Diálogos Exiliados (27): El retorno de un entusiasta de las bibliotecas

Ruiz vuelve a Chile en 1982, después de casi diez años de exilio, y filma una buena cantidad de material con una cámara Super 8: la casa de sus padres, el barrio, el Mapocho, la Alameda e incluso el jardín de su hogar de infancia, en Quilpué. Meses más tarde, ya de vuelta en París, los usa como materia prima para un corto en forma de carta que pasará por televisión. Así, su colección de imágenes se convierte en una búsqueda detectivesca que luego se transforma en un sueño alucinado, liberando multitud de recuerdos que regresan con nostalgia y emoción. Todo un mundo que revive en apenas 12 minutos.

El retorno de un entusiasta de las bibliotecas (1983)

 

Quintín: ¿Es esta la única película de Ruiz filmada en Super 8? (Aunque hay tiene partes en 16 mm).

Christian Ramírez: Que yo sepa sí; por lo menos de las que vimos hasta ahora. Creo también que es el primer filme en que Ruiz usa la cámara casi como un cuaderno de notas que saca del bolsillo cada vez que ve algo que le llama la atención (algo que, en el día a día, hacía mucho). Mucho más adelante, en Cofralandes -a principios de los 2000- revertirá a un modus operandi similar, al usar esas mini cámaras digitales Sony, esas que se sujetaban sólo con una mano. Es interesante, porque Cofralandes es otra película hecha en clave de retorno al terruño.

Alejandra Pinto: No sé cual es la técnica para filmar en Super 8, pero esta película tiene unas imágenes cálidas, familiares… algo que remite a las primeras películas de Ruiz. Tiene que ver con el paisaje, asumo. ¿Es cosa de técnica o de ese retorno efectivo?

R: El origen de esta mini aventura es un encargo que Ruiz recibe por parte del INA para Cinéma Cinémas, un programa de cine que el Instituto realizaba para Antenne 2. Cada capítulo del show tenía diversas secciones, desde entrevistas a making of de las producciones del momento, pero la más interesante de todas siempre fue Lettre d’un cinéaste, la carta de un director, una carta audiovisual. Es un formato que se ha vuelto más común en estos días, pero me pregunto si fueron ellos quienes lo inventaron o popularizaron. En cualquier caso, es un objeto medio primo de Sans soleil (1983), donde Chris Marker iba armando su película a partir de misivas que un sujeto de África le enviaba a otro en Japón (dos sujetos que, por cierto, eran él mismo).

Q: En realidad, la película tiene más forma de diario que de carta, porque no hay un destinatario claro. El grueso de las imágenes proviene de lo que Ruiz filmó en su primera visita a Chile después de su exilio, aproximadamente en el invierno de 1982, y en el cortometraje va contando algunas cosas que le ocurren a partir de la investigación de un misterio: la desaparición del color rosa, algo que vuelve a Chile parcialmente irreconocible o, al menos, muy extraño. Un poco arbitrariamente, esa desaparición se conecta con otra: la de un libro que falta de su biblioteca. 

P: Esto me golpea un poco porque lo último que esperé fue encontrar a un Ruiz medio nostálgico -sobre todo a propósito de esa famosa y amarga cita suya, “Chile me duele menos que un lumbago”- y luego me pilló esa búsqueda de un rosado que se parece al color que toman las fotos con el tiempo. 

Q: Es que las dos ideas, lejos de contraponerse, son la misma. Ruiz era un nostálgico terrible, pero la suya era una nostalgia personal, privada; todo lo contrario de una nostalgia obligatoria, uniforme y representativa de ese cliché de la chilenidad que Ruiz odiaba. El dolor que esa frase desprecia es el dolor de cartón pintado, el de la memoria colectiva. Un dolor que no duele porque no es propio. 

R: Es precisamente el tipo de sensaciones que podríamos esperar de Ruiz cuando vuelve. Nada de declaraciones desgarradas sobre el retorno a la patria, ni tampoco ir por ahí organizando filmaciones clandestinas que por fuerza tienen que significar algo para quien las realiza. Lo que sea que eso signifique: protesta, descontento, resistencia... 

P: ¡Oh! Super lejos de las plañideras de las que hablábamos la otra vez. 

