Diálogos Exiliados (45): La lechuza ciega
El demencial texto del iraní Sadiq Hedayat parece haber acompañado a Raúl Ruiz por largo tiempo antes que este asumiera el desafío de adaptarlo a la pantalla y entregar así el que bien puede ser su film más laberíntico y arriesgado. El realizador se juega todo en este relato donde la vida emerge como ficción y lo que está en pantalla se despliega a través de lo real, convirtiendo a esta película —que pasó totalmente desapercibida al momento de su estreno— en una obra maestra, que siempre estará por delante de su audiencia, siempre en el futuro.
La lechuza ciega (1987)
Christian Ramírez: Digamos de entrada que esto es cosa seria. Ruiz tiene razón cuando dice que éste es el filme más complejo que jamás intentó, tanto por diseño, como por escritura y ejecución. La pregunta es de dónde viene todo y ahí es donde asaltan las dudas. Aquí aparecen diversos elementos que no habíamos visto antes —el mundo árabe, la colaboración con Benoit Peeters, el uso del español antiguo (como si fuese un idioma vivo)— y algunos de reciente ocurrencia —la reflexión sobre el cine, por ejemplo—; pero aún así, la película se empeña en ser un enigma, para su audiencia, para la crítica y quizás hasta para los realizadores.
Quintín: Que es un enigma lo reconoce el mismo Ruiz, dice que si uno no conoce al dedillo los libros en los que está basada la película (La lechuza ciega del iraní contemporáneo Sadiq Hedayat y El condenado por desconfiado de Tirso de Molina) se pierde en las continuas referencias. Digamos también que la película transcurre en tres planos. Uno es la historia de un proyeccionista que llega a una sala suburbana de París llamada “Le cinéma” después de que la película se abre con la cita del Dante en el Infierno, que se ve en pantalla tanto en italiano como en árabe: “El que entre aquí, que pierda toda esperanza”. El segundo plano narrativo transcurre en el interior del melodrama egipcio que se proyecta en el cine y que el protagonista mira obsesivamente, atraído por una bailarina. Y, por último, tenemos los episodios oníricos que cuentan otras historias. Las tres esferas de la narración se conectan, se superponen, se intercalan e interactúan entre sí. Por último, como mal de muchos es consuelo de tontos, citemos a Luc Moullet, un gran cineasta y crítico, que escribió un largo artículo para la revista Trafic en 1996, en el que confiesa que vio siete veces La lechuza ciega y que cada vez que la ve, se fascina más y la entiende menos. Moullet dice que es el mayor logro del arte cinematográfico en la década del 80. Todo confirma que estamos ante una pieza de caza mayor.
Alejandra Pinto: Hay una entrevista muy antigua que le hicieron a Maurice Sendak (el escritor y dibujante de Donde viven los monstruos) en donde confiesa que tiene muchas ediciones de libros de Walt Whitman, porque “no lo entiendo, pero lo amo, y es precisamente porque no lo entiendo que lo amo tanto”. Lo traigo a colación porque en este momento me sentí identificada a más no poder frente a esta película de Ruiz. Sin embargo, hay cierta línea desde donde pude seguirle la pista: Ruiz venía desde hace un tiempo revisando obras literarias y adaptándolas según le pareciera —a veces, apenas inspirándose en ellas, es verdad— pero siguiendo esa pulsión que en algún minuto comparamos con los recorridos sobre las novelas de aventuras. Creo que en La lechuza ciega seguimos esos recorridos y viajes de forma real e imaginaria, yendo hacia el oriente y hacia los sueños, expandiendo la aventura, al final.
R: Referencia obligada aquí es el libro de Hedayat, una suerte de pesadilla alucinada que se despliega por cinco capítulos y poco más de cien páginas, y que narra los diversos escenarios que atraviesa un artesano el día en que visualiza con sus propios ojos el motivo visual que ha estado grabando en cuero por mucho tiempo. Todo ocurre de forma muy simple: el tipo comienza diciendo que no ha sido capaz de dormir durante un par de meses, desde el día en que recibe a media tarde la visita de un tío a quien no ha visto en años. Interrumpe el trabajo, se sube a una repisa para sacar un vino en vasija que guarda para estas ocasiones y, cuando está a punto de tomarlo, divisa a través de una apertura en la pared la imagen de un ciprés y a sus pies un hombre que se lleva el pulgar a la boca; al lado de ese hombre, y separada por un río, se encuentra una joven que le ofrece vino de una vasija. El sujeto entra en shock: esa imagen es precisamente el motivo que ha estado grabando obsesivamente cada día en sus decoraciones de cuero, pero ahora es como si estuviese él mismo dentro de esa imagen. Como si él fuese ese hombre, pero también el árbol, la joven, el arroyo y la vasija, como si todas esas cosas fuesen una, tal y como Allah es uno. Quizás ahí se explica la fascinación de Ruiz con la novela: de alguna forma prolonga su obsesión con el tema del doble, la vuelve del revés, la invierte, la funde, todo eso al mismo tiempo. Cada tanto en el texto Hedayat va regresando a ciertas imágenes que se repiten en diversas combinaciones: una vasija que se regala, un anciano arriba de un carro que transporta al protagonista, un grupo de hombres que van por una calleja entonando una canción de borrachos, un cuerpo que se desmembra, un cuchillo empuñado en una noche cerrada; en fin, se trata de momentos narrativos pero a la vez fórmulas gramaticales que cumplen la función de estilemas o leitmotiv en el libro. Están ahí para devolvernos una y otra vez al estadio de pesadilla del cual el personaje no acaba de salir, y para recordarnos que nuestros sueños están poblados de imágenes o alusiones recurrentes, como si fueran las letras de un idioma que sólo entendemos dormidos. Evidentemente, y por más que queramos escapar, el laberinto no tiene salida, porque no tiene entrada.
