Diálogos Exiliados (20): El juego de la oca

Ruiz comenzó su breve aunque intensa relación con el Centre Pompidou creando una película complementaria a una exhibición de mapas, pero en el camino la convirtió en su propio filme de aventuras: media hora donde el personaje central convierte su vida en un juego de tablero, y éste se transforma en un laberinto, el laberinto en ciudad, la ciudad en país, y así hasta abarcar el universo entero en una tirada de dados. 

El juego de la Oca. Una ficción didáctica acerca de la cartografía (1979)

No habrán olvidado mis queridos compañeros que la única pasión de mi vida ha sido el juego de la oca, este noble juego tan conocido en Europa y particularmente en Francia, considerado como ideado por los griegos, aunque la Hélade no haya visto jugar nunca ni a Platón ni a Temístocles, ni a Aristóteles, ni a Leónidas, ni a Sócrates, ni a ningún otro personaje de su historia. Yo introduje este juego en nuestro Círculo. Este juego, en el que sólo el azar dirige a los que luchan sobre su campo de batalla para conseguir la victoria, me ha proporcionado las emociones más vivas, a causa de la variedad de sus facetas, de lo imprevisto de sus golpes y del capricho de sus combinaciones”.

El testamento de un excéntrico. Julio Verne, 1899

Quintín: Como ya me pasó otras veces, la primera vez que la vi la película me venció. No la pude seguir y hasta pensé que no tenía mucho interés, que era solo una publicidad para una exposición en el Pompidou que se llamó “Mapas y figuras de la Tierra” en la que Ruiz no trabajó demasiado. Pero, por suerte, desconfié de mi juicio, la volví a ver y me pareció hermosa, una película poética, bellísima y con muchas sugerencias interesantes sobre todo tipo de temas. Me gustó tanto que hasta pude superar la presencia de Pascal Bonitzer, que me sigue pareciendo el actor con menos carisma de la historia del cine. 

Alejandra Pinto: Bonitzer me desconcentra cuando lo veo en pantalla, pero luego le hago caso a Ruiz, veo algo y después se me escapa, en fin. Por mi parte, empecé a ver la película, me gustó mucho y me remitió a varias cosas, cómics y otras películas que había visto. 

Christian Ramírez: Y es verdad, hay ciertos obstáculos de entrada aquí, partiendo por el nulo carisma de Bonitzer, que en verdad creo que sirve al propósito que Ruiz se fija desde el principio, cuando comienzan los créditos: un hombre (Bonitzer) camina por un prado, se acerca a la cámara y luego se aleja y va hacia otros dos sujetos que están bajo un quitasol “haciendo un picnic”, entre dos árboles muy altos. Una voz en off nos dice que es un tipo cuyo auto se ha salido de la carretera y que está buscando ayuda en la campiña, sin mayor suerte, hasta que llega a este punto. Bonitzer, a quien el narrador identifica como H., pregunta con voz robótica a uno de los sujetos si es que acaso lo puede ayudar. Dice que tiene una cita pendiente y necesita un teléfono con urgencia. "¿Cuál urgencia?", le pregunta uno, "si no tiene la menor emoción en su voz". El otro le contesta: “qué aburrido” y sólo se interesa cuando H. le pregunta por el tablero que tienen sobre la mesa: "¿A qué están jugando? ¿Llevan mucho rato?". “Mucho”, le contestan. Transcurre poco más de un minuto y, casi sin darse cuenta, H. ya se ha convertido en uno de los jugadores. Vemos una mano que cruza el cielo, casi como la de un Dios griego, y dos dados caen de su palma. La cifra de la tirada le proporciona a H. su lugar en el tablero y se lanza a buscar en el casillero a uno de los distritos del centro de París. Ruiz presenta a su héroe casi de manera impersonal, como el epítome del hombre contemporáneo, abrumado por el tiempo, por su trabajo, por esa reunión a la que tiene que llegar. Evidente que hay algo de Kafka ahí, pero este H. -H de hombre, de humano, de humo- también se parece a otros “personajes esquema” de la literatura, como algunos de Cortazar, de Perec o de Kundera. No es el hombre universal, sino uno más bien despojado de rasgos, despojado a propósito.