R: …Es interesante, porque en vez de desgarrarse en la plaza pública (algo que, obviamente, nunca iba a hacer), se convierte en un detective que escudriña en sus propios sueños, figuraciones y cotidianeidad. El corto parte con Ruiz, explicando en español que ha vuelto a Chile, tras ocho años en el exilio, a la casa de sus padres. Lo que dice es inmediatamente repetido por una voz neutra, que habla en francés; volvemos a estos narradores dobles, que ya ha usado con anterioridad. Vemos el living, la luz anaranjada entrando por la ventana, y Ruiz explica que nada parece haber cambiado ahí dentro, nada, hasta que va y revisa una de sus bibliotecas juveniles (la tercera, según él, pero todas al final son idénticas) y advierte que entre las viejas y amarillas ediciones de Losada, Austral y Bruguera, falta un libro. No nos dice el título, pero queda claro que necesita urgentemente buscarlo. Y eso lo lleva a la calle, a filmar afuera.

Q: La película dura 15 minutos y es otro de esos objetos condensados de Ruiz, que tienen tanta densidad como una bomba nuclear. Es como si fuera un largometraje. También es otra película difícil de interpretar en un sentido único.

P: Ramírez dice que el autor necesita “buscar” el libro y creo que ese concepto le apunta en el medio a la intención detrás de la  película. No sabemos si va a encontrar ese tomo. Sabemos que se lanza a la búsqueda y que en alguna parte, entre los lugares que Ruiz conoce o recuerda, figura el dichoso volumen. No sabemos de qué se trata y las pistas que vamos siguiendo tampoco nos dan muchas luces. Yo creo que por eso se siente como un largometraje: Ruiz nos incorpora a esa búsqueda por esas calles, algunas veces amplias, otras veces polvorientas, de pueblo pequeño. Siento que va todo el camino siendo tironeado por esos lugares. ¿Cómo se sentiría él con esto, ahora que ya estaba transformándose en Raoul?

R: Una pista puede ser la actitud entre cándida y alucinada que exhiben las vistas santiaguinas captadas con Super 8. Es como si nuestro personaje estuviera recién despertando de un largo sueño, al estilo de Rip Van Winkle. La cámara muestra la antigua ribera del Mapocho, sin los tajamares de concreto actuales y por un segundo da la sensación que podríamos caer en mitad de la corriente. Para los que crecimos en el Santiago de los 80, la referencia aquí es doble. No sólo emerge una ciudad gris en plena dictadura, sino también aparece la del invierno más salvaje que recuerde nuestra generación. En 1982, ese río que en el corto vemos caudaloso creció como un demonio con las lluvias, se desbordó y arrasó con mucho de lo que Ruiz filmó aquí. No se me ocurre lugar más frágil que aquel, en esa era. En fin, Ruiz busca aquí y allá, pero finalmente emprende un viaje más largo: se va a la costa, tras las pistas del libro. Vemos algo del paisaje por la carretera y, muy al estilo de sus viejas películas chilenas suena una canción: ¡Salú!, un tango de la dupla Manzi-Canaro, en versión de Ada Falcón, con una letra tremenda: “¿De qué mundo has retornado?/ Te enterraste en el pasado/ Sin dejar la dirección…”. Alcanzamos a divisar un brevísimo Valparaíso y luego el narrador nos anuncia que estamos recorriendo la segunda ciudad de infancia de Ruiz. No menciona el nombre, pero sabemos cuál es: se trata de Quilpué, donde el joven Raúl llegó con su familia después de vivir sus primeros años en Puerto Montt.

 

Q: La película me da todo el tiempo la impresión de que, a pesar de su narración en francés y del tiempo transcurrido en el exilio, es una obra que retoma el período chileno, como si el autor se despertara de un sueño, como dice Christian más arriba. Es una película chilena contrabandeada, camuflada como una película francesa. No hay nada de los procedimientos que Ruiz estaba utilizando en Francia, sino una manifiesta vuelta a sus materiales chilenos: la cámara que se desplaza por las calles, la música popular en la banda de sonido, los personajes propios de su entorno bohemio y la contradicción entre lo que se dice y lo que se ve. Hay una metáfora que me resulta muy significativa en ese sentido. Una es la aparición de una rosa en el patio de su casa en Quilpué, una rosa bien rosada, que contradice la idea de que ese color ha desaparecido de Chile: solo es cuestión de reencontrarlo al recorrer los lugares de la infancia. Pero también hay una evaluación de lo que ocurre, como solía hacer Ruiz en sus primeras películas. La cámara se siente un poco perpleja frente a sus interlocutores. En la búsqueda del libro, se desarrolla a través de cuatro entrevistas -tres de ellas filmadas más tarde en París, en 16mm- con personajes que representan el espectro -en ambos sentidos- de los artistas e intelectuales que Ruiz solía frecuentar. 

