
R: Y tal vez es por eso que al año siguiente comenzó a escribir el Diario; porque, justamente, estamos en las vísperas de ese “cambio epocal”, el momento en que RR empieza a dejar huella manifiesta de sí mismo. El tono que esa narración va adquiriendo, en primera persona, más literaria que oral, tiene relación con eso también. En Las soledades escuchamos al propio Ruiz que lee en voz alta frases que va incluyendo en un par de listas: la primera es una enumeración de autoridades de la Recta Provincia —la que concluye nada menos que listando al “Presidente del mundo”—; la otra es un listado de falsas equivalencias, donde las capitales de América latina y algunos países son el espejo (o el revés) de minúsculas islas del archipiélago chilote. Ruiz las va anotando con lápiz en la mano derecha mientras sujeta un cigarro puro con la izquierda, como quien se apresura a no olvidar esa ocurrencia automática, pero quizás buscando crear una fórmula de palabras que le permita conjurar esa magia que necesita, protegerse de alguna maldición o simplemente dejar de rebotar entre París y Chiloé, ya que el protagonista del corto se pasa la película entera durmiendo en un lado (Puerto Montt o París) para inmediatamente despertarse en el contrario. Es un buen argumento para un cuento fantástico, pero también suena a condena o suplicio de cuento árabe.
P: Creo que con eso hay alguna intención de exponer al mundo como una sola cosa. Lo que más me llamó la atención fueron las sonoridades que se usaron: si bien había canciones de países /idiomas distintos, todas tenían un fondo parecido, como si vinieran de la misma raíz, incluyendo la ronda que bailan las niñas de la escuela que visita. Considerando eso, el hecho de que tenga un pie aquí y otro allá ya no representa un problema, porque el mundo es uno solo, no hay para qué dividirse.
R: Me imagino que eso es fuente de consuelo para un Ruiz que todo el tiempo siente que tiene que estar “acá y al mismo tiempo allá” —algo que de hecho le ocurrió a principios de los 90, en los días de Las soledades, cuando volvió por un tiempo breve a filmar películas en Chile—, pero es en este ir y venir o en este “estar en todos lados a la vez” hace que Ruiz deje de hablar con los vivos y acabe hablando sin excepción con los muertos (quienes, justamente, parecen estar en todo momento y en todo lugar, como queda claro en A TV Dante). Extraño también que los niños funcionen como una suerte de medium para conseguirlo: la voz de esa niña que va listando las supersticiones ocupa un tercio del metraje del filme, combinada con diversas imágenes de los caminos, lomas, pueblos y casas chilotas, y regresa en al menos tres ocasiones, como si Ruiz se resistiera a la posibilidad de que el fragmento se acabe. Eso se reitera cuando la voz de un hombre mayor —presuntamente la del padre del propio Ruiz— relata una anécdota vivida por un colega capitán de navío, que tuvo que sortear las inmensas olas del tsunami provocado por el terremoto de Valdivia, en 1960. De hecho, él mismo intenta revivir ese arrebato de energía en el par de minutos finales, cuando por fin despierta en su casa de Belleville y encuentra en la biblioteca a un chico (que vendría a ser él mismo) que comienza a listar una serie de acciones emprendidas a toda velocidad —“me atropella un auto, me mata, 10, 9, 8, 7, 6, 5, 4, 3, 2,1, cero, hop, resucito, me pongo a conversar, me da tos, me aburro, mato a alguien, me arranco en un camello, voy al colegio, pongo un huevo, me tiro al mar de debajo del agua encuentro unos tíos, los mato, leo el diario, dirijo un coro, encuentro un cofre y digo “hay algo dentro del cofre”, lo tiro por la ventana y yo salto por la ventana, resucito en el aire, caigo sobre un cartero, le robo la bicicleta, me vuelvo policía, me mato, no resucito, tengo un hijo, lo vendo por diez mil francos, me compro una enciclopedia, llamo a los bomberos, le prendo fuego a los bomberos”— y que recuerdan a esas otras listas desaforadas, la de alegrías y dolores contenidos en las cartas de amor de Palomita blanca y la melodramática lista de parientes que se casan entre ellos, se traicionan, se componen y se vuelven a traicionar en el corto Sombras chinas. Todas las cosas ocurren, en todas partes, una tras otra y todas a la vez. Es en ese punto que la llave que tanto ha buscado durante el corto (y que un poco antes había renunciado a seguir pesquisando) aparece, con la forma de un caballito de mar, sobre un par de páginas abiertas. “Es desde entonces que ya no me aburro”, sentencia. Y se entiende el por qué.
Q: Como si al final Ruiz declarara que el mundo es uno, como dijo Pinto y que él tiene la llave, como explicó Ramírez. Tiendo a pensar que no le faltaba razón. Este Ruiz que asoma es el que ya no necesita ser un cineasta porque ha conseguido combinar de otro modo las luces y las sombras.