Q: Lo defendiste bien, debo reconocer. Ahora, según la película, el personaje se llama así en homenaje a un gran cartógrafo llamado Philippe du Hache. Te lo digo porque eso de hombre, humano, humo, queda muy bonito, pero no sé si se sostiene. De todos modos, es cierto que Ruiz toma a ese individuo sin gracia y sin atributos que Bonitzer puede representar como nadie y lo lleva a un viaje cósmico usando como pretexto el Juego de la Oca. 

R: Pero, ¿Monsieur du Hache será real? Nos ha ido mal googleándolo, y bueno, no sería la primera vez que nuestro director se inventa un nombre de acuerdo a sus propios propósitos: en este caso, acotar el caos del conocimiento y darle un sentido dentro de la historia que nos están contando. 

Q: Sí, parece que ni Philippe du Hache ni los Monfossis, esas cadenas montañosas ideadas por él, que no existen en la realidad pero sirven para completar la confección de un mapa, son un invento absoluto. Eso sí, el matemático Pierre Rosenstiel, cuyas teorías para recorrer laberintos también se mencionan, si existió. Ruiz es un maestro en esto de mezclar la verdad y la mentira.

P: Acá Ruiz agarra a su personaje impersonal y no sólo lo exhibe, lo persigue por toda la ruta, sino que también lo somete a lo que llama “la peor pesadilla de todas, una pesadilla didáctica”. Una pesadilla donde el personaje debe sacar algo en limpio, aunque la voz en off insiste en que dentro de las normas del juego: “el jugador debe llegar por sus propios medios a un lugar marcado al azar”. Someter a un personaje ficticio a algo que nosotros vivimos -porque la vida es azarosa- nos hace pensar nuevamente en la misantropía de la que hablamos alguna vez. Por otro lado, el hecho de hablar de las cartografías como una forma de comprender el mundo, para hacerlo más amable, si se quiere, también nos permite pensar en nuestras propias formas de comprensión de las cosas, de cómo las limitamos para que no se nos escapen. Las cosas no necesariamente tienen que estar ahí, nos dice Ruiz, pero sí permiten que entendamos lo que nos rodea, y entonces sirven. 

R: Creo que este Ruiz que partió sus aventuras francesas jugando con una pequeña cajita de herramientas retóricas se ha animado bastante aquí y ya vuela libremente entre lo real y la ficción; es decir, si para llevar su relato del punto A al punto C necesita inventarse B, lo hará sin culpa. Es un poco la lógica que solían usar los realizadores de la serie B, que necesitaban contar o mostrar muchas cosas que, por presupuesto o por tiempo, no podían rodar. En el caso de Ruiz este ejercicio va un poco más allá y se vuelve parte de su estética: si tienes un rompecabezas al que le faltan varias piezas que no están en la caja, simplemente te las imaginas, las dibujas, las recortas y las pones encima. O tiras los dados, como ocurre en este corto.