P: Aquí aparece un primer personaje -que no logramos identificar- y al que Ruiz declara como un amigo profesor que posee un método infalible para explicar la inflación mostrando billetes del imperio austrohúngaro: “¿y hace diez años que andái buscando ese libro? Si yo tuviera tiempo para leer acá...”. El segundo es un parroquiano de los que, al parecer, Ruiz solía encontrarse en sus correrías bohemias. Hay un gesto de ese personaje, que es interpretado por el eterno Waldo Rojas -a quien también le preguntan por el libro, pero dice no saber dónde está-; vemos su mano con una copa de vino y, de fondo, una botella de vino chileno, pero con una etiqueta extranjera. Esa es la señal que nos permite captar que esa intervención no fue filmada en Chile, pero no es algo que se ponga en evidencia como sí ocurre en De grandes acontecimientos y de gente común. Podríamos haber encontrado a un personaje así en cualquiera de sus películas chilenas, y me gusta pensar que lo que hace Ruiz con él es una especie de concentrado de toda esa imaginería planteada en esos tiempos. El gesto de la mano derecha temblorosa de Rojas (“la izquierda está firme, como debe ser”) con una copa de vino tinto es el mejor resumen de todo eso. 

R: Los otros dos espectros son definitivamente más enigmáticos: el primero es Carlos Solanos -el protagonista de Nadie dijo nada- quien oficia de librero ahogado en montañas de textos y que arremete sin aviso con un discurso delirante, primero sobre las atrocidades de los militares y los curas, y luego como si nada comienza a predicar en torno a bondades del piure navegado en vino tinto: “es la única forma de comerlo”. Es la clase de secuencia que habíamos visto en las películas chilenas, de una densidad y sinsentido que desafían cualquier intento de traducción -aunque los subtítulos al francés hacen lo que pueden- y que quizás conecta con esa necesidad de hablar y hacer ruido para evitar a toda costa el silencio. Dejarse atrapar por el silencio en un caso como este bien puede significar la muerte, y por eso Solanos no para: “no es la Cordillera de los Andes lo que tenemos aquí, es la Muralla China; no es la Cordillera, son las pirámides de Egipto”. 

Q: Es una teoría conspirativa generalizada, que se parece al discurso del profesor en Palomita blanca. No es casual que los piures que el personaje invita a comer a Ruiz se llamen en el film “piures a la Maturana”, y Rodrigo Maturana -que interpretaba justamente a ese profesor- es otro de esos noctámbulos perdidos de las noches sesenteras de Ruiz y sus amigos. 

R: Sobre el otro personaje, en cambio, ya se echó el velo negro encima: Ruiz explica que es su mejor amigo, alguien que falleció hace unos diez años pero que ahora lo visita en un sueño donde están jugando dominó. Encarnado por Luis Mora (ayudante de dirección de Ruiz en los 70), el tipo habla de “carreristas” y “rodriguistas”. “Supongo que nos vamos a encontrar en el campo de batalla, pero eso no significa que no nos tomemos un trago entre amigos”, le dice. Luego se levanta -¿o se desvanece?- y en el siguiente corte nuestro narrador nos muestra por fin el libro rosa. Lo ha encontrado: Cantos a lo divino y lo humano en Aculeo, de Juan Uribe Echevarría, un viejo texto de 1962, publicado por la Editorial Universitaria. ¿Se resuelve el enigma? Obvio que no. Sólo se espesa más aún.

P: Yo creo que las miguitas de pan que va dejando Ruiz en este caso son las canciones que escuchamos como parte de la banda sonora. A la de Ada Falcón que comentaban antes se suma una versión de una canción de Fernando Lecaros que dice: “Riquezas de dinero/ yo nunca conocí/ fui siempre un limosnero…”, en ritmo de bolero, como esas que se escuchan en Tres tristes tigres. Estas canciones suenan antes del camino a Quilpué, y tal vez semejan las melodías que Ruiz escuchaba de niño. También hay una con una letra rarísima: una canción peruana, pero interpretada en son de tonada chilena, que dice: “Si la Reina de España muriera/ Carlos V quisiera reinar/ Correría la sangre española/ Como corren las olas del mar”. Ahora supimos que esta canción se hizo en honor a un Carlos V que no es el de los libros de historia sino un aspirante a la corona española que visitó Perú y otras colonias en 1875, y en cuyo honor se inventó el pisco “Sauer” (sic). Insólito, y de paso se confirma mi convencimiento de que el pisco sour no es chileno, pero esa historia se las cuento en otro momento.