Q: Siguiendo con esa idea, cuanto más películas de Ruiz veo, más me convenzo de una especie de postulado general del que parte su obra. Ruiz parece pensar que el mundo es incognoscible, aunque todas sus partes están conectadas. El sueño y el cine son los dispositivos que permiten advertir esas conexiones, aunque el cine incluye al sueño como otra de las partes de una experiencia que todo lo abarca: el sexo, la religión, el arte, las lenguas, la historia… Por eso (o además de eso, tal vez) el cine de Ruiz no hace más que exponer una y otra vez los hilos que conectan los elementos del mundo, que son infinitos. Eso mismo advierte uno al leer sus Diarios, ese pasaje infinito, vertiginoso entre todas las esferas del conocimiento y la emoción. Por eso también es un cine que fascina pero elude cualquier intento de explicación. Es algo que Moullet comprende en su crítica, donde también dice que la complejidad es tal (no hay un cineasta capaz de alcanzar una complejidad parecida) que los críticos se quedan afuera y, de hecho, recuerda que nadie habló una palabra de La lechuza ciega en su momento. A veces, Ruiz se pierde en su propia maraña, pero cuando vemos esta película sentimos que aquí logró lo que se proponía y, si tuviéramos una buena copia, podríamos verla una y otra vez y acaso convertirnos en sus tremebundos personajes.
P: Un poco pensando en eso, creo que (ustedes me corrigen si no es así), no habíamos visto una película de Ruiz en donde su percepción de la sala de cine fuese mostrada tan abiertamente. O tal vez sí, algo de eso habíamos visto en La vida es sueño, pero ahí habíamos accedido a la sala como lugar físico, más que a la sensación hipnótica que provoca la pantalla. Cuando nos referimos a los múltiples idiomas que son abordados en La lechuza ciega (palabras, gestos, formas de relacionarse, colores, imágenes), también nos vemos obligados a pensar en las ventanas que se abren para poder mirar y hacernos partícipes de esos idiomas. No sé si Ruiz había estado tan preocupado de esto, pero mirar la pantalla como una puerta y una ventana para observar otras formas de expresarse, me parece algo nuevo en toda esta cinematografía. Por lo mismo siento que, desde aquí, todo puede empezar a expandirse hasta quizás dónde.
R: Es que intenta muchas cosas a la vez, como un malabarista. Continúa explorando la idea del cine como trasmundo y realidad paralela: el protagonista de la película es un proyeccionista que evita quedarse mirando la película que exhibe en la sala, hasta que un día lo hace y ya no puede despegar los ojos; tal como le ocurre al protagonista del libro, cuando mira por la apertura de la pared de su casa. ¿Qué es lo que no deja de mirar? Una película egipcia —el cine donde trabaja sólo proyecta cine árabe— donde este juego de espejos y dobles se espesa aún más: en la pantalla, una mujer baila y es observada por dos hermanos gemelos que la pretenden. En un momento dado de La lechuza ciega, cerca de la mitad del filme, el proyeccionista se embelesa contemplando a la bailarina, pero lo mismo le ocurre a los hermanos dentro del cinta, ambos son presa de un deseo irrefrenable y equidistante del que emana de la caseta de proyección, al otro lado de lo real. Las miradas de todos, incluyendo la de ella, se cruzan y entrecruzan, atravesando también la pantalla, en todas direcciones. Es uno de los momentos definitivos del cine de Ruiz, ¡pero ni siquiera parece estar en el centro neurálgico de la película!
P: Ah, eso quería comentar. Los personajes se miran y nos miran. No es una interpelación al espectador, es un acto mucho más íntimo. Las películas se superponen y, de alguna manera, nosotros también pasamos a ser parte de una película. ¿Quién la proyecta? ¿Quién la mira? ¿Qué pasa en ese momento? Una explosión mental. No se me ocurre otra cosa.