Q: Creo que la economía cinematográfica de Ruiz excede largamente lo económico, para decirlo de un modo enigmático. No se trata solo de rodar con poco dinero, sino de algo mucho más ambicioso: que cada película contenga varias otras, que se transforme en una especie de galaxia cinematográfica con la que Ruiz resuelve varios problemas a la vez. Aquí partimos del encargo un corto para anunciar una exposición dedicada a la cartografía en el Pompidou. Al final de la película dice: “Si quiere saber más, vaya al Pompidou a ver la exposición”. Ahora, disimulada en ese contexto (porque, efectivamente, la película sirve a su propósito inicial y dan ganas de visitar la exposición), Ruiz toma el Juego de la Oca para construir un argumento, el de un protagonista que sueña un juego de la oca a escala cósmica, y que se va adentrando en una obsesión que cambia de forma y de escala, partiendo de un barrio de París hasta llegar al sistema solar entero. Cada momento de la película tiene una ocurrencia, ya sea visual, narrativa o científica. El juego de la oca dura media hora en la cual viajamos a pie, en auto, en tren, en avión y hasta en un imaginario satélite; visitamos las calles parisinas, pero también el campo, los cielos, el universo. En cada tirada de dados la película se remonta a un estadio más amplio, y termina aboliendo el tiempo y el espacio y preguntándose si estamos muertos. En el camino nos enteramos de cosas como los modos de salir de un laberinto o las diferencias entre paisaje, mapa y territorio, mientras Bonitzer pasa de ser un jugador a ser él mismo un dado con el que se juega el juego. Como siempre, Ruiz abusa de su bulimia artística y quiere ser cineasta, pero también mitógrafo, científico, cosmonauta, hacedor de mundos, con la modestia de un jugador de dados que secretamente quiere abolir el azar. Cuanto más avanzamos en las películas de Ruiz, más me convenzo de que tenía la visión de que el cine daba para mucho más de lo que se lo utilizaba. 

R: El primer impulso sería tildarlo de hombre renacentista, pero pensándolo mejor, el mote que mejor le queda a Ruiz es el de iluminista. Si hubiera que situarlo en un siglo, no sería en el XIX, como pasa con John Ford, Jean Renoir o Hitchcock, sino derechamente en el XVIII, el último siglo en el que un hombre pudo aspirar a ser a la vez todas esas cosas que Q mencionó recién. Algo me dice que -tal y como ocurrió con el Kundera de la etapa francesa- Ruiz se habría llevado bien con Diderot, D’Alembert y los Enciclopedistas. De ahí quizás esa ansiedad por meter el mundo entero, qué va, el universo al completo dentro de un tablero, de un puñado de páginas o de una película de media hora hecha para una exposición.   

P: Pero no sé si lo que opera aquí es la modestia. Veo más ganas de comerse al mundo que las que veía al principio, pero me sigue pareciendo que la mirada de Ruiz es la del pequeño dios que sigue apretando y extremando a sus personajes, sometiéndolos a sus ideas y un poco obligando a que los espectadores también participemos de ellas. No creo que la tirada de dados del dios olímpico sea casual, es él mismo el que está en esa relación, cambiando los escenarios a voluntad. De hecho, hubo algunos elementos de montaje que se parecían mucho a otras películas que hemos visto, llevándonos a esa sensación de estar en un lugar y repentinamente aparecer en otro. Es una pesadilla, tal como señalaba al principio, pero también es la decisión de destruir lo desconocido y reducir la incertidumbre -hablan de los laberintos y de cómo desaparecen una vez que se cartografían- y que para mí también tiene que ver con la forma en la que Ruiz enfrenta su cine. 

R: En ese sentido, este Juego de la Oca opera al revés que su film sobre el distrito XII. Este pequeño divertimento va creciendo de tamaño exponencialmente cada vez que H., nuestro jugador, realiza una jugada. Al principio de De grandes acontecimientos y gente corriente nos dice que esta película es el registro de lo que se vive en el XII durante unas elecciones, pero la experiencia resulta mucho más banal, casual e ignota, y acaba por resolverse en versiones cada vez más condensadas y abstractas de lo que ya vimos, hasta el colapso. De modo que, tal como dice la otra voz en off del corto (una voz femenina que frecuentemente interviene para hablar de las reglas y teorías del juego), Ruiz avanza en el laberinto unas cuantas casillas y, para no extraviarse, se devuelve sobre sus pasos antes de marchar hacia otra parte.