R: ¿Qué nos está queriendo decir Ruiz aquí? Ahora recién estuve hojeando el PDF de los Cantos a lo divino y a lo humano; es un libro muy bello -con cubierta diseñada por Nemesio Antúnez-, pero se ve igual de viejo, amarillento y palo rosa como el de la película. Hay algo de extraño y arcano en esas décimas de gente que figura con fotografías en el interior, pero que lucen realmente intemporales, imposibles de situar en un período determinado, como las antiguas fotos de bluesmen norteamericanos. Pero entonces Ruiz, quien aún no nos ha comentado nada sobre el contenido del libro mismo, va y dice que el volumen -en particular una poesía que nunca pudo aprenderse- contiene nada menos que la solución al misterio de lo ocurrido en la noche del 10 al 11 de septiembre de 1973. Nuestras expectativas aumentan, súbitamente, hasta el infinito y de pronto escuchamos una voz, que no es la de Ruiz ni la del narrador en off, que declama en tono monocorde: 

Flota sobre el esplín de la campaña

una jaqueca sudorosa y fría,

y las ranas celebran en la umbría

una función de ventriloquia extraña.

De inmediato pensamos que se trata de un poema del texto. Pero no es una décima. Entonces, no viene de ahí.

Q: Ahí es donde un googlea y se encuentra con que los versos son de “Julio”, un soneto del poeta modernista uruguayo Julio Herrera y Reissig (1875-1910), muy anterior al libro de Uribe Echevarría, y desde luego, al golpe del 73. Dicho de otro modo, la clave del golpe de Pinochet está en un poema de principios de siglo XX, falsamente incluido en una antología folclórica de principios de los sesenta. Tengo una interpretación de este final tan estrambótico y en particular de la búsqueda del libro y del personaje que lo tiene en su poder. En esta forzada interpretación mía, ese hombre es un doble de Ruiz, alguien que murió diez años atrás, se quedó sentado sobre la clave de la historia y que reconoce ahora al cineasta como alguien que dejó de estar de su lado aunque siga siendo su amigo. Evidentemente, el sentido de lo ocurrido en el ’73 no está en el poema de Reissig ni en la antología de Echeverría, pero figura atrapado bajo el peso de los muertos, o bajo el peso muerto de un fantasma. Encontrarlo tiene un efecto liberador, gracias al cual Ruiz puede conectarse no solo con su infancia, sino con la infancia del Chile contemporáneo, a la que siempre volverá. La rosa vuelve a existir. 
 

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JULIO

¡Frío, frío, frío!

Pieles, nostalgias y dolores mudos.

Flotan sobre el esplín de la campaña

una jaqueca sudorosa y fría,

y las ranas celebran en la umbría

una función de ventriloquía extraña.

 

La Neurastenia gris de la montaña

piensa, por singular telepatía,

con la adusta y claustral monomanía

del convento senil de la Bretaña.

 

Resolviendo una suma de ilusiones,

como un Jordán de cándidos vellones

La majada eucarística se integra;

 

y a lo lejos el cuervo pensativo

sueña acaso en un Cosmos abstractivo

como una luna pavorosa y negra.

(Julio Herrera y Reissig)

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SALÚ

¡Salú...!

¿De qué mundo has retornado...?

Te enterraste en el pasado

Sin dejar la dirección.

 

¡Salú...!

Desde el tiempo de la guerra,

Te mudaste de la tierra

Sin decirnos la razón.

 

¡Salú...!

Los amigos hacen cuenta,

Y en las ruedas se comentan

Las hazañas de tu ayer.

 

¡Salú...!

Tu presencia me dio un susto.

Sin embargo...  ¡Tanto gusto!

Muchas gracias... ¡No hay de qué...!

 

¡Salú...!

Parecés un hombre eterno,

Ni se notan los inviernos

Que surcaron por tu faz.

 

¡Salú...!

Te aseguro que ninguno,

Puede darte los... ta y uno

Los... ta y uno que llevás.

 

¡Salú...!

Pero el jopo irreverente,

Que tenías en la frente,

¡Qué lo has hecho...!, ¿Dónde está?

 

¡Salú...!

No te aflijas que no es nada,

No se notan las jornadas

Que ya nunca volverán.

(Letra: Homero Manzi / Música: Francisco Canaro)