R: Para el instante en que hemos captado lo que está ocurriendo, el cineasta ya se ha desplazado y está con la cabeza puesta en otro sinfín de cosas: una película dentro de la película dentro de la película, el cuento de un aprendiz que siguiendo los consejos de un maestro que no pronuncia palabra pero que imparte sus lecciones danzando (sus movimientos van subtitulados en pantalla), debe viajar a Córdoba a visitar a un tío, pero en el fondo a buscar una prometida. ¿Hacia dónde nos lleva este nuevo cuento? Obviamente que de regreso a la fábula de los hermanos gemelos, pero vía dos o tres relatos intermedios que no parecen tener relación entre sí. Con razón Moullet se sintió superado y tuvo que volver a verla. Aquí ni el espectador más atento se salva. A ratos me pregunto si Ruiz buscaba intencionalmente provocar esos niveles de dispersión, extravío y exasperación en quien mira, o si no podía aguantarse, en vistas que la historia que está narrando —o también podríamos decir la historia que no se cansa de interrumpir—, al final parece configurada en clave de diálogo consigo mismo, mientras hojea de aquí para allá el texto de Hedayat.
Q: Lo de las miradas entrecruzadas ya aparecía en La hipótesis del cuadro robado. En el libro de Cuneo, Ruiz dice que diez años antes había hablado con Klossowski de la idea de que cada gesto ha sido hecho anteriormente. Es como una generalización de la teoría del doble: cada uno de nosotros es todos los otros y, al mismo tiempo, tiene infinitos dobles. Curiosamente, el tema del doble acompaña a Ruiz desde La maleta, su primer corto y aquí esa idea —alguien que acarrea a su doble— regresa, en una historia narrada por un pasajero de tren que el propio Ruiz rescatará en su siguiente proyecto a medias con Peeters: el álbum de cómic El Transpatagónico, donde el dúo la transcribe de manera prácticamente literal. Es un plano creativo donde las ideas vuelven y vuelven a aparecer, en el que Ruiz se transforma en un médium que conecta las cosas a un ritmo vertiginoso, como si tomara una poción para acelerar la mente y la percepción. Por eso es un cineasta tan difícil, porque va siempre más rápido que el espectador y, de ese modo, destruye los supuestos del cine normal, tanto comercial como artístico, que deja que el espectador haga su composición de lugar, aprecie lo que ocurre, se sienta cómodo allí. Se me ocurre que alguien que intenta algo parecido es Greenaway, pero sus asociaciones son invariablemente banales y sus imágenes irremediablemente feas. Sin embargo, alguien debe haber hecho la conexión porque poco después Ruiz se alternaría con Greenaway para filmar algunos cantos del Infierno, en A TV Dante. Aquí el infierno, como Ruiz dice al principio de La lechuza, es justamente el cine. Solo que el de Greenaway es el verdadero infierno, el del mal cine...
R: Cada tanto —probablemente desde que Fellini hizo 8½— se les pide a los autores cinematográficos que realicen una película acerca de su relación con el cine (El desprecio, La noche americana, etc.) y, vista desde una perspectiva muy ligera, La lechuza quizás responde a esa descripción, pero felizmente no lo hace desde la cinefilia (a lo Wenders) ni desde la lógica simbólica (a lo Angelopoulos); es más, aquí Ruiz aprovecha de despachar, y muy tempranamente, todo lo que David Lynch parece haber querido predicar en Terciopelo Azul, de hecho no tengo dudas de que la vio y que en cierta forma le está contestando. Le desarma todo a Lynch. La relación entre el héroe y sus sueños/pesadillas, la forzada lógica de los géneros fílmicos, las dualidades día/noche, bien/mal, historia vivida/historia contada, incluso esa oreja cortada que Kyle McLachlan encuentra botada en un jardín, y que en el filme de Ruiz emerge (o, mejor dicho, re-emerge si consideramos Utopia, de 1975), en cuerpos trozados, ojos amputados y miembros esparcidos por un río que de inmediato los devuelve a quienes los arrojaron. En una conversación anterior, Q ya nos había contado su sospecha de que el libro de Hedayat quizás había caído en manos de Ruiz muchos años antes, y que durante todo ese tiempo ciertos elementos de éste habían ido asomando aquí y allá, sobre todo a partir de Las tres coronas. Quizás sea por eso que sus apuntes al respecto no pueden ser leídos en clave simbólica, como lo haría Lynch, sino de una manera casi orgánica, a lo Cronenberg, como tumores que Ruiz está tratando de operarse, sin mucho éxito, para beneficio de sus espectadores.
Q: Lynch es un cineasta mucho más espectacular, mucho más ostentoso que Ruiz. Pero, en el fondo, yo creo que Lynch es un “Ruiz para la gilada”, como diríamos los trasandinos.