Q: Sin embargo, voy a insistir en la hipótesis de la modestia. Ruiz no es un sabelotodo ni lo quiere ser. Al contrario, es un curioso que siempre está interesado por dibujar el mapa del universo o de los universos que se le aparezcan delante. El sistema de Ruiz parte de la idea de que el conocimiento siempre está en falta y el peor pecado es creer que no es así. Pero, al mismo tiempo, tiene una gran conciencia profesional: siempre quiere ser un cineasta confiable, que entrega lo que le piden, pero también es un tipo orgulloso, que decide ponerse a prueba, ver hasta dónde puede llegar, como un futbolista que se propone golpear la pelota todas las veces que le sea posible sin dejarla caer, pero sabiendo que va a caer alguna vez: esa es la diferencia entre el sabiondo y el bromista (aunque, si quieren, un bromista sabio). Ruiz tiene una extraordinaria habilidad para tomar las cosas al vuelo, para salir hacia un lado o hacia el otro, para abordar el laberinto del mundo desde la práctica o desde la teoría (“la gente le tiene miedo a la teoría”, se dice en algún momento, sincronizando a Paul De Man). Cuando habla de la relación entre mapa, territorio y paisaje para concluir que el mapa y el paisaje tienen una existencia pero el territorio es un fantasma, está hablando de sus habilidades como cartógrafo, pero también de la inexistencia de una sustancia que pueda salir del terreno de juego. Hacer cine es como apostar a un juego cuyas reglas siempre están fuera del alcance del que lo practica. Por eso Ruiz es un demonio amable, porque nunca aceptó del todo ese lugar de dispensador de sabiduría y prefirió sostener una conversación infinita, pero casi doméstica, con lo chico y lo grande. 

R: Hay una cierta dimensión en la que El juego de la oca se intersecta con el género de aventuras; en realidad es una película que, podríamos decir, prescinde de las escenas de acción, las acrobacias y el suspenso con que asociamos al género y sólo utiliza el marco teórico y especulativo del Adventure Film. A su manera, Roger Thornhill, el protagonista de North by Northwest de Hitchcock, es un player más en su propio tablero del juego de la oca: va saltando de lugar de lugar, a veces avanza doble, a veces se devuelve y en otras está al borde de perder la partida. Lo que le ocurre a H. no es tan distinto, y es más: para sazonar su mezcla, Ruiz recurre a la figura del demiurgo o del maestro del juego, en el tipo que instruye a H. a jugar y seguir jugando. Este personaje (que es encarnado por el dramaturgo Jean-Loup Rivière, por entonces a cargo del centro de estudios en el Pompidou) recuerda inevitablemente a arquetipos como M, en la serie Bond; el director Hunley en las últimas Misión Imposible, y a más de algún papel de Welles, de hecho, en algunas escenas hasta aparece fumándose un purito, como Orson. Es alguien que controla las coordenadas y los recursos del territorio, pero que no conoce los pormenores del mapa, y para eso necesita a figuras como H., que lleven esa exploración hacia sus últimas consecuencias. Uno de los mejores ejemplos recientes vendría a ser el de Tenet, donde el protagonista -a quien Christopher Nolan ni siquiera le asigna un nombre- va saltando de país en país, avanza y retrocede en el tiempo, y gradualmente va tomando conciencia de su propio rol dentro de este tablero múltiple. La diferencia, claro, es que Nolan cree que está filmando una de Kubrick, gasta millones, se demora tres horas y se lo toma todo en serio. Ruiz, en cambio, recibe el encargo del museo, se pone a ensoñar, lee y lee, escribe, recluta a Bonitzer, se da vueltas por París y filma una de Ruiz.

P: Llevo mucho tiempo pensando en Ruiz y su forma de contar y dirigir y me he alejado de la idea del sujeto tierno e inocente del principio. Siento que su manipulación es fascinante, pero Q me ha iluminado la experiencia de otra forma. Giordano Bruno plantea que el universo es infinito porque, al asomarse en sus bordes, siempre es posible que haya algo más allá. El llamado es a ver ese universo desde sus límites, constantemente en el muro que nos separa del resto. Ruiz, en su curiosidad, expande el conocimiento probando esos límites, asomando su mirada a través de los cercos que nos separan de lo infinito. El final de esta película y su relación con el cosmos está más cerca de esta idea y puedo imaginarlo perfectamente observando desde esas fronteras.